martes, 27 de septiembre de 2016

El Congreso: una serie mala

"El Congreso" lo tenía todo para ser la serie más vista en España. Durante muchos años, lo fue. El problema es que las últimas temporadas han estado muy por debajo de su nivel, pues no resisten comparación alguna con los capítulos primigenios y su calidad está en busca y captura.

El quid del problema no está en el presupuesto, porque corre a cargo del erario y por tanto es más que espléndido. Tampoco en los escenarios, por muy poco juego que dé ya el inmueble en cuestión, en torno al cual giran las tramas. No, el problema de esta serie hay que detectarlo en dos aspectos comunicantes entre sí: el guión y los personajes.

"El Congreso" tiene un guión redundante y recalentado que opta bien por estirar algunas tramas ad infinitum, bien por reciclar otras para intentar colarle al espectador algo que ya se sabe de memoria. Así, el guión de esta serie, tanto en lo argumental como en lo literal, tiene tanto brillo como una foto en mate y tanta chispa como la capa de Nochevieja de Ramón García. Por eso, los (cada vez menos) espectadores que aún se mantienen fieles a "El Congreso" empiezan a tener la sensación-convicción de estar contemplando no una serie convencional sino una de estas telenovelas de sobremesa en las que puedes entrar y salir con total libertad durante días/semanas/meses sin miedo a haberte perdido gran cosa ni a sentirte desnortado. Ya ni siquiera suben la audiencia tramas antaño resultonas como las de temática judicial o electoral, que actualmente están absolutamente carbonizadas en cuanto a interés se refiere dado que la audiencia está a estas alturas totalmente vacunada contra golferías, decepciones y/o sorpresas de toda índole. ¿Que se podría hacer algo mucho mejor? Sin duda, pero para eso se requiere talento y ganas, cosas de las que carecen de forma notoria los responsables de la serie. Por tanto, sus showrunners y guionistas (que, para más inri y pitorreo, se han reservado para sí los papeles protagonistas) seguirán ofreciendo sin escrúpulos un producto ya tantas veces rumiado por el público que habría que empezar a pensar si otro de los problemas no estará precisamente en los espectadores, dado que muestran una condescendencia e indulgencia sólo comparables a las de vacas pastando. Cuando una ofensa se alarga en el tiempo, el problema no está en el ofensor sino en el ofendido que la consiente...y el guión de "El Congreso" es una constante ofensa a la inteligencia y paciencia del personal.

No obstante, como apuntaba antes, el otro gran problema de esta serie, empíricamente constatado, son los personajes. Por decirlo claramente, son malos. En el mejor de los casos, serían aptos para un sainete low cost, un vodevil de función escolar, un guiñol infantil o incluso un sketch para programas tipo "Noche de fiesta" pero nunca, never, nie, jamais para una serie con mínimas aspiraciones en materia de calidad y dignidad. ¿Por qué? Porque desde el principio mostraron urbi et orbe tener tantos matices y carisma como el gotelé. Y lo que es peor aún: su desarrollo ha sido inexistente cuando no directamente involutivo. Por tanto, por muy bueno que fuera el guión (que no es el caso) y/o el reparto (que tampoco), con personajes así poco se puede hacer. Están bien para un ratito, especialmente si ese ratito está regado con litros de alcohol o tiene como finalidad conciliar el sueño o desatascar el tracto intestinal, pero más allá de eso acaban por resultar insoportables porque, las cosas como son, no tiene ni un pase la repulsiva prepotencia de los personajes del PP ni la equizofrénica sobreactuación de los del PSOE ni el arribismo trasnochado de los de Podemos ni el pardillismo suicida de los de Ciudadanos. Lo único interesante para un "espectador no coprófago" es intentar delimitar dónde acaba el personaje y comienza el actor; pasatiempo curioso e inquietante por igual. Por fallar incluso ha resultado fallido el personaje del Rey, relegado a insustanciales cameos esporádicos: a un vendedor de la teletienda se le hace más caso.

Así las cosas, visto que las tramas han confluido en un Pantano de la Tristeza donde cualquier espectador mentalmente sano se siente Artax, los responsables de la serie han optado en los últimos tiempos por fiarlo todo a las grescas fuera y dentro de los partidos. Una jugada clásica que en este caso viene a ser como pasar por la Thermomix a Juego de tronos y Los bingueros. Es decir: un festival de hostias con el mismo glamour que un bocadillo de panceta y la misma calidad que el guión de una peli porno. Por eso no extraña que buena parte de la audiencia les esté prestando menos atención que al teletexto. Algo que, por cierto, choca bastante con esa torre de marfil donde están concentrados opinadores y comentatodos analizando en televisiones, radios y columnas las moviolas de cada partido como si fueran astrofísicos intentando desentrañar los misterios del universo o Tomás Roncero hablando del Real Madrid.

La cuestión es ¿merece la pena seguir apostando por una serie que se ha ganado a pulso su cancelación o, como se dice ahora de forma eufemística, "no renovación"? La respuesta es obvia. ¿Y si cambiaran los guionistas, los personajes y el reparto? Sería una excelente idea, dado que así obtendríamos muy probablemente una serie distinta y quizá digna, seria e incluso buena, pero ya no sería esa "shit-com" (ojo que no hay errata) que es "El Congreso". No obstante, que esa posibilidad dé el salto al mundo real es tan probable como que Leticia Sabater gane un Óscar o Telecirco retire "Sálvame" de la parrilla televisiva.

Por todo ello y sintiéndolo (un poco) sólo veo una solución honorable a esta producción nacional: cancelación. Pero todos sabemos que honorable y probable no son términos sinónimos...

lunes, 19 de septiembre de 2016

Treguas

Hay momentos en que el Tártaro cuelga el cartel de "Cerrado por descanso"; en que la tensión se disipa como una bocanada de vao; en que la angustia se queda encerrada en un standby; en que los problemas hacen mutis por el foro; en que la horca de soga se vuelve corbata de seda; en que el carrusel de la pena se va a fundido a negro; en que el silencio interrumpe el festival de las hostias; en que el "quiero" gana la guerra del "puedo"; en que se cuela una sonrisa entre las grietas de la desilusión; en que el silencio quiebra el ruido y la furia; en que encuentras un oasis de color entre el blanco y el negro; en que la tormenta se pausa y el sol se pasa por el forro los charcos; en que la felicidad llama a tu puerta sin esperarla ni esperarte.

Esos momentos se llaman "treguas" y son muy importantes en cualquier lucha no sólo porque además te permiten tener un respiro, tasar heridas y tomar perspectiva sino porque te recuerdan qué es estar vivo de la mejor forma posible. La vida, esa constante batalla contra la adversidad y los imprevistos en la que todos intentamos acortar la distancia entre la realidad y el deseo, también tiene sus treguas y son muy necesarias si no se quiere acabar abrazado a la locura o desguazado por la melancolía. Las treguas son tráilers de la película en que tú quieres convertir tu vida, chupitos de felicidad que te devuelven el color y el calor, entreactos de una epopeya anónima y cotidiana que alientan a reivindicar un final feliz, ecos de una alegría aún por venir que fija tu Norte, bálsamos que no traen promesas pero sí esperanzas, interludios con sabor a victoria, besos de oxígeno para los pasos hacia delante, acordes de un triunfo aún por perfilar, viento en las velas para los que no están dispuestos a rendirse, luz en la oscuridad.

La vida no entiende de pactos ni guiones y, por eso, te concede las treguas sin avisar, como un beso robado. Eso es quizás lo mejor de todo: que con la misma arbitrariedad, crudeza y facilidad que la vida te borra la sonrisa, te la devuelve. Porque las treguas, normalmente, aparecen cuando menos las esperas o, con frecuencia, sin esperarlas siquiera.

Por eso, cuando uno está al límite de sus fuerzas, con la paciencia coqueteando con la fragilidad, con la pena asediando los pensamientos, con la incertidumbre removiendo las entrañas, zigzagueando entre pozos y trincheras, sin más mapa que el de no caer, sin más mérito que el de no tirar la toalla, sin más rumbo que el de dejar atrás la tormenta, que te des de bruces con una tregua es algo tan mágico y delicioso como el primer beso o un orgasmo acompasado o el abrazo a un bebé. Los mejores premios que te da la vida no se resumen en dígitos ni palabras: se sienten, se recuerdan y no se olvidan. 

Por esa razón, entre otras muchas cosas, yo no olvido ninguna tregua, porque eso me ayuda a seguir dando la cara, a continuar luchando, a no darlo todo por perdido. Porque eso me ayuda a recordar que nunca nada dura para siempre, ni siquiera las malas rachas, por mucho tiempo que se prolonguen. Porque eso me ayuda a recordar no sólo que puedo ser feliz sino también que me lo merezco. Porque eso me ayuda a tener presente que uno no lucha tanto para dejar de ser como para seguir siendo. Y es que conforme vas pasando por la vida y la vida pasando por ti, las alegrías y las hostias te enseñan que la felicidad no es tanto un estado o circunstancia como una actitud, esa que te permite afrontar con idénticas garantías los momentos en que hay que luchar y aquellos en los que toca disfrutar de las treguas.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Los otros "11-S"

El 11-S fue uno de esos sucesos que no sólo constituyen indiscutibles hitos históricos sino que también conforman referentes de memoria personal en tanto que ayudan a ubicarse en un momento y lugar del pasado, igual que ocurrió en su día con el ataque a Pearl Harbor, el asesinato de JFK, la llegada del hombre a la Luna, el 23-F o el 11-M, por citar sólo unos ejemplos. "¿Dónde estabas tú cuando...?", "¿Qué estabas haciendo en el momento en que....?, etc. Yo, por ejemplo, aquel funesto y sobrecogedor mediodía del once de septiembre de hace quince años estaba en Navarra, trabajando como periodista, volviendo a la redacción del periódico, en el coche del fotógrafo, tras cubrir un festejo.

Del mismo modo, igual que muchos sucesos de trascendencia similar, el 11-S estuvo, está y estará envuelto en un halo de dudas y sospechas en tanto que las explicaciones oficiales a menudo resultan insuficientes en comparación con la magnitud de la repercusión del suceso en sí mismo considerado. Al constituir puntos de inflexión que cambian la historia de personas, ciudades, países o del planeta entero, existe la necesidad de desvestir a esta clase de acontecimientos de todo atisbo de duda, lo cual, por desidia, torpeza o interés, no sucede con más frecuencia de la deseable. No se trata de ser conspiranoico ni de buscarle tres pies al gato sino de ser lo suficientemente honesto como para no negar obviedades. 


Pero, quizá, lo más "interesante" del 11-S es que supone, por desgracia, uno de los mejores ejemplos de ruptura de la linealidad, de fractura de la continuidad, de cambio de guión, de falla en nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos. Quiebras que no sólo suceden a nivel oficial, colectivo y público sino también en la esfera cotidiana, íntima y personal, incluso con más frecuencia en este último ámbito que en el otro. En ese sentido, el 11-S funciona en esencia igual que lo hace la muerte de un ser querido, la pérdida de un empleo, la extinción de una relación o, por citar ejemplos en positivo, el nacimiento de un hijo, la consecución de un trabajo, el inicio de una relación o, incluso, cosas tan prosaicas como un cambio de vivienda. Son alteraciones de la cuadrícula sobre la que asentamos diariamente nuestros pensamientos y acciones y que, por tanto, nos sitúan en esa tierra de nadie que es la incertidumbre, un lugar inhóspito e incómodo donde hay más preguntas que certezas y en el que la tentación de echar la vista atrás amenaza con transformarte en estatua de sal. Son cambios, a menudo inesperados y bruscos, que nos marcan, nos definen y ello gracias a que nos obligan a algo que a muchas personas les causa alergia o pánico: tomar decisiones, reaccionar. Porque sólo tomando decisiones se puede afrontar un escenario de volatilidad tan grande como al que nos empuja cualquiera de estas "transformaciones" y no a todo el mundo le gusta aquello de que situarse frente al espejo, tomar consciencia y conciencia y decidir qué hacer. Es lógico si tenemos en cuenta que son esas decisiones, esas reacciones las que configuran nuestro destino más inmediato: hades, limbo o paraíso. Y aún más comprensible si no perdemos de vista el hecho innegable de que al hombre actual le encanta más que a ninguno de sus ancestros desenvolverse sobre pautas y raíles, como si fuera un animatronic, y todo lo que no sea eso provoca sudores fríos a la mayoría del personal. Es el mismo miedo que tienen algunos artistas sobre un escenario, el miedo a quedarse en blanco, puesto que no todo el mundo está preparado mental, educativa o emocionalmente para improvisar, que es, en definitiva, a lo que se reduce la mayoría de decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida: a "hacer con lo que hay", a ser sobre la marcha, a navegar en lo imprevisible más allás del "hic sunt dracones". Por eso son tan importantes e impactantes este tipo de sucesos, porque nos obligan irremediablemente a elegir entre la "comodidad del pánico", la "melancolía de la incubadora" o el "salto de fe". Nos hacen tomar conciencia de la fragilidad no sólo de nuestros planteamientos y elucubraciones sino de nuestra propia condición, en tanto que nos remiten a miedos tan temibles como primigenios: la oscuridad, el caos, el vacío, la nada primordial. 

Para acabar y volviendo al asunto del aniversario, analizando en perspectiva, creo honestamente que el mundo ha aprendido poco o nada del 11-S porque las decisiones, las reacciones que suscitó sirvieron para borrar de la faz de la tierra a unos cuantos hijos de puta (algo positivo, ojo) y...empeorar las cosas, visto lo visto: el 11-S se utilizó como argumento-excusa para convertir Oriente Medio en un avispero aún peor (por culpa de Bush Jr y compañía) y ello, a su vez, fermentó como caldo de cultivo idóneo para el nacimiento de algo aún peor que los responsables oficiales del 11-S (de Arabia Saudí hablamos mejor otro día) como es el ISIS, lo cual, a su vez, ha emponzoñado la convivencia en muchos países occidentales en los que se ha desatado una islamofobia más visceral que justa que ha devenido en el auge de movimientos más propios de la Europa de entreguerras que del siglo XXI. Así las cosas, aún queda mucho por aprender, decidir y hacer en ese asunto. Pero, mientras tanto, mejor ocuparse cada cual de sus 11-S particulares, que en ellos también nos va la vida.