martes, 26 de agosto de 2014

Un cubo para...¿ayudar?

Ha sido la moda del verano: someterse voluntariamente y ante una cámara a ser empapado por el agua helada contenida en un cubo (o similar) y todo ello, supuestamente, como muestra de solidaridad ante la atroz enfermedad de la ELA. Una moda que se ha convertido en un auténtico fenómeno viral online encabezado por famosos de toda índole y nacionalidad y que debe buena parte de su extraordinaria difusión al hecho de que la persona empapada nomina/propone a su vez a otras para que pasen por el mismo reto. Hasta ahí la descripción de esta ordalía retransmitida urbi et orbe.

Vamos ahora con la realidad: esta avalancha de "solidaridad 2.0" no ha ido acompañada en muchos casos de la más que necesaria solidaridad económica; ridículo del que España no se salva (oh, sorpresa). Es decir: mucho paripé, mucha gracieta y a la hora de la verdad, poco o nada. Con lo cual, la iniciativa del "ice bucket challenge" en el fondo está sirviendo básicamente para tres cosas: una, para dar notoriedad al fulano o a la
mengana de turno. Dos, para demostrar que la hipocresía del humano sigue gozando de excelente salud. Y tres, para derrochar agua. Lo que es constatable es que no está sirviendo para ayudar de verdad a atajar esa terrible enfermedad. Porque, por mucha voluntad que se ponga, las enfermedades, como la mayoría de problemas en este mundo, no se solucionan con buenas intenciones ni con brindis al sol. Lo que se necesita para tratar de poner coto o remedio al ELA es potenciar la investigación y eso no se consigue con agua helada ni con vídeos en youtube sino con dinero.

En resumen, que hacer el show del cubo helado y luego no traducir ese "apoyo" en donaciones es quedar simple y llanamente como un perfecto imbécil. ¿Por qué exponerse a quedar retratado tan negativamente? Porque en esta sociedad actual hay gente que pierde el sentido común ante la tentación exhibicionista que facilitan las redes sociales, tentación alimentada por otra parte por ese voyeurismo anónimo que permite el mundo online. Dicho de otra manera: a algunos (muchos, demasiados) no les importa quedar como unos capullos hipócritas con tal de que su foto o vídeo compute un total de visitas de varios dígitos. Un egocentrismo tan salvaje y bochornoso que, al menos a mí, me deja más helado que un cubo lleno de agua fresca.

Por eso es muy gratificante encontrar exhibiciones de sentido común como la que demuestra el actor Patrick Stewart en este vídeo. Es lo que tiene usar el cerebro: te evita quedar como un soplapollas.

domingo, 24 de agosto de 2014

Los Sherlock antes de Holmes

Todo el mundo sabe quién es Sherlock Holmes. Casi todo el mundo ha leído alguna de las novelas por él protagonizadas. Muchos habrán visto alguna película o serie de televisión que adapte las aventuras del inquilino del 221B de Baker Street. Bastantes sabrán que el creador de este personaje fue el médico escocés Arthur Conan Doyle. Algunos incluso creerán (como quienes aún hoy le escriben cartas o como más de la mitad de los adolescentes británicos) que se trata de una persona real. Pero muy pocos sabrán identificar los antecesores tanto reales como de ficción del detective más famoso de todos los tiempos.

En cuanto a los precedentes en el mundo de la ficción, el nombre está claro: Auguste Dupin, el detective creado por Edgar Allan Poe y que debutó en "Los crímenes de la calle Morgue" (1814, esto es, 73 años antes de "Estudio en escarlata", la obra en la que apareció por primera vez Sherlock Holmes).

Respecto a los hombres reales, el rastro de los Sherlock de carne y hueso no hay que buscarlo en Londres sino en Edimburgo, Manchester y París. En la primera de esas ciudades, vivieron en el XIX los doctores Joseph Bell (una auténtica eminencia de la medicina, pionero de las ciencias forenses, colaborador de la policía, profesor de Doyle e inspiración confesa de éste a la hora de crear a Holmes) y Henry Littlejohn (cuya influencia también fue reconocida por el autor de "El sabueso de los Baskerville"). 
Sin cambiar de siglo pero sí de ciudad, en Manchester encontramos a Jerome Caminada, un policía que años antes de que Arthur Conan Doyle publicara la primera aventura de Holmes había alcanzado gran fama por combatir eficazmente el crimen y resolver casos utilizando las mismas técnicas y recursos (disfraces, informadores, etc) que Sherlock mostró en la ficción y que también cayó rendido ante su particular Irene Adler
Por último, más alejado en el tiempo y el espacio, hallamos a Eugène-François Vidocq, maestro del disfraz, uno de los primeros investigadores privados, pionero de la criminología e inspiración de Poe para escribir a su detective Dupin.

Así las cosas, no deja de ser curioso cómo la realidad supera la ficción y cómo las influencias ajenas (conscientes o no) juegan un papel decisivo en la creación artística. Porque, sin los Dupin, Bell, Littlejohn, Caminada y Vidocq quizás Sherlock Holmes no hubiera sido como lo conocemos o, simple y llanamante, no habría ni sido. Elemental.   

miércoles, 20 de agosto de 2014

La solución Ozymandias

De un tiempo a esta parte, diseminadas entre las noticias que se llevan los grandes titulares, vienen apareciendo informaciones que, las cosas como son, acojonan y bastante (al menos a mí). Noticias que no tienen que ver con guerras, pandemias, salvajadas en nombre del Islam, masacres en nombre Sión, violencia racista, asesinatos varios, abusos de toda índole, etc. Son noticias que, miradas en perspectiva, son aún peores que las que acabo de citar porque supondrán, como mínimo y en el mejor de los casos, la pérdida de millones de vidas. ¿Qué noticias son estas tan funestas y macabras? El agotamiento implosivo del planeta, la sexta extinción masiva, el deshielo irreversible de la Antártida (del que obviamente no se salvará España), la desaparición de las abejas, la tormenta solar que vendrá...Noticias que no son precisamente sensacionalistas, sino que tienen el crudo dramatismo de la frialdad científica. Noticias que por sí solas no serían alarmantes...si viviéramos en un mundo en el que globalmente se actuara de forma responsable, coordinada y previsora. Pero no vivimos en un mundo así. De hecho, buena parte de los problemas actuales y, especialmente venideros, viene porque se ha extendido desde las cúpulas
dirigentes hasta los ciudadanos rasos una conciencia cortoplacista y egocéntrica totalmente despreocupada por el porvenir de quienes ¿heredarán? la Tierra. Si los gobiernos mundiales son incapaces (por negligencia o voluntad) de cauterizar no sólo las guerras, las pandemias y las crisis humanitarias que son el titular nuestro de cada día sino de solventar los problemas internos en sus respectivos países ¿cómo van a poder remediar crisis de nivel planetario?

Así las cosas, con la Humanidad pisando el acelerador hacia la distopía, no puedo dejar de tener una creciente e incesante intranquilidad, como quien ve retraerse al mar momentos antes de
un tsunami. Pero, lo que más miedo me da todo esto es que, cada día que pasa, tengo más claro que la única solución posible pasa por una, si no idéntica, sí muy similar a la planteada por Ozymandias en esa obra maestra llamada Watchmen. ¿Por qué? Porque quizás haga falta una tragedia descomunal para que la Humanidad por fin abra los ojos y evite una tragedia aún mayor. Tiempo al tiempo.

lunes, 18 de agosto de 2014

De perros e hijos de perra

A veces, de un cúmulo de casualidades nace una causa, un motivo, una razón para hacer algo. Como, por ejemplo, escribir un artículo. Estos últimos días se ha celebrado el día internacional de los animales sin hogar. También en estos días he conocido la historias de Birillo (un perro sin pedigrí ni raza definida que murió en Italia al intentar salvar a un niño que se ahogaba), George (un can que transformó a un pobre diablo inglés en un artista emergente) y la de otra mascota perruna que, esta vez en Siberia, ayudó a una niña de tres años a sobrevivir once días en un bosque. E, igualmente, para rematar el capítulo de casualidades, en redes sociales he visto estos pasados días algunas fotografías (las que ilustran este artículo) protagonizadas por perros para las que no hacen falta palabras y que, al mismo tiempo, te dejan sin ellas.

Con todo esto en la cabeza y un nudo en esa garganta que llamamos corazón, he llegado a la siguiente conclusión: la mejor muestra de que el ser humano está más cerca que nunca del hijoputismo y la inutilidad ética y afectiva es el creciente asombro que provocan esos animales de cuatro patas llamados perros. Animales que algunos cretinos tratan con la desconsideración de quien se cree el "rey del mambo" en lo que a seres vivos se refiere. Animales que algunos insconscientes consideran poco menos que juguetes aptos para ser tirados en la calle o en la carretera. Animales que algunos cafres no dudan en ahorcar o fusilar cuando ya no los consideran aptos para la caza. Animales que algunos
mierdas utilizan para descargar sobre ellos o a través de ellos sus complejos y su cobardía. La insensibilidad, como la falta de inteligencia, siempre es un rasgo distintivo de todo hijo de puta. Porque también esos mismos animales son capaces de cambiar (para bien) la vida de quien tienen cerca; de enseñar el significado de palabras y valores que la mayoría de seres humanos se pasa sistemáticamente por el forro; de llenarte de emociones, sentimientos y recuerdos como pocas personas lo harán en toda tu vida. Y todo ello a cambio sólo de atención, alimentos y respeto. Y a veces, hasta ni eso. Es la magia de los perros. Una magia difícil de entender o explicar a quien no ha tenido la suerte de tener uno en su vida. Suerte que, en mi caso, se llamó Sancho.

Pero, dejando aparte el apartado más emocional, creo sinceramente que la sociedad sería mucho mejor o, al menos, iría mucho mejor si quienes la integran y, especialmente, quienes la lideran tuvieran la empatía, la lealtad y la generosidad de esos animales de cuatro patas. ¿Por qué? Porque hemos creado y/o consentido un mundo en el que hacen falta más perros pero donde sobran muchos, desmasiados hij@s de perra.   

miércoles, 13 de agosto de 2014

De creatividad y muerte

¿Abre el ingenio las puertas del infierno? La muerte de Robin Williams ha vuelto a sacar a la luz una inquietante conexión entre el mundo de las artes y el suicidio, como si el ingenio, la sensibilidad artística y la autodestrucción (en sentido literal) fueran algo si no consustancial sí más frecuente de lo que podría parecer dado que tenemos numerosos ejemplos de suicidas procedentes del mundo artístico-cultural, ya sea en el campo de la literatura (Mariano José de Larra, Emilio Salgari, Ángel Ganivet, Virgina Woolf, Stefan Zweig, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Sylvia Plath, Yukio Mishima, Alejandra Pizarnik, Primo Levi, Sándor Márai, Reinaldo Arenas, Hunter S.Thompson, David Foster Wallace...), la música (Jimi Hendrix, Janis Joplin, Kurt Cobain, Antonio Flores, Michael Hutchence...),  el cine (James Whale, George Sanders, Romy Schneider, R.W.Fassbinder, Heath Ledger, Tony Scott, Philip Seymour Hoffman, Robin Williams...), la pintura (Vincent Van Gogh, Mark Rothko...), la fotografía (Diane Arbus, Kevin Carter...) y un triste y largo etcétera.

Para hablar sobre este tema desde un punto de vista más científico, doctores tiene la Iglesia y artículos tiene Internet (como por ejemplo éste o éste). Así pues, simplemente diré mi opinión personal. Yo creo que es innegable que la sensibilidad artística, ésa que permite crear, pensar y sentir más distinta e intensamente que el común de los mortales, tiene como efecto secundario (o daño colateral) una mayor probabilidad de transitar
los terrenos de la ansiedad, el desánimo, la melancolía y la depresión, antesala todos ellos de lugares mucho más siniestros como la locura, la drogadicción o el suicidio. ¿A qué se puede deber eso?
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas están tan acostumbradas a reconfigurar (profesionalmente) la realidad o a ser los dioses de sus propias ficciones y vidas que creen que la existencia entera o la propia condición humana son maleables o configurables igual que lo es un lienzo, una hoja o una partitura en blanco; error que les lleva al cabreo, la confusión, la frustración o a la negación y el rechazo de la realidad hasta tal punto que se deciden por evadirse de ella radicalmente (mediante el alcohol, las drogas o las adicciones farmacológicas) o irremediablemente (suicidio). 
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas al tener una mirada mucho más amplia y profunda no pueden evitar descubrir y mirar el vacío que completa y complementa a la existencia ni ignorar el reverso tenebroso del mundo en que vivimos y de quienes lo habitan. Y ya lo dijo Nietzsche: cuando miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada. Y eso cambia a cualquiera y destruye a muchos.
  • Quizás sea porque el propio ejercicio de creación en que se basa cualquier disciplina artística o profesión creativa depende tanto de la existencia de una nada a partir de la cual crear, de un vacío a que rellenar, que los artistas se vuelven adictos a encontrar vacíos y, en algunos casos, acaban por encontrar uno que no son capaces de rellenar, un
    agujero negro que devora su atención, sus pensamientos, su fortaleza, su cordura y, por último, su propia vida.
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas están tan acostumbrados a trabajar en y desde la soledad y la introspección que, en algunos casos, acaban por vivir como seres ajenos y enajenados y sintiéndose no sólo distintos sino absolutamente distantes, inalcanzables e incomprensibles para cualquier otra persona, negando así cualquier posible estímulo, aliciente o solución externa.
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas, tienen una consciencia sensorial y mental tan colosal que todo les afecta (para bien y para mal) mucho más intensa y decisivamente que al resto de personas: viven más, disfrutan más, sufren más. Y cuando ese sufrimiento supera (para quien sufre)cualquier solución posible...
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas son puro inconformismo y, en algunos casos, ese inconformismo es tan exagerado que nada les inspira suficientemente, nada les vale, nada les motiva satisfactoriamente, nada les llena totalmente, nada les da un sentido que ellos entiendan como aceptable. Y, en ausencia de sentido: el sinsentido y la nada.
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas
    creativas tienen tanta hambre de vida (de sentimientos y de sensaciones) que, en algunos casos, ni la propia vida acaba por ser suficiente para ellos.
  • Quizás sea porque los artistas, los creadores, las personas creativas son tan patológicamente adictos al perfeccionismo que son, en algunos casos, patológicamente alérgicos a la imperfección que suponen los contratiempos y las amarguras consustanciales a la existencia de cualquier ser humano. Alergia que, a veces, acaba por provocarles el más trágico de los shocks anafilácticos...
Sea cual sea el motivo o la casuística, lo cierto es que esa propensión a entrar en barrena que tienen ciertas personas (artistas o  no) se debe a un problema de base y cuya solución pasa por comprender y/o aceptar lo siguiente:
- La vida está llena de cosas que no podemos ni entender ni prever ni controlar. Es decir: vivir significa muy a menudo simplemente saber reaccionar.
- Somos seres imperfectos en un mundo imperfecto. 
- Los fracasos, las carencias y los problemas son tan consustanciales a nuestra existencia como los éxitos, los momentos de plenitud y las soluciones.
- La vida se define y realza por la muerte de igual manera que la oscuridad resalta la luz.
- Nada dura para siempre: ni lo bueno...ni lo malo.
- Vivir consiste en dejarse sorprender.
- El suicidio es la mayor y más trágica muestra del egoísmo humano y la más estúpida de todas las ideas

Así pues, ante el suicidio, especialmente de gente brillante y con talento, yo sólo puedo sentir pena...pena porque haya gente prodigiosa incapaz de saber vivir.

martes, 12 de agosto de 2014

Hasta siempre, Robin Williams

Hay mañanas en las que te despiertas en un desierto de viento y nada. Hay mañanas en las que tus ojos se tornan remolinos de aullido y grito. Hay mañanas en las que el mundo ha perdido los colores y todo se vuelve luto y sombra. Hay mañanas en las que todo se detiene justo antes de descarrilar. Hay mañanas en las que te levantas sin palabras en la boca ni expresión en el rostro. Hay mañanas en las que amaneces con algo que te hiela la sangre. Pocas, pero las hay. Hoy es una de esas mañanas.

La muerte de Robin Williams no sólo supone la pérdida de uno de
los actores más carismáticos, versátiles y talentosos sino también la desaparición de, al menos para mí, un auténtico icono. Icono, sí. Y lo fue y lo será siempre por tres motivos: por el innegable ingenio que le permitía ser camaleónico; por su extraordinaria habilidad tanto para alegrar como para conmover y por su propensión a formar parte esencial de películas que se quedan clavadas en el corazón y la memoria: El mundo según Garp; Good morning, Vietnam; El club de los poetas muertos; Despertares; El Rey pescador; Toys; Señora Doubtfire; Jumanji; Una jaula de grillos; Jack; Hamlet; El indomable Will Hunting, Patch Adams; Insomnio...

Ahora mismo debería recurrir a la "templanza" que da saber que todos vamos a morir algún día y no dejarme llevar por la pena ni por la rabia. Pero cuando se trata de Robin Williams si antes no
me importaba dejarme llevar gracias a él por las emociones y los sentimientos, hoy no haré una excepción. Y sí, todos morimos. Pero hay personas que se merecen la muerte más que otras. Y, francamente, alguien que dedicó buena parte de su vida a alegrar y/o inspirar la vida de millones de desconocidos en todo el mundo no es que se merezca precisamente morir. La muerte nunca es injusta pero hay ocasiones en las que puede ser una perfecta hija de la gran puta.

Sea o no un suicidio, la muerte de Robin Williams es un billete de ida a la desolación. O yo así lo pienso y siento. Y, además, llueve sobre mojado: en febrero también murió uno de los actores que yo más admiraba y apreciaba: Philip Seymour Hoffman. Hoy como entonces, el mundo tiene mucho talento menos. Es lo que pasacuando desaparece un genio: hay un motivo menos para sonreír y un motivo más para recordar.

No tengo ni la mente ni el ánimo necesarios para escribir, así que ya acabo. Eso sí: me queda el consuelo de poder seguir disfrutando con sus magníficas películas y sus imborrables personajes. Así que, por todo ello, gracias, Robin Williams. Gracias, Garp, Adrian Cronauer, Malcolm Sayer, Parry, Peter Banning, Leslie Zevo, Daniel Hillard, Alan Parrish, Armand Goldman, Jack Powell, Sean Maguire, Walter Finch. Gracias, profesor Keating. Hasta siempre, capitán.

viernes, 1 de agosto de 2014

Estamos bien jodidos

Hay recuerdos y lugares que es mejor dejarlos varados en la infancia. Hay recuerdos y lugares que sólo conservan su magia y esencia en la mirada ingenua, grandilocuente y complaciente de un niño. El Zoo es uno de esos recuerdos. El Zoo es uno de esos lugares.

Conforme avanzaba hacia la entrada del recinto, la algarabía y el hormigueo multicolor de los visitantes insuflaban la pretensión de revivir un sueño, de colorear una foto en blanco y negro, de retroceder en el tiempo para reencontrarse con el asombro perdido, de darse de bruces con el cachorro que una vez fue. La magdalena de Proust convertida en un parque zoológico. Enredado en expectativas y nostalgias, los pasos me llevaron mecánicamente hasta la cola de la taquilla. Arriba, el sol de julio encendía los colores y abrillantaba las frentes. 

Con la entrada ya en la mano y la ligera sospecha de que el Zoo había cambiado el romanticismo por el capitalismo, comencé a deambular, rodeado de familias arrastradas por niños que llameaban sorpresa y gritaban como groupies. En esos primeros metros e instantes, lo más llamativo no fueron los animales o quizás "no esos animales" sino varios de los que caminaban sobre dos piernas y se hacen selfies, seres vivos que daban una nueva dimensión a la palabra "vulgar": padres cretinos y madres gañanas con vástago/s a juego. A los niños se les perdona. A los que les parieron no. Riñoneras imposibles, gafas de sol modelo afterhour, chanclas de hortera sin playa, camisetas dañinas para la retina, nikis que realzaban barrigas y tetas flácidas, sobacos lustrosos, bocas centrifugando chicles, voces molestas como el chillido de un cerdo en la matanza...Bienvenidos al zoo, la vida en estado salvaje. Era fácil querer centrarse sólo en los animales que había al otro lado de las vallas. Fácil e higiénico para los sentidos.

Según fueron pasando los minutos, los letreros rimbombantes y las especies, la ilusión se desvaneció como lo que siempre fue: un espectro, un eco, un espejismo, un engaño. En su lugar, emergió la realidad con toda su crudeza, con toda su capacidad frustante, con toda su voluntad de abrir ojos y despertar conciencias porque lo cierto es que el Zoo, más que un lugar donde maravillarse asomándose a la vida salvaje y olvidarse de la ciudad y creerse en África, la Antártida, Alaska o el Amazonas, se reveló como un lugar con el ¿encanto? decrépito de una residencia de ancianos o, si se prefiere, de una prisión al aire libre y de look postapocalíptico en la que poder contemplar a animales que, en el
mejor de los casos, habían olvidado cómo era la vida en libertad: animales confinados, animales resignados, animales que respiraban pero carentes de vida, animales vaciados de cualquier sentido, animales naufragados en un laberinto de hormigón, animales a los que les habían cambiado un destino por otro. Así las cosas, por mis ojos pasaron cabras con síndrome de abstinencia, rinocerontes sin cuernos pero con el entusiasmo de un desempleado, tigres tomando el sol como jubilados en Benidorm, leones durmiendo la siesta a las doce de
la mañana, bisontes con el aspecto de un adicto al crack, hipopótamos a los que les habían cambiado un río por una charca, jirafas en modo photocall, elefantes anquilosados por la apatía, chimpancés hasta los huevos de visitas, águilas reales cuyo cielo azul era una reja de color negro, mandriles misántropos, osos pardo completamente aburguesados pidiendo comida como aristócratas caídos en desgracia, tiburones en bucle, lobos tirados por el suelo como yonquis...

Es curioso cómo nos dejamos llevar por la sugestión. Somos consumidores de eufemismos. Somos maestros a la hora de tolerar algo que está mal sólo porque es "nuestra" cagada. Somos especialistas en travestir lo desagradable, en ningunear lo que nos recrimina con el dedo y en acostumbrarnos a lo que no tiene nada de natural, sano o lógico. Y lo somos porque somos culpables de ello, partícipes de nuestra propia mediocridad, responsables de nuestro fracaso como especie dominante. Y el Zoo es una buena muesta de ello porque, romanticismos aparte y nostalgias naif al margen, el Zoo no es...
  • Una "experiencia de la naturaleza o de lo natural" sino una "vivencia de lo artificioso y de lo forzado".
  • Una oportunidad para disfrutar de animales salvajes sino para observar animales enjaulados.
  • Una ventana al mundo en que vivimos en toda su plenitud sino un muestrario de los jirones en los que lo estamos convirtiendo.
  • Un ejemplo de cómo el ser humano está ayudando a la conservación de la fauna sino el máximo exponente de su fracaso en tal empeño. 
De regreso ya a las taquillas, con la mañana tan finiquitada como la nostalgia, en mi cabeza se había enmarañado la mirada fugaz pero intensa de un gorila. Una mirada que seguramente para él no significara nada en absoluto pero cuya profundidad removió algo en mí. Una bofetada a la conciencia. Una mirada que me hizo cuestionarme quién estaba más jodido: si los animales a un lado de la jaula o los que estaban al otro. Con el Zoo, su decadencia travestida, su cacofonía multicolor y su felicidad sugestionada ya a mis espaldas, supe la respuesta a esa mirada: estamos bien jodidos.