domingo, 27 de noviembre de 2016

Amigos y amigos

Hay amigos y amigos. Hay amigos que son y amigos que están. Éstos dependen del momento o el lugar para demostrar que lo son. Aquéllos en cambio lo son con independencia del tiempo y el espacio. Los que están suelen encontrarse sólo cuando las cosas van viento en popa y toca repartir el botín de las alegrías o los dividendos de la amistad. Los que son brillan en la oscuridad: los tienes a tu lado (como mínimo figuradamente) cuando vienen mal dadas y muchas veces aparecen sin necesidad de llamamiento ni señal de socorro. Los que están se definen mediante las palabras y suelen ser propensos a hacer promesas que acaban incumplidas. Los que son lo hacen mediante los hechos y no necesitan de promesa alguna para mantener con vida la amistad. Los que están dependen mucho de nuestras expectativas. Los que son, en cambio, se sostienen en nuestra convicción. Los que están muchas veces necesitan ser tutelados o pastoreados para que la amistad no naufrague y acabe rimando con desengaño. Lo que son, en cambio, prescinden de cualquier manual de instrucciones porque entienden a la perfección las señas de esa partida que se juega sin baraja ni tapete. Los que están se parecen a refrescos. Los que son se revelan como "grandes reservas".

Con los que están compartes anécdotas, chascarrillos, recuerdos y buenos momentos. Con los que son, además, te mantienes a flote en los malos. Por eso, entre otras cosas, viene bien pasarlo mal: para perfilar relaciones, retratar personas y reubicar afectivamente a "tu gente", sin dejar eso sí que ese sano pragmatismo se emponzoñe con rencor alguno. Las penalidades nos permiten así separar el grano de la paja, es decir, diferenciar entre conocidos, colegas, "amigos postizos", amigos que están y amigos que son. Nos ayudan a tener un mapa actualizado de nuestras relaciones sociales. Y eso, se mire por donde se mire, es bueno porque la vida ya es lo suficientemente complicada como para ir sin cartas de navegación. Pero no sólo es bueno sino que, además, es gratificantemente útil en esta sociedad en la que se han (con)fundido los conceptos de "colegueo" y "amistad" y donde se han alcanzado tales cotas de postureo que se hace aconsejable un escepticismo que actúe como profiláctico si no se quiere que la inocencia te cause un desengaño no deseado. En definitiva: hay que tener claro qué esperar de cada persona y, en función de eso, construir tu interacción o relación con ella porque, de no hacerlo así, antes o después la decepción te pasará por encima como un tren expreso y vendrán esos amargos silencios que empezando en lo sentimental acaban trascendiento a lo geográfico y lo cronológico.

Bienvenidos sean pues los amigos, incluidos los que están, pero muy especialmente los que son.

sábado, 26 de noviembre de 2016

La Historia no te absolverá

Ha muerto Fidel Castro. Fallece así una persona que no era ni irrelevante ni buena, dado que la humanidad de Castro era inversamente proporcional a su relevancia histórica. El difunto es y será siempre uno de los personajes más importantes del pasado siglo XX pero en la misma medida que Mao, Hitler, Franco o Pinochet: personas que prefieren pasar a la posteridad por las malas antes de irse merecidamente al infierno

Su vida fue honestamente apasionante pero, más allá de su innegable condición de líder carismático y revolucionario temerario, nadie debe sustraer de su biografía su rasgo identitario más notable y no menos innegable: el de ser un idolatrado y repugnante tirano. Antiyanqui por convicción y comunista por conveniencia, Fidel Castro destrozó vidas con la misma facilidad que destrozó libertades y derechos. Y eso, pasarse por el forro el derecho a la vida y otros tantos universales, es algo que no puede ni debe matizarse ni maquillarse ni esconderse detrás de ninguna pretendida revolución ni de un rentable anti-imperialismo. En ese sentido, he de reconocer que puedo entender que quisiera derrocar fuese como fuese al siniestro Batista, igual que puedo admitir como razonable y fundada su fobia a los EEUU pero de ahí a ver en él un referente en la lucha por las libertades y los derechos de su pueblo pues...va un trecho; uno tan largo como el que media entre la vida y la muerte porque tan pueblo suyo eran los que le jalearon con banderitas como los que condenó a la muerte, la cárcel o el exilio durante el casi medio siglo que enajenó a Cuba del devenir mundial. En esta línea, creo que los puntos en común de Castro y Franco son más que evidentes e interesantes: ambos fueron unos tiranos esperpénticos; ambos ascendieron al poder a base de tiros; ambos cambiaron una situación mala por otra aún peor; ambos sumieron a sus respectivas patrias en una burbuja anacrónica, demencial y opresiva; ambos tuvieron sus partidarios, mamporreros, palafreneros y pelotas; ambos convirtieron la disensión en un crimen incompatible con los derechos humanos; ambos acometieron una "pseudodemocratización" de su país en sus últimos años y la muerte de ambos fue anunciada de una forma muy similar. Dicen que los extremos se tocan. Está claro que los monstruos también. El caso es que, volviendo a Castro, hizo buena aquella frase de cierta magistral película según la cual "mueres siendo un héroe o vives lo suficiente para convertirte en un villano" y el fallecido se dio mucha, mucha prisa en convertirse en un ser terrorífico.

Por todo ello, he de confesar que me alegra que el mundo haya perdido un tirano, la Historia haya ganado un nuevo personaje y el infierno tenga un nuevo inquilino. ¿Que si me alegro por la muerte de Castro? Supongo que esta pregunta se la están haciendo muchos demagogos, hipócritas o gente que ha pasado de mojar la entrepierna con Castro a mojar el lagrimal por su muerte. Pues sí, me congratulo de su desaparición en la misma medida en la que me alegra la desaparición de cualquier dictador, tirano o hijo de las cuatro letras. En uno de sus más famosos alegatos, el finado dijo "La Historia me absolverá". Por suerte, yo creo que mientras haya gente dispuesta a tener memoria a Castro no lo absolverá ni Dios.

No obstante, para aquellos fans del cubano que hoy se sientan huérfanos de ídolo, recordarles que aún tienen otros bellacos liberticidas a los que admirar como Maduro, Kim o Putin. Eso sí, queridos tontos del culo, ojalá tuviérais la decencia de enterrar juntocon Castro vuestra enajenada, trasnochada y gilipollesca forma de entender la vida.

Por último, quiero dedicar este artículo a aquellas amistades mías que han sufrido, directa o indirectamente, las consecuencias del "Castrismo". Ojalá esta muerte sea el comienzo del fin de la pesadilla.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Rita In Pace

Yo no voy a decir que me alegro de la muerte de Rita Barberá. Tampoco que la lamento. La respeto en la medida en que la muerte de casi cualquier ser vivo me parece digna de respeto.
El caso es que este artículo no va ni sobre la persona ni sobre el personaje que confluían en la ya difunta. Va del PP y de cómo su reacción por el fallecimiento de Barberá evidencia una vez más que ese partido no es en absoluto democrático. Pseudodemocrático o cuasidemocrático o parademocrático sí, pero "democrático" y "PP" en la misma frase es conjurar el sentido del humor. Y no es democrático porque demuestra que flojea a la hora de respetar dos pilares básicos de toda democracia.

Por un lado, el PP no respeta la independencia judicial salvo cuando le conviene. Acusar de cacería la investigación judicial que llevó a Barberá al banquillo es doblemente grave primero porque no respeta la independencia de los jueces y segundo porque pone en duda la imparcialidad y la profesionalidad de los mismos dando a entender que se Barberá fue víctima de una persecución deliberada, sin garantías e infundada.En ese sentido, aunque ya nunca se sabrá la responsabilidad que desde el punto de vista legal tuvo Barberá en lo referente al putiferio organizado en tierras levantinas, lo que resulta más que plausible es que tuviera como mínimo "culpa in vigilando", porque todo lo que dependía de ella o ha pasado o está por pasar por un juzgado y, en no pocos casos, por la cárcel.
 
Por otro lado, el PP no respeta la libertad de prensa y, por tanto, el constitucional derecho a la información presentando a la muerta como una inocente martirizada por los medios de comunicación. Lo único que han hecho esos medios ha sido informar, es decir, cumplir con su deber profesional y social. Puestos a criticarles algo se podría decir que los medios han tenido exceso de celo informativo. La prensa no se ha inventado nada y si alguien en el PP piensa lo contrario ahí tiene los juzgados para poner una denuncia. Además, que el PP se ponga flamenco en este tema cuando el Gobierno pepero ha laminado la pluralidad y el espíritu crítico deseables y exigibles en los medios de un país democrático pues produce vergüenza ajena.

A ello hay que añadir lo nada creíble y exagerada reacción del PP al calor del fiambre, derramando panegíricos sobre la figura de quien fue con total certeza una jeta, verosímilmente una corrupta y a quien, no nos olvidemos, el PP trató mejor o peor dependiendo de la sostenibilidad de las previsiones electorales, dejándola caer únicamente cuando ya no les era útil seguir negando la realidad. Por eso, haría bien el PP en pagar sus remordimientos no con los jueces ni los periodistas ni con la opinión pública sino con quienes hicieron de Rita Barberá un chivo expiatorio con el que intentaron hacer creer al personal que eran un partido digno y decente: el propio PP. En ese sentido, más allá del postureo doliente, muchos en el PP se sentirán aliviados por el infarto que ha silenciado para siempre a la gerifalte de una de las regiones más corruptas de las últimas décadas y cuyos secretos podrían haber hundido aún más la credibilidad del partido más infame, parademocrático y corrupto que hay en la actualidad: el PP.

La enferma ha muerto y descanse en paz, pero la enfermedad, por desgracia, sigue gozando de muy buena salud. 

Una victoria desde el diván

Tras "lo del Madrid" (ese concepto), el Atleti se había convertido en protagonista de dos polémicas contraproducentes. Una, si el Atleti debe ser la filarmónica de Viena o Metallica (y por qué). La otra, si Koke merece cadena perpetua por blasfemar contra Dios después de que Éste le bendijera con un puñetazo por la espalda. La polémica sobre la identidad futbolística está dentro de lo deportivo y por eso es aceptable; en cambio, la que atañe a la especie protegida made in Portugal se enmarca dentro de lo estrictamente soplapollesco y por tanto merece tanta atención como Leticia Sabater poniéndote ojitos. El caso es que, enredado en esas enrevesadas digresiones, el Atlético ha estado estos días más pendiente de comportarse como un preocupante y preocupado Woody Allen que de volver a ser ese carismático y cabrón Negan que había paseado su Lucille por España y Europa. Y, así, con el Atleti en el diván, llegó la Champions con un PSV bajo el brazo.

El Atleti presentó en su once titular cuatro cambios respecto al
último siniestro. Decir que los relevados quedan así "señalados" sería mentir. Decir que los relevados están su mejor momento también sería mentir. Decir que los cambios aseguraban una mejoría sería meterse en un jardín. No se trataba tanto de buscar chivos expiatorios como de encontrar soluciones.
La primera parte sólo ofreció algo interesante: comprobar cómo crecía la hierba cada vez que el portero del PSV tenía que poner el balón en juego. Por lo demás, el Atleti, pese a los cambios, siguió comportándose como un matrimonio con hijos ya casados en lugar de como esa pareja adolescente on fire que muchos echamos de menos. 
La segunda parte fue casi un remake de la primera. El casi fueron dos goles del Atleti. El casi fue Antoine Griezmann, que decidió recompensar la paciencia y el apoyo de la hinchada dando el primer gol, marcando el segundo y empleándose a fondo para  remendar el desaguisado que tiene el equipo rojiblanco en el mediocampo.

Así las cosas, lo mejor del tedioso partido fue el resultado ante un rival cuya mediocridad merecía un buen rapapolvo. Quizás por eso mismo lo peor del decepcionante encuentro fue que el Atlético únicamente despejó una duda: lo que le pasa no es cuestión de nombres (las novedades no aportaron mejoras sustanciales) ni de sistema (el regreso al doble pivote primigenio no arregló el circo que hay montado en la medular) ni de estilo (no está fino ni jugando al toque ni al contragolpe) ni de forma física (los que están más frescos no muestran mejores prestaciones que los más cargados de minutos); es esencialmente una cuestión mental. Dicho de otro modo: faltan dos cosas fundamentales como son la actitud y la claridad de ideas. Por qué lo que antes era un tanque de pirañas encabronadas es ahora un vistoso acuario relajante es un misterio que yo no sé explicar.

En definitiva: la fría noche en Madrid concluyó como había empezado: con el Atleti en el diván. No queda otra que seguir creyendo

domingo, 20 de noviembre de 2016

Ni la victoria ni el ultraje

La melancolía por el asunto de ser el último derbi en el Calderón (el 49 desde 1967) dejó en segundo plano una regla no escrita según la cual los partidos Atleti-Real nunca se podrán explicar sin tener en cuenta el arbitraje. Anoche fue el caso. Y sí, fue un mal partido del Atleti pero el 0-3 no se puede entender ignorando el hecho innegable de que el árbitro tuvo una incidencia en el partido mucho mayor que la del histérico sarasa portugués autor de los tres tantos. El Atleti noche no mereció ganar en absoluto (hizo un partido anémico y fallón) pero tampoco mereció un arbitraje tan escandalosamente desacertado, tendencioso y ultrajante. Arbitrajes como el perpetrado por David Fernández Borbalán son un auténtica falta de respeto no sólo al reglamento sino también y muy especialmente a la inteligencia y la dignidad de jugadores y aficionados. El Real Madrid, por potencial y calidad, no necesita de favores arbitrales tan indisimulados y vergonzantes pero aun así los sigue recibiendo. ¿Por qué? Uno ya ha visto suficientes partidos para asimilar que el Real Madrid siempre tendrá que ganar, con independencia de los méritos desplegados por ambos equipos y de lo que pase en el terreno de juego. Y ese carácter imperativo de la victoria madridista obedece a que cuando se juega contra este equipo lo que está en liza son intereses que poco o nada tienen que ver con lo deportivo. El fútbol español hace tiempo que funciona como excusa para blanquear un negocio de intereses creados y donde el trapicheo de favores y silencios ofrece jugosos beneficios para todos los que acepten participar de ese pastel asqueroso. Recordar esto no es victimismo; es vacunarse contra la ingenuidad. Pero, volviendo a "lo del árbitro", fue tan lamentable el espectáculo dado por Fernández Borbalán que el público pasó de corear indignado el ya clásico "¡Así gana el Madrid!" a aplaudir con guasa toda decisión que tomaba el soplapitos.

No obstante, achacar la derrota ante el Madrid al repugnante arbitraje sería un ejercicio de victimismo garrulo. La bufanda no debe cegar la sensatez porque del mismo modo que el partido no se entiende sin el arbitraje tampoco se explica sólo por el arbitraje. Quitando los rabiosos e ilusionantes primeros minutos de cada mitad, el Atleti se vio superado táctica, física y anímicamente por un Real Madrid ramplón que supo combinar de forma muy eficaz, por un lado, un planteamiento sin muchas florituras pero acertado (especialmente en el primer tiempo, desarboló al Atlético tanto en el mediocampo como en las bandas) y, por otro lado, una actitud de equipo mediocre (pérdidas de tiempo consentidas, simulación de faltas, protestas injustificadas, provocaciones impunes, etc). Negar todo eso es no haber visto el partido. Como también es innegable que hay jugadores rojiblancos que necesitan con urgencia el diván del banquillo y ceder su puesto a alguien que tenga más crédito. Señalar nombres resultaría especialmente cruel tras lo de anoche pero hay jugadores cuyo rendimiento actual es inversamente proporcional al merecido cariño que les tiene la grada y de eso se está resintiendo bastante el equipo. Esto le toca corregirlo a Simeone tanto en las alineaciones como en los entrenamientos pero perseverar en el error de sacar al campo a jugadores que no están para jugar es dar facilidades al rival. Quien sí estuvo dentro de lo esperado fue el jugador número 12 del Atlético: la hinchada, que estuvo enchufadísima antes, durante y después del encuentro. Una afición que supo ser benevolente y sensata con un equipo que se vio superado por el rival, el árbitro y su propio desacierto. Y es que la gente rojiblanca anoche demostró el salto que ha dado este equipo en los últimos años: ha cambiado la resignación por exigencia y el victimismo por un orgullo inquebrantable, como demuestran los cánticos en los últimos minutos del partido o, ya fuera del estadio, en los aledaños y andenes de metro y cercanías.

De Cristiano Ronaldo, la supuesta estrella del encuentro (y digo supuesta porque la vedette fue sin lugar a dudas el árbitro), podría decir mucho y muy probablemente pasarme por el forro su derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Lo que hizo anoche lo justificaría sobradamente pero eso implicaría comportarme como él. Por eso, me limitaré a decir que una vez más demostró por qué no puede ni debe ser un ejemplo para ninguna persona que aspire a ser decente. Su provocación a la grada a la hora de ser cambiado le deja retratado como jugador y como persona, una vez más.

En resumen: el Atleti anoche no mereció la victoria ni el ultraje. Y es que partidos así probablemente no produzcan colchoneros (del Atleti, se nace) pero muy seguramente generen un montón de antimadridistas...con todo merecimiento.

jueves, 17 de noviembre de 2016

El que corre, corre solo

El día era tormenta. Ni rastro de sol ni una esquirla de cielo azul. La noche había dado paso a una mañana encabritada donde la lluvia, el frío y el viento habían organizado una pirotecnia de cuchilladas y bofetones gélidos, desdibujando personas, edificios y cualquier contorno vivo o inerte. Expertos y profanos le habían aconsejado, recomendado e incluso advertido que "mejor dejarlo para otra ocasión" y aguardar un momento más idóneo al abrigo del confort, resistiendo las ganas de sentirse libre, de soltar el pesado lastre del estrés, de dejar atrás el anquilosamiento que lo acercaba a un autómata alejándolo de la condición humana. Pero él no hizo caso. Decidió que aquel día lleno de ruido y furia era el momento de comenzar a correr. Y así, embutido en confianza, puso a cero el reloj y se arrojó a la tormenta decidido a transformar el tiempo en un espacio a conquistar.

Al principio, sus zancadas eran alegres, impetuosas y corría de una forma tan liviana que parecía no ya ignorar sino insultar a la propia tormenta. Se comía el mundo en milésimas de segundo. Poco a poco, la realidad le devolvió el saludo: el aguacero iba calando en él a medida que el frío se enroscaba en su pecho, estrujándolo a cámara lenta, como un dios sádico y guasón, pero sus pasos supieron acomodarse y así tomó consciencia de los otros corredores: estaban los que parecían en permanente calentamiento, sin decidirse a correr ni a marcharse; los que iban por detrás suya sin haber ido nunca por delante, arrastrados por una dignidad cómica, voluntariosa y masoquista; los que iban por detrás tras haber estado por delante, cuya erosiva decadencia él metabolizaba en autoestima; los que corrían a su altura, que pareciendo iguales eran distintos y no tardaban en situarse a un lado u otro del desagüe ocular; los que habiendo empezado detrás corrían ya por delante de él, dejando su orgullo haciendo autoestop; los que sólo podía seguir con la vista; purasangres cuya exhibición los alejaba del mundo de los meros mortales; y los que hacía tiempo que llegaron a la meta, con quienes le unía un vínculo de ignorancia, especialmente balsámica para él.

Pasado un rato, la tormenta y el esfuerzo lo habían desdibujado hasta convertirlo en una patética parodia de sí mismo, una desvencijada marioneta de grand guignol sostenida por un exhausto pundonor que corría tras el espejismo de sus propias y sobrevaloradas expectativas, vagando como si fuera un muerto viviente con exceso de orgullo en sangre, resistiéndose a cualquier otra cosa que no fuera seguir moviéndose. Hasta que llegó el momento. El último número. El gran final: un traspié, un trabalenguas de piernas y vuelo rasante sobre el camino embarrado y mugriento. Quedó tendido en el suelo unos segundos, como si la dignidad se le hubiera enredado con alguna raíz. Sobre él, la carcajada del aguacero. 

Minutos más tarde, estaba de vuelta en su casa. Su ropa era un guiñapo enmarañado en el suelo, empapado de derrota, arrojado a los pies de la lavadora. Cerca, en la ducha, encerrado con pestillo, él se hallaba en algún lugar dentro de una gruesa nube de vapor, allí donde no se veían sus magulladuras ni su cara de cerrado por derribo. El agua tibia e intensa de la ducha caía sobre él sin más efecto que limpiar su piel y dilatar sus arterias, venas y sinapsis. Alrededor de su cabeza, orbitando como satélites despendolados, todo un batallón de pensamientos declinaba el verbo fracasar en primera persona del singular: ¿Había sido temerario o valiente? ¿En qué medida el batacazo daba sentido a todo lo ocurrido desde la primera zancada? ¿Habría sido mejor esperar o había valido la pena el intento? ¿Se habría caído alguien más? ¿Fue un fallo en la preparación, una mala elección, simple mala suerte o pura lógica? ¿Debía sentirte contento por haberlo intentado o hundido por el estrepitoso fracaso? y todo un etcétera de interrogantes listos para hundir la armada invencible de la seguridad. 

De pronto, su mente cogió el desvío hacia los pensamientos tangenciales y centró su atención en los otros corredores, los que fueron por detrás, por delante o a su par. Bajo el champú, empezó a desarrollar todo un atropellado corpus teórico sobre el arte de correr, intentando encontrar en ese análisis comparativo alguna conclusión que aliviara su ego. Y así, entre churretones de espuma, emergió una revelación: había muchos corredores, mejores o peores o parecidos pero todos distintos a él en definitiva porque él y sólo él era el único que estaba dentro de sus zapatillas. Nadie iba a correr ni por él ni contra él ni en él. Nadie, por mucha experiencia o empatía que tuviera, podía saber cómo se sentía él porque sólo él estaba en su piel. El que corre, corre solo, por muy acompañado o no que esté en la carrera, y únicamente tiene un rival: él mismo. Lo cual le llevó a otra verdad: la meta y el camino hasta ella dependen de cada persona. "Somos nuestros propios retos; nuestros pasos, nuestras metas". Por eso, no hay una carrera igual a otra, porque las hacen diferentes los propios corredores y ellos, a su vez, se distinguen entre sí por sus circunstancias, sus condiciones y su forma de ser, pensar y estar. 

Con ese pensamiento decantándose en su interior, se aclaró, cerró el grifo de la ducha y se secó. Abrió una rendija la ventana del baño para disolver la espectral condensación que había. Poco a poco, el vao permitió vislumbrar un amago de sonrisa en su rostro. Una sonrisa a la que le faltaban etiquetas, pero una sonrisa al fin y al cabo. Mañana volvería a correr porque ahora por fin tenía claro por qué y para qué. Y eso le alegraba. Y es que, en el fondo, todo aquello no iba de hacer ejercicio físico.

martes, 15 de noviembre de 2016

Luna de noche

Y llegó la noche. Por fin. Después de días de machaqueo informativo, tras un mantra de fechas, cifras, porcentajes y onanismos astronómicos, llegó la noche. Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, mientras calles y ventanas se salpicaban de voyeuristas ufanados en capturar con sus smartphones y cámaras lo que sólo podían mirar sin tocar. 
Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, con su piel de pecado virginal reluciente como un neón de niebla, rendida en un rumor de hada con el cuerpo enredado en el erótico galimatías de un trabalenguas de sábanas. Parecía un tesoro de sexo a medio desenterrar en un desierto de seda, con los pechos menguantes ocultando sus pezones en el colchón como la mirada de un niño tímido, dejando sólo a la vista el cuarto creciente de unas redondas nalgas que conocieron más de un Adán pero ningún árbol de la ciencia, con el sexo apenas adivinado como una sonrisa traviesa entre la tela descansando tras la aurora boreal de dos cuerpos terrenales con sabor a celestes que habían llenado de plenilunio una habitación oscura como el corazón de un confesionario. 
Y allí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, dejando que los sueños olieran a sudor, aliento y sexo, con la cara engullida por la nana del cansancio, con los ojos cerrados como dos trazos de carboncillo, con los labios carnosos apenas distinguibles como el mar y la noche por los que se escapaba un rumor de sabores anotados al pie de la crónica proscrita de la piel, con el cabello negro desparramándose como hiedra sobre aquel rostro rebosante de una inocencia inexistente en el que ya no quedaban retazos de ningún maquillaje. 
Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, en una habitación caliente perdida en mitad de una noche fría llena de ojos que miraban al cielo buscando una superluna. Él la contemplaba, entre la admiración y la condescendencia, sentado como un dios decadente y triunfal a los pies de la cama mientras apuraba el whisky que aún quedaba en el vaso, paladeando cada detalle, escaqueando aristas que dotaran de cualquier imperfección a lo vivido durante una hora y cien sensaciones. Intentaba inútilmente acordarse de su nombre, el real, pero sólo era capaz de descomponerla con el tacto, el olfato, la vista, el oído y el gusto. Únicamente podía recordar el nombre por el que la conocían esos otros barcos que como él sólo flotaban de noche: "Luna". Y ahí estaba ella, La Luna, con su belleza inalcanzable, esplendorosa, llena.

domingo, 13 de noviembre de 2016

El hombre que nos redescubrió las grietas

De Leonard Cohen no sabía mucho, lo suficiente para entender por qué tenía ese halo totémico de los artistas que marcan a generaciones. De Leonard Cohen no había escuchado mucho, lo suficiente para colocar Take this waltz y Hallelujah entre mis canciones favoritas. De Leonard Cohen no había leído mucho, lo suficiente para reconocer en él a un poeta de mucha mayor valía y profundidad que cierto premio Nobel (siempre formará parte de esa brillante nómina de goles que los hoy Premios Princesa Asturias han colado a la Academia sueca). De Leonard Cohen no conocía mucho, lo suficiente para descubrir nuestra compartida pasión por uno de los mayores genios de la literatura universal: Federico García Lorca. Por eso, he preferido que en estos días que median desde su muerte me adelanten en comentarios y reseñas quienes son más doctos que yo en la vida y obra de este insigne canadiense.

Pero, aun sabiendo poco de este singular y fenomenal cantautor y escritor, sé lo suficiente de Cohen como para lamentar sinceramente que el mundo haya perdido esa voz grave y áspera capaz de convertir cualquier inhóspito páramo en un lugar transitable, esa lucidez patrimonio de los que no sólo saben saber sino que además saben mirar y contar y esa facilidad para brillar sin estridencias donde el sosegado malditismo de cantante de club se aunaba con la exquisitez de quien paladea la cultura y la vida.
 

Por todo ello, me parece un digno tributo amortajar en silencio y melancolía su pérdida; se ha muerto una de esas infrecuentes personas que marcan momentos íntimos con la misma facilidad que legan canciones tan perennes que casi se transforman en himnos. Al fin y al cabo, ha fallecido el hombre que nos abrió los ojos para enseñarnos la belleza de las grietas, ésas por las que siempre se podía colar la agradable luz de este grandísimo artista. Descanse en paz, viva en nuestro recuerdo.

viernes, 11 de noviembre de 2016

American nightmare

Salió el 45 y Trump cantó bingo pues tenía completo el boleto según el cual el mundo acababa de irse a la mierda. Se cumplía así el reverso tenebroso del american dream: cualquiera puede llegar a lo más alto si se lo propone. Y cualquiera es cualquiera, aunque hablemos de un espantajo fondón, ignorante, xenófobo, misógino, zafio, clasista, racista, sexista, hortera, imprudente, grosero, charlatán, histriónico, megalómano, reaccionario y delirante. Cualquiera es, por desgracia, Donald CThrump.

Y así, mientras la esperanza se despeñaba hacia el abismo de la incredulidad y las ilusiones se desvanecían como espectros, el simpar millonario ha ascendido al Olimpo estadounidense sobre una alfombra de mandíbulas desencajadas y bajo una lluvia de ojos escopetados de sus órbitas como corchos de champán. Hay gente que dice que tampoco es para tanto, que no podrá empeorar a Nixon, Reagan o Bush Jr pero ya sólo el mero hecho de que se compare a Trump con esos tres despropósitos es para que corran sudores fríos. Y no, tampoco es un consuelo que Mike Pence, su lugarteniente y considerado por algunos el Presidente en la sombra, sea aún más siniestro e inquietante.

En mi opinión, el triunfo de este extravagante y funesto tipo se explica en cuatro motivos: el hartazgo de la sociedad estadounidense, la eficacia del populismo, la política como show y el desmoronamiento de Hillary Clinton. Habría un quinto, la suerte, que no merece mayor comentario, al contrario que los demás:
  • Burnt in the USA. El desencanto, la frustración, el despecho, la indignación, el desafecto o el hartazgo suelen ser grandes dinamos sociales que, partiendo de una base no racional e íntima, acaban por cambiar el rumbo de un país, ya sea pacíficamente o no. Ejemplos de ello tenemos muchos a lo largo de la historia y el orbe: Francia y la archiconocida revolución del XVIII, Alemania y el triunfo electoral de Hitler en el XX y EEUU y la elección de Donald Trump como presidente en el siglo XXI. La sociedad, esto es, la ciudadanía tiene absolutamente todo el derecho a quejarse, a hartarse, a romper la baraja, a reclamar e, incluso a dispararse en el pie. El último ejemplo, como decía, lo encontramos en lo que canónicamente se ha considerado la quintaesencia de "lo occidental" y el gran referente de la democracia y las libertades: EEUU, cuya sociedad ha demostrado estar muy "quemada", tanto que ha encumbrado a la presidencia a Trump. La contraprestación a ese derecho es asumir las consecuencias, que, por lo general, suelen ser nocivas. Situaciones así por lo general se dan cuando se produce una desconexión entre gobernantes y gobernados, entre el mundo de las palabras y el mundo de los hechos, entre las promesas y los resultados, entre los intereses de unos y los intereses de otros, entre la cabeza y el cuerpo que conduce con frecuencia a un colapso y posterior implosión. ¿Las posibles causas de esa fractura? Tan diversas como inquietantes: carencia de ética, falta de sensibilidad, ausencia de ejemplaridad, manifiesta ineptitud gestora, incapacidad para afrontar contratiempos...pero siempre unos mismos culpables: los que gobiernan, los de "arriba", el "establishment", la casta (como dicen los populistas españoles). Así cualquier forma de hacerles daño o vengarse de ellos es bienvenida, aunque luego sea contraproducente para los intereses de los propios ciudadanos agraviados pero eso queda fuera del rencor cortoplacista de los indignados: primero me vengo y luego ya veremos.
  • Populismo: cuando el fin justifica todos los medios. Por eso, es ruptura ente el cerebro y todo lo demás es aprovechada con una siniestra eficacia por los populismos, que deliberadamente, a lomos de una demagogia desacomplejada y una retórica incandescente consiguen que el electorado se divida entre los partidarios de las razones y los de las pasiones, convirtiendo a quienes piensan con el cerebro (la némesis de cualquier populista) en enemigos de quienes piensan con las entrañas (el público objetivo del populismo) y viceversa, generando de esta manera una crispación que pasa de lo artificial a lo natural con veloz facilidad y que completa  un sistema cerrado de indignación que sólo consiguen capitalizar electoralmente los mismos que lo alientan: los populistas. En ese sentido, conviene recordar que los populismos no se encasillan en una determinada ideología política puesto que no un ideario sino una metodología que permite a los populistas alcanzar su principal premisa y concepto basal: la conquista del poder, en torno a la cual articulan una ética arribista y una retórica profundamente emocional que busca no tanto convencer como movilizar. El populismo por tanto no es un corpus doctrinal sino una forma de ser y estar en el juego político heterodoxa pero sumamente eficaz cuando la sociedad se ha hartado de "lo canónico". Por eso tan populista es Donald Trump como Pablo Iglesias, siendo tan antagónicos como evidentemente son.  
  • El show de Trump. Por si alguien no se ha dado cuenta a estas alturas, la política, en su praxis, es puro y simple espectáculo. Por tanto, que nadie espere ya discusiones como las de los filósofos griegos, discursos demoledores al estilo Cicerón o vehementes digresiones como las de los Ilustrados. Más que nada porque de aferrarse a esa expectativa, se correrá el riesgo de convertir la melancolía en una fenomenal hemorroide. Así que hay que ser plenamente conscientes de que la política es un show (y además televisado) en el que lo que importa qué digas/pienses sino qué hagas y cómo: que hablen de ti aunque sea mal, que diría Wilde. En ese sentido, Trump partía con demasiada ventaja respecto a ese gélido monumento a la insipidez que es Hillary Clinton. Las cosas como son: Donald Trump es un verdadero showman; antes de su carrera presidencial ya formaba parte de la cultura-trash televisiva (el "famoseo" que diríamos aquí) de EEUU merced a sus intervenciones públicas y su participación en realities, pero es que Trump se ha revelado durante la campaña como un auténtico géiser de titulares, polémicas y memes, presentándose ante todo el orbe no como un candidato canónico sino como un personaje que parece extraído de un capítulo de Los Simpson, South park o American Dad. ¡Por Dios! ¡Si hasta se subió en 2007 a un ring de la WWE! Hillary Clinton tenía poco que hacer contra semejante depredador mediático. Su única oportunidad pasaba por alejar la campaña de la lucha en el barro y fracasó. 
  • El hundimiento del U.S.S. Hillary. Se presentó como una
    apuesta sólida, imponente como un portaaviones de la Marina yanqui, pero si ya en las primarias demócratas contra Bernie Sanders empezaron a vérsele las costuras, en la campaña han quedado en evidencia todas sus carencias. Decir que ha pagado el pato de Obama sería absolutamente erróneo (máxime teniendo en cuenta los índices de popularidad del presidente 44). Achacar su derrota a la regla no escrita de que los estadounidenses alternan presidentes opuestos entre sí resultaría muy reduccionista. No, el problema fundamental ha sido que Hillary Clinton puede que sea una buena burócrata pero es una nefasta líder: sin carisma ni empatía, no ha sabido ni revalidar la lealtad de estados fieles a Obama ni conectar con unos sectores del electorado demócrata que deberían haber acudido en tropel a su llamada como son las mujeres, los jóvenes, los hispanos y los afroamericanos. Quizás fuera exceso de confianza, quizás fuera un error de cálculo, quizás fuera una mala preparación de la campaña contra Trump pero su fracaso tiene pocos paliativos y bastantes explicaciones y todas ellas muy poco indulgentes con una candidata que quizás debió haber tenido más humildad y prudencia antes de lanzarse a una campaña que ha resultado ser su Pearl Harbor.
De todos modos, más interesante que analizar las causas de la victoria de Trump es analizar su significado, puesto que no estamos tanto ante un análisis como una autopsia. Y es que el triunfo de este mamerto significa que...
  • EEUU, la nación idealista e idealizada por antonomasia, ha revelado su auténtico rostro al mundo como si del retrato de Dorian Gray se tratara y todo el país de las barras y estrellas ha podido contemplar que este país está más cerca de ser una decrépita vieja gloria adicta a la cirugía plástica y con demencia senil que de ser el Ángel de Victoria's Secret que se creyó e hizo creer al resto del globo durante décadas.
  • La degeneración de Occidente sigue a buen ritmo: Ya no es que se haya acabado la Historia, como postulaba Fukuyama, sino que va hacia atrás con un brío degenerativo bastante inquietante porque esta patente involución resucita problemas antiguos sin solucionar los nuevos, lo cual causa la sensación de estar pisando un sueño resbaladizo y quebradizo. En eso sentido, decir que estamos retrocediendo dos décadas sería quedarse corto.
  • Las grandes amenazas para las sociedades de nuestro tiempo no vienen de fuera: cada sociedad genera sus propios monstruos puesto que de la descomposición de aquélla surgen éstos y viceversa.
  • El pensamiento, la acción introspectiva intelectual, está naufragando en su triple condición de recurso, refugio y solución ante los problemas de los individuos y las sociedades.
  • Se constata la siniestra deriva del mundo en tanto que comunidad global a la que se le acumulan los peligros y contratiempos en la bandeja de entrada. ¿Está la Humanidad embarcada en una huida hacia delante? Tiene toda la pinta. 
En definitiva: bienvenidos al "neonihilismo". Bienvenidos al mundo donde la american nightmare es real.

lunes, 7 de noviembre de 2016

De Pepsi a...¿Cthulhu?

La era Obama llega a su fin, después de dos legislaturas como presidente estadounidense oficial y, a la sazón, jefazo mundial oficioso. Un mandato en el que el primer negro de La Casa Blanca se ha limitado a cumplir el expediente pero que ha resultado absolutamente balsámico en comparación con la descerebrada, irresponsable y contraproducente etapa de Bush Jr. 

Obama deja así tras ocho años un legado tan impecable en las formas como insustancial en el fondo pero en olor de multitudes gracias a su estupenda oratoria, innegable carisma y destreza para el marketing político que es, hoy por hoy, en lo que consiste la política: saber vender un producto (que no una idea y menos aún un programa) a los clientes para que en lugar de pasar por caja pasen por urna. Y precisamente son estas mismas virtudes las culpables de que ahora quede un poso de decepción, de "sí pero no", como cuando pides una Cocacola y te dan una Pepsi: eficacia sin deleite. Éramos muchos los que estábamos muy ilusionados con el ascenso de Obama a la presidencia yanqui a lomos de una sensacional campaña publicitaria; los mismos (imagino) que ahora nos debatimos entre la frustración y la gratitud hacia un tipo majete como persona e insípido como político. Dicho de otro modo: Barack puso el listón de demasiado alto para Obama. Dentro de su país se ha ceñido a salvar los muebles, entre otras cosas por la cerril oposición del Partido Republicano, que ha demostrado estar más pendiente de su propia degeneración que de ayudar a progresar a la nación. Fuera de su país, los EEUU de Obama no es que hayan hecho dejación de funciones pero casi; sólo así se explica la tibieza ante el matonismo de Rusia, la demencia de Corea del Sur y las masacres del ISIS, las tres grandes amenazas para la convivencia y serenidad mundial. Y digo bien, dejación de funciones, puesto que por tradición, potencial y capacidad coerctiva EEUU puede y debe ser el gran árbitro de la convivencia mundial, especialmente si tenemos en cuenta que organizaciones supranacionales como la ONU, la OTAN o la UE andan pasando la mayor parte del tiempo en postureos, eufemismos y ridículos varios. En ese sentido, EEUU con Obama ha actuado internacionalmente como un profesor  excesivamente buenista y paciente cuya única muestra de autoridad ha sido dar el merecido matarile a Bin Laden. Y eso, en los tiempos que corre es dar demasiadas facilidades a cabrones vocacionales, ya se apelliden Putin, Kim o Al-Bagdadi. Claro que es preferible esa actitud de monje tibetano a comportarse como un chimpancé con ametralladoras (ver Bush Jr).

De todos modos, más allá de la valoración que merezca el balance de la Administración Obama, lo único seguro es que se le echará de menos dado que el próximo presidente estadounidense saldrá de una dupla de candidatos que ha llevado al electorado de las barras y estrelllas a tener ante sí un dilema de manual: elegir entre un mal candidato (Clinton) y otro horrible (Trump). Hillary Clinton es mala candidata no sólo porque SIRI tiene más empatía que ella sino porque acredita más defectos que virtudes (que se reducen a ser mujer, ser esposa de y no ser Trump). Si gana Hillary será porque la alternativa es mucho peor aún pero que
ahora mismo haya dudas en torno a la victoria demócrata da idea de la castaña de candidata que es Clinton. Por otra parte, está Trump, de quien ya hablé en otro artículo y que, por sintetizar, diré que es como Cthulhu (y coincido así con el maestro Stephen King): un horror indescriptible cuyo ascenso supone por definición una amenaza para la Humanidad, por mucho que tenga unos millares de acólitos que mojen la entrepierna al contemplar su efigie. Si gana Trump será un nuevo hito a añadir a "Momentos en que la democracia se disparó en el pie" junto a Hitler, Andreotti, Chávez y otros grandes disparates electorales, pero ya sólo el hecho de que semejante aberración tenga posibilidades es motivo más que sobrado para que EEUU pase por el diván. La madrugada del martes saldremos de dudas en España pero, ocurra lo que ocurra, nadie en EEUU debería lanzar cohetes ni descorchar champán.

Ya lo dice el refrán castellano: "Otros vendrán que bueno te harán". Y a Obama, a partir del miércoles, me parece que alguien lo va a hacer buenísimo.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Contra la esperanza, paciencia

La esperanza no es algo bueno. Y no lo es de base, esto es, desde su origen, puesto que cuenta el mito que de todos los males que tenía el pack Pandora de "Grandes calamidades para putear a la Humanidad", la esperanza fue el último de ellos. El problema es que, en algún momento y lugar, hubo un anormal que se sintió Paulo Coelho y, reinterpretando el mito de la caja de Pandora (por qué lo llaman caja cuando quieren decir tinaja) como le salió de la axila, acuñó ese gran éxito del cuñadismo universal que es "La esperanza es lo último que se pierde". 

No, la esperanza no es algo positivo. Es una especie de autosugestión que alimenta una expectativa sin ninguna base sólida que se sustenta en un frágil argumento de probabilidades que, a la postre, acaba por resultar contraproducente en no pocas ocasiones. Es un placebo consistente en otorgar carta de naturaleza a un espejismo. Es jugar a la ruleta rusa con las ilusiones personales alentado por unas inverosímiles conjeturas estadísticas en el mejor de los casos. Es comprar muchas papeletas para que te toque un bofetón de realidad. Si eso es algo positivo pues...tenemos concepciones diferentes de "lo bueno". En ese sentido, la esperanza y la fe serían muy similares si no fuera porque aquélla es incluso es peor que la fe (término que erróneamente se suele utilizar como sinónimo de aquél) puesto que cuando ésta falla siempre te queda el recurso de pedir cuentas a Dios, pasarte al agnosticismo o ingresar en ateos anónimos mientras que cuando falla la esperanza el reproche cae única y exclusivamente contra uno mismo ("Mecagüen mi puta vida", "Esto me pasa por gilipollas" y otros grandes éxitos de la autolaceración). Por eso, la esperanza forma parte de ese mito griego arriba citado que vendría a ser el equivalente helénico al hebreo del pecado original (Eva conoce serpiente con labia, come fruto prohibido y a la Humanidad se le acaba el chollo) porque, insisto, no es algo bueno. Así que, a la próxima persona que les diga aquello de no hay que perder la esperanza o que cuando uno desea realmente algo el universo conspira a tu favor o soplapolleces similares, háganle y háganse un favor y cálcenle una hostia...si no quieren que la hostia se la acabe dando la realidad. Porque, yo me pregunto, cuántas personas han fiado inútilmente a la esperanza la consecución de un trabajo o la curación de una enfermedad o la solución de un problema grave o la conquista de un ser querido; ignoro la cifra exacta pero me imagino que unos cuantos millones (por no exagerar). Y es que, se mire por donde se mire, la esperanza es muy frecuentemente un arma de desilusión masiva porque induce a dejarse la vida/dignidad/estima hecha jirones por perseguir una promesa que nadie te ha hecho.

En cambio, en lugar del timo tóxico de la esperanza, mejor sería hacer caso al gran escritor León Tolstoi cuando dijo, en su monumental Guerra y paz, que "los dos guerreros más poderosos son la paciencia y el tiempo", un consejo que no asegura nada pero no vende humo. Teniendo paciencia, tienes posibilidades de asistir a tu propio triunfo. Teniendo esperanza, tienes las mismas posibilidades de triunfar que de tener una cita con Charlize Theron y que a la mañana siguiente te caiga un meteorito en la nuca. ¿Por qué es preferible la paciencia a la esperanza? Porque mientras ésta pone el foco en la suerte, aquélla lo pone en el esfuerzo, en la resiliencia activa y, en la vida real, todo el mundo sabe ya que puede haber trabajo sin suerte (algo bastante común) pero es más seguro todavía que no hay suerte sin trabajo. Dicho de otra manera: hay que hacer todo lo posible para que la suerte te pille esforzándote. Claro que para tener paciencia se requiere poseer una fortaleza psíquica nivel "Esto es Esparta" y eso, especialmente en un mundo tan frenético, desquiciado y desquiciante como el actual, es francamente complicado porque la sociedad actual obliga a las personas a hacer malabares con expectativas endógenas, urgencias exógenas y expectativas sociales. Eso sí, cuando se consigue adiestrar la paciencia y tenerla lista para cualquier Termópilas no es que compres más papeletas para triunfar pero sí que tienes muchas menos para fracasar, que en el fondo es lo que cuenta, en la medida en que la clave no está tanto en ganar como en no sucumbir: lo que importa es seguir en pie. Así que, un consejo, manden la esperanza a tomar viento y ármense de paciencia porque el mundo real no es una película de Disney sino un sitio más próximo al infernal lugar imaginado por Dante en cuya entrada había una sabia advertencia: "Abandonad toda esperanza los que aquí entráis".  

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Película rusa con final feliz

Anoche, la persona que montó la película del partido de Champions en el Vicente Calderón se pasó con los carajillos para combatir el fresco. Así, el público vio desde sus asientos "El acorazado Potemkin" aderezado con secuencias de "Óliver y Benji" pero, todo hay que decirlo, con más acorazado que tiro del halcón.

Y es que sobre el césped, el Rostov demostró, como ya hizo en la ida, por qué es famoso en el mundo entero el sentido del humor ruso o, dicho de otra manera, con ellos bromas las justas. El equipo de Rostov del Don planteó un encuentro a cara de Putin tan animado y vistoso como una película soviética de arte y ensayo pero sin subtítulos, lo cual provocó que ni los jugadores ni los aficionados rojiblancos tuvieran claro qué iba a pasar. 

Con el transcurso de los minutos, la tentación de relamerse recordando el partidazo ante el Bayern fue en aumento a medida que el partido se sumergía en ese estado de "ni sí ni no ni buenas noches". Un estado propiciado por la espartana actitud del Rostov, la bajamar de algunos jugadores y las grietas en la proverbial solidez defensiva del Atlético, que encajó un gol inverosímil siendo un equipo acostumbrado a defenderse como Rambo panza arriba. El problema es que también empezó a cundir la sensación de "verás tú...", ese nosequé tan colchonero que suele preceder a cualquier empate o derrota y que en la era Simeone es tan habitual como Leticia Sabater recogiendo un Grammy.

Por suerte para el Atlético y desgracia para el Rostov, anoche Griezmann demostró por qué es hoy por hoy el jugador franquicia del equipo. No sólo es un jugadorazo que se desvive en cada partido a la hora de ayudar a sus compañeros a defender o elaborar jugadas sino que, además, es un fuera de serie con una incidencia en su equipo tan decisiva como la de Messi y un instinto depredador como el de Cristiano Ronaldo pero con una humildad directamente proporcional al narcisismo del metrosexual blanco. Que no marque en cada partido no significa que no esté porque su presencia se nota y mucho. Pero es que anoche, D'Artagnan marcó. Dos veces (un golazo y un gol). Las suficientes para añadir belleza y alegría a un partido tosco e incómodo. Las suficientes para recordar que, tenga o no un balón de oro, cualquier pelota que toca muy probablemente acabe valiendo su peso en ídem. Las suficientes para colocar al Atlético de Madrid matemáticamente en octavos de final de esa competición en la que, entre tanto trasatlántico pretencioso, el Atleti se mueve con el desparpajo y la ética contestataria de la Perla Negra. Las suficientes para poner un final feliz a una noche fría.