Hay momentos en que el Tártaro cuelga el cartel de "Cerrado por descanso"; en que la tensión se disipa como una bocanada de vao; en que la angustia se queda encerrada en un standby; en que los problemas hacen mutis por el foro; en que la horca de soga se vuelve corbata de seda; en que el carrusel de la pena se va a fundido a negro; en que el silencio interrumpe el festival de las hostias; en que el "quiero" gana la guerra del "puedo"; en que se cuela una sonrisa entre las grietas de la desilusión; en que el silencio quiebra el ruido y la furia; en que encuentras un oasis de color entre el blanco y el negro; en que la tormenta se pausa y el sol se pasa por el forro los charcos; en que la felicidad llama a tu puerta sin esperarla ni esperarte.
Esos momentos se llaman "treguas" y son muy importantes en cualquier lucha no sólo porque además te permiten tener un respiro, tasar heridas y tomar perspectiva sino porque te recuerdan qué es estar vivo de la mejor forma posible. La vida, esa constante batalla contra la adversidad y los imprevistos en la que todos intentamos acortar la distancia entre la realidad y el deseo, también tiene sus treguas y son muy necesarias si no se quiere acabar abrazado a la locura o desguazado por la melancolía. Las treguas son tráilers de la película en que tú quieres convertir tu vida, chupitos de felicidad que te devuelven el color y el calor, entreactos de una epopeya anónima y cotidiana que alientan a reivindicar un final feliz, ecos de una alegría aún por venir que fija tu Norte, bálsamos que no traen promesas pero sí esperanzas, interludios con sabor a victoria, besos de oxígeno para los pasos hacia delante, acordes de un triunfo aún por perfilar, viento en las velas para los que no están dispuestos a rendirse, luz en la oscuridad.
La vida no entiende de pactos ni guiones y, por eso, te concede las treguas sin avisar, como un beso robado. Eso es quizás lo mejor de todo: que con la misma arbitrariedad, crudeza y facilidad que la vida te borra la sonrisa, te la devuelve. Porque las treguas, normalmente, aparecen cuando menos las esperas o, con frecuencia, sin esperarlas siquiera.
Por eso, cuando uno está al límite de sus fuerzas, con la paciencia coqueteando con la fragilidad, con la pena asediando los pensamientos, con la incertidumbre removiendo las entrañas, zigzagueando entre pozos y trincheras, sin más mapa que el de no caer, sin más mérito que el de no tirar la toalla, sin más rumbo que el de dejar atrás la tormenta, que te des de bruces con una tregua es algo tan mágico y delicioso como el primer beso o un orgasmo acompasado o el abrazo a un bebé. Los mejores premios que te da la vida no se resumen en dígitos ni palabras: se sienten, se recuerdan y no se olvidan.
Por esa razón, entre otras muchas cosas, yo no olvido ninguna tregua, porque eso me ayuda a seguir dando la cara, a continuar luchando, a no darlo todo por perdido. Porque eso me ayuda a recordar que nunca nada dura para siempre, ni siquiera las malas rachas, por mucho tiempo que se prolonguen. Porque eso me ayuda a recordar no sólo que puedo ser feliz sino también que me lo merezco. Porque eso me ayuda a tener presente que uno no lucha tanto para dejar de ser como para seguir siendo. Y es que conforme vas pasando por la vida y la vida pasando por ti, las alegrías y las hostias te enseñan que la felicidad no es tanto un estado o circunstancia como una actitud, esa que te permite afrontar con idénticas garantías los momentos en que hay que luchar y aquellos en los que toca disfrutar de las treguas.
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