viernes, 25 de julio de 2014

Israel vs Palestina: el bucle de la vergüenza

El mundo actual tiene bastantes motivos para avergonzarse, pero éste es uno de los principales, por lo reiterado en el tiempo, por la ausencia de solución y por la cantidad de víctimas inocentes. 
Que Israel y Palestina se líen a hostias no es noticia en tanto que novedad. Como no es nuevo que desayunemos, comamos o cenemos con imágenes que gotean sangre. Como no es tampoco nuevo que la comunidad internacional demuestre su hipocresía e ineficacia a la hora de resolver un conflicto que, dicho sea de paso, es culpa suya. Y lo es por lo siguiente:
  • Que Israel o el estado judío o la nación judía o el pueblo judío o "el pueblo errante" o el "pueblo elegido" o como se quiera denominar a los descendientes de Jacob haya explotado en su provecho y de manera oficial, consciente y repugnantemente victimista las injusticias y las inexcusables atrocidades que han sufrido los judíos a lo largo de la Historia es una cosa "respetable" (para quien tenga estómago para eso, claro). Igual que es "respetable" el hecho de que los judíos actúen sistemáticamente como un auténtico lobby gracias a su evidente expansión migratoria, su ascensión en la escala social y al poderío económico (los directivos y accionistas de las principales empresas multinacionales y bancos que cotizan en el Dow Jones de Wall Street son mayoritariamente de origen judío) amasado durante siglos desde que comenzaron a forrarse como prestamistas allá por finales de la Edad Media. De todo esto no tiene la culpa la comunidad internacional; allá los judíos con su ética y su moral. Pero de lo que sí tiene la culpa la comunidad internacional es de sufrir/inducirse un descomunal complejo de culpa totalmente anacrónico (en el mejor de los supuestos) del que se lleva aprovechando Israel durante décadas de forma cada vez más mezquina. Igual que también es culpa de la comunidad internacional (con Estados Unidos a la cabeza) ceder y/o alentar ese chantaje emocional y económico con tal de contentar a los hijos de David. La comunidad internacional cedió a ese chantaje cuando su solución al sionismo, a la diáspora y a la aliyá fue una sucesión de cagadas (en la primera mitad del pasado siglo) que tuvieron como finalidad poner en el mapa geográfico y político a la "Tierra de Israel". Un cúmulo de despropósitos que comenzaron con el Mandato británico de Palestina, siguieron con el Plan de las Naciones Unidas para la Partición de Palestina y que culminaron con la creación de un estado judío independiente en medio de un avispero árabe.
    Brillante. ¿No había otra forma de conciliar las reclamaciones histórico-religiosas de los judíos con la realidad? ¡¿No la había?! Pero aún más brillante fue la total ausencia de tacto demostrada por la comunidad internacional no ya creando artificial y forzosamente ese estado (cumpliendo así aquello de la "tierra prometida") sino generando y/o permitiendo un trato discriminatorio hacia los anteriores y legítimos pobladores de aquellas tierras: los palestinos. Por ejemplo: ¿Por qué se perdió el culamen por fomentar y reconocer a Israel como estado independiente y en cambio hacer lo propio con Palestina está a la espera de que el cielo se vuelva verde y los cerdos rompan la barrera del sonido? Pero la culpa de la comunidad internacional no acaba
    en esta chapuza
    sino que aumenta hasta la vergüenza más absoluta al ceder nuevamente al chantaje israelí-judío cuando consiente o incluso justifica (véase EEUU) el terrible "bullying" judío y que consiste en lo siguiente: amparándose en "represalias" legitimadas por inexcusables actos terroristas palestinos, perpetrar masacres indiscriminadas utilizando el ejército nacional israelí. Es decir, que su argumento se basa en la manida "legítima defensa", pero...bombardear un hospital, un refugio o una zona netamente civil no encaja precisamente ni con el concepto de "autodefensa" ni con una operación militar antiterrorista...Es curioso y repugnante al mismo tiempo cómo los cazados han pasado a ser furibundos cazadores. No impedir esto, no acotar la prepotencia israelí, no poner a Israel en su sitio, no partirle la cara diplomática, económica y militarmente a Israel por matar moscas a cañonazos es uno de los principales motivos por los que habría que disolver la ONU, la UE y demás soplapolleces internacionales.
  • Que Palestina entienda que el único remedio para reivindicar sus pretensiones o defender su integridad pasa por consentir el terrorismo yihadista (el éxito de Hamás es muy revelador en este sentido) no es culpa de la comunidad internacional.
    No hay nada ni en el cielo ni la tierra que justifique el terror y la muerte. Repito: nada. Pero sí es culpa de la comunidad internacional que los palestinos tengan esa sensación de desamparo, de ninguneo, de agravio comparativo, de discriminación. Y lo es porque la comunidad internacional lleva décadas dando argumentos para el cabreo palestino (ojo que digo cabreo y no terrorismo) con su lentitud, tibieza, hipocresía, permisividad, negligencia y cobardía. Empezando porque, como decía antes, la comunidad internacional (primero a través de la Sociedad de Naciones y luego de su sucesora la ONU) tuvo la infeliz idea de crear
    el Estado de Irsael en territorio legítima y netamente palestino. Una demencial cagada equivalente a echar a una familia de su vivienda al ser ésta reclamada por los descendientes de un antiguo propietario fundamentando tal pretensión en que "aquí hace muchos años vivió mi abuelo". Sustituyendo "vivienda" por "territorio", "años" por "siglos" y "abuelo" por "antepasados" se obtiene (de manera resumida y tosca pero entendible) la raíz del conflicto. Lo normal y lógico es que el personal se mosquee. Si, aparte de eso, ven que nadie hace nada por evitar que los israelíes hagan con los palestinos algo no muy distinto a lo que Hitler hizo con los judíos, lo más natural es que cunda la desesperación, se apaguen los cerebros y tomen los mandos las vísceras. ¿Le importa todo esto a la comunidad internacional? A la vista de los resultados, no demasiado o, al menos, no lo suficiente. Y luego habrá quien se extrañe de que allí arraige el sentimiento antioccidental radical...Yo no sé si Occidente es el "gran Satán" pero desde luego, en este tema, se está comportando como el "gran gilipollas".
No obstante, la solución a este infierno no sólo está en las manos de la comunidad internacional sino también en las de Israel y Palestina. La desgracia de todo esto es que hay gente en uno y otro bando/estado que no quiere la paz porque utiliza esto para
medrar o justificarse. Es decir, que hay gente (o gentuza, por decirlo claramente) israelí (ej: el Likud) y palestina (ej: Hamás) a la que poner fin a esto no les interesa porque si no se les acabaría el chollo político, el índice de popularidad o el negocio del terror. Algo bastante vomitivo pero real. Por eso no extraña que las siempre frágiles y escasas treguas se rompan unilateralmente por parte de unos u otros. Hay escoria a la que no le importan los muertos, ni siquiera si son suyos. Hay escoria que sólo se preocupa por avivar el odio, por chapotear en la muerte y la destrucción. Y ésa, en el fondo, es la auténtica tragedia del conflicto entre Israel y Palestina: hay más gente dispuesta a mantener el caos que a establecer la concordia. La paz no interesa a quienes han hecho que su éxito o su vida sólo tenga sentido en torno a la aniquilación y la rabia. En resumen, el trasfondo de todo este horror está lleno de intereses (políticos, económicos, religiosos, militares, armamentísticos...) poco o nada compatibles con una solución pacífica y aceptable para todas las partes implicadas.

Por eso, en todo este asunto, la objetividad y el realismo conducen necesariamente a una actitud pesimista. Dudo mucho que esto acabe a corto o medio plazo. Y lo dudo porque actualmente hay demasiada gente que no sabe o no quiere poner fin a este sangriento círculo vicioso; que no sabe o no quiere romper este bucle de la vergüenza. Son mayoría las personas dispuestas a justificar y/o consentir las barbaridades de unos o de otros. Bonito mundo éste.

Lo único que tengo claro es que quienes asesinan no se merecen vivir, ya recen a Yahvé o a Alá...igual que no se merecen vivir quienes, pudiendo evitar todo esto, no lo hacen.

Por último, quiero dejar clara una cosa: con este artículo no estoy queriendo decir que el hecho de ser judío o tener la nacionalidad israelí signifique automáticamente ser un cabrón y/o un asesino o un terrorista de Estado ni tampoco que el hecho de ser palestino implique sí o sí ser un oso amoroso: la nacionalidad o la religión no te hacen mejor o peor persona. Lo que sí quiero decir con este artículo es que hay un gravísimo problema por el que han muerto y están muriendo cientos de inocentes (entre ellos, no pocos niños), un problema creado y consentido por la inutilidad e hipocresía de la comunidad internacional y en el que Israel como país está actuando de una forma indiscriminada, desproporcionada, abusiva y, por tanto, completamente indefendible. En definitiva, con este artículo lo que quiero decir es: ¡basta ya de esta matanza sin sentido! 

martes, 22 de julio de 2014

Vladimir, hijo de Putin

Sea por resucitar el Imperio Ruso, recomponer la URSS, crear la Unión Euroasiática o por tocar las maracas, lo cierto es que el hijo de Putin de nombre Vladimir hace mucho tiempo que se postula como el gran villano de esa opereta que es la comunidad internacional, lo cual tendría su punto gracioso...si no hubiera muertos de por medio. Y como los hay, y muchos, lo de Putin no tiene ni un pase.

Ya sea por sus obscenos vetos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidades (tan obscenos, por cierto, como los que se marca EEUU a la hora de proteger a sus colegas israelíes), por su irritante "quietismo", por su tiránica forma de gobernar a los suyos, por sus provocadoras acciones o por los numerosos y turbios asuntos con los que se le relaciona, Putin se ha ganado a pulso ser considerado un enajenado peligroso; algo lógico, por cierto, si tenemos en cuenta que sus escasos aliados internacionales (China, Siria, Venezuela, Corea del Norte...) están todos como para encerrarlos en Arkham y tirar la llave. Putin se ha esforzado en los últimos lustros en que su nombre sea sinónimo de problemas, de pelo erizado, de alerta roja, de tiburón blanco veraneando en Benidorm. Así las cosas, no es nada inusual que las palabras "Putin" y "muertos" aparezcan en la misma noticia. Y él, tan contento(supongo, claro, porque con esa expresión glacial que gasta el tipo cualquiera sabe). 

Así las cosas, con esa vocación de "mosca cojonera mundial", Putin ha conseguido poner nuevamente en el candelero a Rusia, después de pasarse años recogiendo los dientes tras la hostia del hundimiento de la URSS. Gracias a él, Rusia vuelve a estar de moda...pero para mal. Basta tirar de hemeroteca para darse cuenta de que hallar una noticia positiva en la que aparezca citada Rusia resulta tan sencillo como encontrar vida inteligente en el plató de Mujeres, hombres y viceversa

De todos modos, lo más llamativo de todo esto no es esa actitud
tan de matón de serie B, tan de niño malcriado tocapelotas que exhibe Putin en plan "pa chulo mi pirulo" sino que nadie le haya parado los pies. Y por pararle los pies no me refiero a esos cachetitos de abuela que son las sanciones económicas, diplomáticas y demás soplapolleces. Hablo de pararle las pies como se hizo con otro "colgao" que hace no mucho tiempo también soñó con reverdecer laureles a costa del resto del mundo y de nombre Adolf.

¿Por qué nadie ha puesto en su sitio a este terminator de los Urales? ¿Por qué le permiten pasarse por el forro a todo y a todos? ¿Por qué sigue haciendo lo que le sale de sus huevos rusos? Por varios motivos:
  • Por la completa inutilidad de organizaciones como la ONU o la Unión Europea; dos sandeces creadas tras la 2ª Guerra Mundial para alimentar la ingenuidad de unos pocos y el bolsillo de unos cuantos burócratas y diplomáticos. Decir que no sirven para nada es quedarse muy corto. Bueno, miento: servir, sirven para algo: para hacer el ridículo y perder el tiempo.
  • Por el poderío económico ruso; un poder asentado en el blanqueo de las mafias post-URSS y en la exportación del petróleo y el gas y que permite a Rusia tener cogidos por la entrepierna a una buena parte de los países con capacidad para "hacer algo". Y por eso estos países que de cara a la ciudadanía "hacen como que" al final acaban por dejarlo estar (a Putin) porque necesitan los drublos rusos, el petróleo ruso, el gas ruso...Se han vuelto "rusodependientes" aunque no tengan coraje para decirlo ni neuronas para salir de esa tóxica dependencia.
  • Por la cobardía de la comunidad internacional; el miedo a iniciar un conflicto bélico de consecuencias imprevisibles atenaza a muchos mandatarios mundiales que prefieren sustituir misiles por papeles. Reflexión: si antaño los países se hubieran dejado esclavizar por ese pánico, hoy en Jerusalén se estaría brindando con cerveza alemana. ¿Me explico? Pues eso.
Así las cosas, Putin, que de tonto tiene lo mismo que de negro, ha sabido perfectamente explotar a su favor la inoperancia, la dependencia y el miedo de la comunidad internacional para tirar por la calle del medio y hacer lo que le venga en gana porque está totalmente convencido de que nadie le va a parar...y la realidad le sigue dando la razón: Le pese a quien le pese, lo de Putin es una violación consentida.

Por tanto y por desgracia, el problema del hijo de Putin que preside Rusia sólo lo va a solucionar una cosa: la biología humana.

domingo, 20 de julio de 2014

De simios y hombres: "El amanecer del planeta de los simios"

Este fin de semana se ha estrenado en España El amanecer del planeta de los simios, secuela del reboot (ojo al mix de conceptos) de una de las sagas más icónicas de la ciencia-ficción cinematográfica. Situada diez años después de los hechos de la película de 2011, la trama se centra en mostrar cómo se esfuma el sueño de una convivencia pacífica entre los simios evolucionados y los humanos diezmados al tiempo que se precipita un conflicto bélico total del que este film es sólo el principio.

Tras verla sólo puedo decir que esta película, dejando al margen algunas deficiencias en el guión (la eliminación de algunas transiciones que serían necesarias para reforzar la "verosimilitud" de algunos hechos y el uso de licencias que bordean o incurren en el "error primatológico"), es un ejemplo de que la vocación de taquillazo (o blockbuster) no está en absoluto reñida con la hondura dramática. Y es que, más allá de las espectaculares escenas de acción, de la magistral recreación digital de las distintas especies de simios y del fenomenal trabajo de Andy Serkis (¿para cuándo el merecido Óscar?), El amanecer del planeta de los simios ahonda bastante bien (en forma y fondo) en aspectos más propios de una película dramática: el funcionamiento de las comunidades (esto es, los engranajes sociales), los vínculos familiares, la relación padre-hijo, la actitud ante el cambio, el problema de la confianza, la valentía ante el dilema, la dialéctica entre contrarios como motor del desarrollo (personal y social), los problemas de comunicación-entendimiento, la actitud ante el error (propio), el significado del liderazgo, la ética en un contexto de conflicto, la madurez como aprendizaje a partir del fracaso...son varios los asuntos de interés dramático que aborda esta película bajo el ruido y la furia consustanciales a una película de este porte tan espectacular y comercial.

Así, conforme avanza la película, el espectador acaba por llegar
a la misma conclusión a la que llegan por separado el simio César (Andy Serkis) y el humano Malcolm (Jason Clarke), los dos grandes protagonistas de El amanecer del planeta de los simios: simios y hombres se parecen bastante, quizás hasta el punto de que se podría afirmar que, al menos en esta película, la diferencia entre unos y otros es meramente genética. Simios y hombres: primates en lo bueno y primates en lo malo.

En resumen: quien crea que este film se reduce a unos cuantos monos haciendo el ídem está en un error. No sólo porque, como
secuela mejora en todo a su predecesora (incumpliendo así aquella norma de "segundas partes nunca fueron buenas") sino también porque es una película bastante notable en cuanto a calidad técnica y capacidad para entretener y sorpresivamente interesante por su habilidad para conmover y hacer pensar. En este sentido, la gran moraleja de El amanecer del planeta de los simios es que, por encima de ideales, banderas, recursos, patrimonio intereses, gloria o venganza, la razón última por la que luchamos tanto en la vida como en el campo de batalla son "los nuestros" o como diría César: Hogar. Familia. Futuro. Así que, si se trata de elegir bandos, yo escojo luchar junto a quienes están dispuestos a darlo todo por sus seres queridos, por quienes les hacen sentir vivos, por quienes dan un sentido a sus vidas, por quienes confían en ellos, por quienes les hacen felices: Yo sigo a César.

viernes, 18 de julio de 2014

El empleado número 4376

Después de pasar por el arco antimetales, validar inalámbricamente su tarjeta, superar el escáner de retina y conseguir aguantar el tacto rectal sin poner cara de “Por ahí no, gracias”, el empleado número 4376 entró en el edificio de oficinas como cada mañana en los últimos diez años. En el ascensor, de camino a la séptima planta, bajo un narcótico hilo musical, el empleado número 4376 intentó vaciar su mente de cualquier cosa que pudiera entorpecer su trabajo: hipoteca, rubias con pecho natural y las palabras “orgullo” y “dignidad”, como cada mañana en los últimos diez años. Planta 7. Abriendo puertas. Caminó cuarenta y cinco pasos y medio hasta su puesto con la discreción ninja de una monja mientras su mirada araba una moqueta de azul desvaído con tantos gérmenes y tan antiguos que tenían sus propios cantares de gesta. Al paso de sus mocasines, veinticuatro cámaras de seguridad se giraron como si Charlize Theron hubiera entrado en un penal mientras las miradas del resto de personal afloraban por encima de los monitores con el disimulo de un hombre-orquesta, como cada mañana en los últimos diez años. Encendió el ordenador, se cercioró de estar correctamente peinado, introdujo la contraseña número uno, se colocó sus gafas de concha negra, introdujo la contraseña número dos, comprobó que su aliento olía a "menta ventisca glacial", introdujo la contraseña número tres y ya pudo empezar a trabajar, como cada mañana en los últimos diez años. Welcome to the Matrix. Después de tres títulos universitarios, dos cursos superiores y un máster, el empleado número 4376 había encontrado su lugar en el mundo como "técnico analista de fluctuación cuantitativa en tiempo real de tráfico online en el portal corporativo", es decir, se dedicaba a contar el número de visitas que recibía la web de la entidad sin ánimo de lucro (excepto para sus directivos) en la que trabajaba desde que un buen día decidió probar suerte en un lugar en el que no se habrían adentrado ni Ulises con sus amigos ni Dante con Virgilio ni Rambo son sus flechas. Un lugar en el que ni la luz, ni el aire ni la propia naturalidad eran naturales. Un lugar en el que tres mil cien hombres y mil doscientas setenta y seis mujeres trabajaban con la mecánica alegría de quienes antaño remaban en galeras. Un lugar cuyo ambiente era tan sano que hacía que El paraíso perdido pareciera Woodstock. Un lugar en el que los seres humanos se dividían en dos castas: los cabrones que mandan y los sumisos que obedecen. Un lugar en el que el síndrome de Estocolomo era una buena alternativa a quemarse a lo bonzo o a saltar desde la azotea. Un lugar en el que las copas de Navidad provocaban el vómito antes de que cualquier mojara su lengua en alcohol. Un lugar que recomendar a tus peores enemigos. Un lugar contra el que sólo había dos vacunas posibles: la lobotomía o el desempleo.

Tres horas y cinco visitas a la web más tarde, llegó la hora del
café. Estampida. La conquista del Oeste bajo luces alógenas. La cafetería como el Dorado. Pero él no: el empleado número 4376 seguía en su puesto, como si fuera el vigía encargado de avisar de cualquier incursión de alienígenas seguidores de Charles Manson. No pasarán. Sus ojos permanecían atentos a la pantalla, listos para detectar cualquier cambio que elevara a seis el número de visitas de la web. Mientras, en el abrevadero de cafeína, sus compañeros de trabajo seguían tejiendo cotilleos, quejas y leyendas urbanas a la velocidad de la luz. Veinte minutos más tarde, el aire de la oficina volvió a llenarse de dedos que martilleaban teclados y teléfonos que ululaban como dragqueens en primavera. Y el empleado número 4376 seguía ahí, con sus cinco visitas, su web de mierda y su cara de nerd caído en desgracia. Una hora más tarde, la vejiga del empleado número 4376 amenazaba riada y se levantó en dirección al baño, mientras sus compañeros de oficina cuchicheaban a su paso. Cuatro segundos antes de alcanzar la Meca alicatada donde peregrinan los sufridos seguidores del retrete, la puerta de la directora de departamento se abrió y le engulló como un tiburón blanco con síndrome de abstinencia. Reunión urgente. Urgente no es sinónimo de rápida. Tampoco de eficaz. 

Dos horas y media más tarde, el empleado número 4376 salió del despacho de su jefa con una idea muy clara: su jefa tenía que cambiar la medicación, visto que la medicación no le cambiaba a ella: alguien tenía que ganar aquella batalla. Por fin, llegó al baño y puso en marcha el aspersor de orina. Volvió a su puesto, dejando un un reguero de comentarios en el que “despido” era trending topic. Cinco visitas. 

A la hora de la comida, todos los morlocks se marcharon. Todos menos el empleado número 4376, que seguía en su puesto. Las cámaras de seguridad le observaban con el detenimiento con el que un adolescente mira un vídeo porno. Cinco visitas. De pronto, su teléfono móvil vibró. “Casa”. Una gota de sudor hizo rafting por su frente. Dilema: Cumplir con su trabajo o hablar con su mujer. Inspiró.
- Hola. ¿Qué tal?
- ¡Hola! ¿cómo estás?
- Bien, todo bien. Ya sabes, mucho lío.
- ¿Vendrás pronto esta tarde?
- Me encantaría. ¿Por qué?
- Me gustaría que me ayudaras a escoger el color de unas cortinas que he visto.
- Haré todo lo posible por salir pronto.
- ¿Estás liadísimo, no?
- Un poco…estamos inmersos en una campaña y hay muchos nervios.
- ¿Qué campaña? ¿La de la cerveza coreana?
- No, esa no. Otra.
- Bueno, tú tranquilo, mi vida. Eres el mejor publicitario de España.
- Publicista.
- Eso. Publicista, pero tranquilo, cariño, saldrá todo bien.
- Oye, te tengo que dejar, ¿vale? Tengo jaleo.
- ¡Ánimo! Un beso. Hablamos luego.
Cuando todo el mundo regresó envuelto en olor a fritanga y puchero, el empleado número 4376 seguía ahí, en su puesto. Cinco visitas. Sin novedad en el Tártaro.

A las ocho menos veinte de la tarde, a veinte minutos de que la oficina adquiriera la paz de los cementerios, el teléfono móvil del empleado número 4376 volvió a vibrar. “Casa”, se imaginó. Error. “Seguros Mapfre”. Su corazón se convirtió en un tambor tirado ladera abajo y su paquete se agigantó como una vela con viento a favor. No había dilema posible. El empleado número 4376 levantó sus setenta kilos de traje y salió disparado al descansillo de la escalera de incendios, mientras todos sus compañeros empezaron a tejer en su imaginación una historia de emergencia casera con final dramático en el hospital y las cámaras de seguridad le miraron como aliens al paso de Ripley. Dos minutos y una erección más tarde, al volver a su puesto, la mente del empleado número 4376 ya no estaba preocupada por las cinco visitas ni por la web ni por su jefa ni por su trabajo ni por la esposa que le esperaba en casa para elegir el color de unas cortinas ni por la carpa de circo emergida en su entrepierna: todo lo ocupaba la amante cuarentona que le había nombrado sustituto oficial de un ramillete de consoladores ordenado por colores; la misma mujer que creía que el toy boy al que se estaba tirando en ausencia de su marido era un prometedor broker; la misma "Seguros Mapfre" que acababa de conseguir que, una noche más, el empleado número 4376 tampoco llegara a tiempo de dar las buenas noches a su hijo; la misma loba que, en apenas media hora, iba a estarse follando al más capullo de todos los corderos. Apagó su ordenador. Tragó saliva y se encaminó al despacho de su jefa. La conversación duró poco. El empleado número 4376 salió con su entrepierna convertida en una anaconda mientras su jefa se autoconvencía en su despacho de la bondad de permitir salir a un empleado para velar en urgencias por el cuidado su suegra nonagenaria tras ser mordida en la yugular por un Schnauzer enano.

Ya en el ascensor, el empleado número 4376 sonreía triunfal y excitado, mientras el hilo musical le amenizaba el descenso al mundo real con grandes éxitos new age…hasta que la luz parpadeó y el ascensor se detuvo entre la tercera y la segunda planta. "Por favor, conserve la calma. En breves minutos, un operario cualificado resolverá esta incidencia". El empleado número 4376 miró su reloj. Las ocho menos cinco.

A la mañana siguiente, el empleado número 4376 seguía allí. "Por favor, conserve la calma. En breves minutos, un operario cualificado resolverá esta incidencia".

miércoles, 16 de julio de 2014

Las amistades postizas

Ayer leí un artículo que hablaba de una flamante empresa cuyo principal servicio consiste en ofrecer amig@s de alquiler a quien no tenga tiempo, ganas o habilidades para buscarse amistades al estilo "tradicional". Lo más raro de todo es que esta "iniciativa empresarial" no me ha extrañado nada: 
Por un lado, esta mercantilización de la amistad resulta coherente con un mundo en el que ya hace tiempo que están mercantilizadas tanto las relaciones sexuales como las de pareja (esas personas que se emparejan o casan con otras con la vocación inconfesa de parasitar la cuenta corriente y el patrimonio del otro...). Por pagar, pagamos incluso a otras personas para que se ocupen en nuestro lugar de quienes en teoría clasificamos como "seres queridos". Así que, si se paga por todo eso, ¿por qué no por un sucedáneo de amigo? Hoy todo se puede comprar...excepto los sentimientos, las emociones y, claro está, la vergüenza.
Por otro lado, esta emergencia de amistades a la carta y
"prefabricadas" dice mucho de una sociedad en la que la hiperconexión tecnológica es el reflejo directo e inverso del aislamiento y la desconexión social que define al individuo actual. Es decir: nunca antes hemos estado tan conectados a otros y nunca antes hemos estado tan solos, porque hemos sustituido la interacción física por la digital (en lugar de compatibilizarlas), perdiendo por el camino la habilidad para empatizar personalmente con el otro y confundiendo lo real con lo virtual de una forma alarmante y contraproducente. Es la consecuencia de querer vivir a través de una pantalla...
Igualmente, ese negocio de "amistades por horas" es muy propio de la "sociedad click", una sociedad a la que las facilidades tecnológicas han vuelto tan increíblemente perezosa que todo lo que no se pueda resolver o conseguir mediante un click en el
ordenador, tableta o teléfono móvil es susceptible de ser descartado o ignorado. Una sociedad apalancada cada vez más en la decisión de vivir sin mover un músculo ni una neurona o, lo que es lo mismo, una sociedad que confunde vivir con respirar, cuando la vida, la vida real, es algo que necesariamente se escapa de lo biológico y lo fisiológico. Así que la cuestión sería ¿se merece tener amigos (a la carta o no) alguien que no está dispuesto a dedicar tiempo y atención en tenerlos?...
Resumiendo: el asunto este de amigos de alquiler, en el fondo, es una nueva muestra de que vivimos en una sociedad sedienta de espejismos y placebos que ayuden a sobrellevar u olvidar las miserias de cada uno. Pagar para ¿ocultar? carencias. Curioso...y lamentable.

No obstante, este tema, que de tan patético que es da para escribir y pensar mucho, me ha llevado a pensar en nuestra torpeza a la hora de definir o comprender la amistad. Quiero decir: no es raro que consideremos o denominemos amigos a gente que en el fondo (y aunque duela reconocerlo) no son más que camaradas circunstanciales, compañeros de viaje (laboral, generacional, académico, etc.) o colegas coyunturales y episódicos. No es raro, pero es un error descomunal. Igual que no es raro que consideremos o denominemos amigos a gente que básicamente se relaciona con nosotros movida por el mismo altruismo que un parásito. No es raro, pero es un error descomunal. Como tampoco es raro que consideremos o denominemos amigos o mantengamos la amistad con gente que en nuestra presencia son la quintaesencia del peloteo y la camaradería y en nuestra ausencia nos convierten cobardemente en carne de cuchicheo, burla o crítica. No es raro, pero es un error descomunal. Resumiendo: nos encanta confundir el concepto de amistad y somos muy propensos a crear y mantener amistades postizas, que si bien pueden no ser tan dañinas como las amistades peligrosas que relató Laclos, son igual de banales. ¿El motivo de este cacao? Pueden ser varios: ausencia de criterio, tolerancia a la hipocresía, miedo a la soledad, exceso de empatía, afán de coleccionismo, ceguera mental, pereza social, cobardía para romper lazos, masoquismo...pero la realidad es que todos conocemos/tenemos "amigos" así: aparecen en nuestros recuerdos, en fotografías posando junto a nosotros, en los bares brindando con nosotros e incluso en nuestros contactos en el teléfono móvil o en la red social de turno. El absurdo humano, la última frontera.

En conclusión: cada día que pasa el ser humano es más exquisitamente gilipollas. Pero como no es plan acabar el artículo con tanto cinismo y negatividad, aquí va una pista para identificar a un amigo real: las verdaderas amistades son como las estrellas: sólo aparecen de verdad cuando llega la oscuridad y lo hacen para brillar.

martes, 15 de julio de 2014

Las manos que mecen las series

En los últimos años, algo está cambiando en el mundo de las series de televisión. Hasta hace no mucho, una serie se conocía casi exclusivamente por las estrellas que lideraban su reparto o por los personajes que se ganaban la atención del público, eclipsando así el mérito de las personas que, detrás de las cámaras, conseguían que una serie fuera un éxito o un fracaso. Gente con un talento innegable que sin embargo no tenía ni de lejos la repercusión mediática o el reconocimiento popular que tienen los actores pero a los que tanto los actores como los amantes de las series, debíamos y debemos mucho. Son las personas que se pueden etiquetar como los “creadores” o “responsables” de las series de TV, independientemente de si su función es la de guionista, productor, director o la de “showrunner”, término por cierto cuyo uso se ha disparado de un tiempo a esta parte. Son las manos que mecen las series y los grandes sufridores durante mucho tiempo de una situación de marginación, de desconsideración bastante injusta: ¿a alguien le cabe en la cabeza que todo el mundo recordara a Romeo, Julieta o Hamlet pero no a William Shakespeare? ¿O que alguien fuera fan de Don Quijote sin saber quién fue Miguel de Cervantes? Pues precisamente eso es lo que estaba ocurriendo en el mundo de las series hasta hace nada.

Pero, como digo, las cosas están cambiando. Y mucho. Tanto que ahora no es nada extraño no ya que los responsables sean
conocidos más allá del ambiente seriéfilo sino que sean utilizados como reclamo mediático del mismo modo que antaño se utilizaban a los actores. Es decir, ahora ya no es inusual que se promocione una serie o se hable bien de ella utilizando el cada vez más frecuente “Una serie de…”. Y esos puntos suspensivos hoy se pueden rellenar con nombres que hoy son la referencia de la industria televisiva en lo que a la ficción se refiere y a los que muchos en todo el mundo veneran como si fueran genios (cosa que, en la mayoría de los casos, está bastante justificada). ¿Qué nombres? Pues, por citar sólo algunos ejemplos: David Simon (The wire, Treme), Matthew Weiner (Mad men), David Chase (Los Soprano), David Benioff y D.B.Weiss (Juego de tronos), Frank Darabont y Glen Mazzara (The walking dead), Vince Gilligan (Breaking bad), Nic Pizzolatto (True detective), Ryan Murphy (Glee, American Horror Story), Jenji Kohan (Orange is the new black), Bryan Fuller (Hannibal), Lena Dunham (Girls), Alex Gansa (Homeland), Damon Lindelof (Perdidos), Steven Moffat (Sherlock), David Shore (House), Aaron Sorkin (El Ala Oeste de la Casa Blanca, The Newsroom)… 

Por todo ello, aunque resultaría exagerado decir que vivimos en una época de “series de autor” no sería tanto afirmar que nunca antes los creadores de las series han tenido un reconocimiento y una visibilidad tan grandes. Y merecidamente. Hay que ser agradecidos con quienes nos hacen disfrutar durante tantas horas.

sábado, 12 de julio de 2014

La gratitud, ese problema

En no pocas ocasiones, hechos o anécdotas de lo más banales dejan ver los resortes que están ocultos en nuestra sociedad o, mejor dicho, en nuestra forma de pensar y actuar. Un ejemplo de ello lo encontramos en el "caso Filipe Luis", jugador al que el Atlético de Madrid fichó en su día estando gravemente lesionado y que ahora quiere marcharse como sea (es decir, de malas maneras) al Chelsea inglés. Ello ha motivado un visceral tormentón de críticas, insultos y comentarios varios que tienen su común denominador en reprochar al futbolista su ingratitud o, dicho de otro modo, en reclamarle gratitud, como si ésta formara parte de un contrato o fuera una consecuencia lógica más propia del campo de la física y la matemática que del comportamiento humano.

Y es que uno de los mayores problemas que tenemos es actuar con la expectativa (consciente o no) de que la gente por defecto es agradecida o va a recompensar nuestras atenciones, méritos y esfuerzos o se va a comportar bien con nosotros si nosotros nos portamos bien con ellos. Una forma de ser que, extrapolada, se podría resumir en el convencimiento de que si actuamos "bien" (sea lo que sea lo que cada uno entienda por "bien") la vida y/o las personas que hay en ella nos corresponderán en igual manera como resultado de una especie de reciprocidad cósmica. Es decir, que el quid de la cuestión está en que actuamos con la esperanza de que obtendremos algo (bueno) a cambio. Algunos sabios llaman a esto "sentimiento de retribución". El problema inmediato de esa expectativa es que es completamente infundada porque la vida y/o las personas que hay en ella, lejos de correspondernos, nos dan constantemente motivos para volvernos escépticos, cínicos o directamente misántropos. Es decir, que lo normal (lo frecuente, lo habitual, lo común, lo más probable) siempre que sigamos este "patrón buenista" de comportamiento es que las "consecuencias" de nuestras acciones no se ajusten a "lo esperado", esto es: que se nos queda cara de gilipollas justo antes de que hagan aparición el disgusto, la indignación, el cabreo, el desconcierto, la decepción, el rencor, las vestiduras rasgadas, los gritos en el cielo, las ganas de tener palabritas con el prójimo, con Dios o con el maestro armero...

Pero, más allá de esto, el principal problema de esta forma de pensar y comportarse radica en reaccionar ante esa frustración como si nos pillara de nuevas, en ningunear lo aprendido, en olvidar los escarmientos previos, en permitir que nos afecte como si fuera algo inesperado, en dejar que el tren de la realidad nos pase por encima una vez y otra y otra y otra. 

Recapitulando, no sólo actuamos sin tener recuerdos que respalden nuestras decisiones sino que además obviamos las decepciones vividas. Muy listos, lo que se dice listos, no somos, porque actuar ignorando que la vida no es justa (ojo, tampoco injusta) y que el planeta Tierra está lleno de mierdas que caminan sobre dos piernas es una actitud tan absurda y gilipollesca como olvidar que el fuego quema.

¿De dónde viene todo esto? Pues, fundamentalmente, procede del mundo de la religión en general y de la judeo-cristiana en particular. Al fin y al cabo, la religión siempre ha consistido en convencer al ser humano (aunque sea acojonándolo) de que haciendo "lo indicado" (lo bueno, lo justo, lo piadoso, etc) le irán bien las cosas. Es decir, la religión, en el fondo, no deja de ser un placebo para sobrellevar la existencia en un mundo con exceso de hijos de puta que, como placebo, no siempre da resultado. Igual que no lo da el mundo que nos venden los anuncios publicitarios, los políticos, las películas, los padres...Y aún así, seguimos cayendo en la trampa: la ingenuidad humana siempre encuentra excusas para convertirnos en víctimas de nosotros mismos.

¿La moraleja de todo esto? Cuanto antes tengamos claro que comportarse bien no conlleva automática ni obligatoriamente efectos secundarios positivos, mejor. O, dicho de otra manera: que no nos comportemos con vistas a una consecuencia o un efecto que es muy probable que no sea el que aparece en nuestro guión. Con esto no quiero defender que no seamos buena gente (ya hay demasiada gentuza, así que mejor destacar siendo diferentes) sino que sepamos en qué mundo vivimos y nos movemos ya que una cosa es ser bueno y otra gilipollas, porque por ser eso, gilipollas, hemos convertido por ejemplo la gratitud no ya en algo excepcional sino en una fuente de problemas.

viernes, 11 de julio de 2014

Un fallo tonto, un simple error

Para cuando te quieres dar cuenta, ya es demasiado tarde. Sería un buen resumen para mi lápida. La otra opción que se me ocurre es “Esto me pasa por gilipollas” y, entre tú y yo, tampoco hay que excederse. Fue un simple error. Como votar a un partido político convencido de que es lo mejor. Un fallo tonto. Como creer que los cuentos con suegra tienen final feliz. Un simple error. Como apuntarte a “Gran Hermano” para darte a conocer como compositor. Un fallo tonto. Como pensar que leer muchos libros de dietas milagrosas científicamente probadas te ayudará a rebajar tus ocho milagrosos kilos de grasa científicamente probados antes de sentirte como un perfecto imbécil. Un simple error. Como estar convencido de que Leticia Sabater es un ser humano. Un fallo tonto. Como tener los oídos despiertos cuando tus padres se ponen tiernos. Un simple error. Como decidir salir del paro trabajando como sicario cuando tu único contacto previo con las armas fueron las escopetas de feria. Un fallo tonto. Como pensar que ese trabajo te ayudaría a recuperar tu cuenta corriente y el siliconado corazón de esa gogó a la que llamas “ex”.

Pero, como decía, para cuando te quieres dar cuenta, ya es demasiado tarde. Las 00:05, concretamente. Hace un minuto, estabas subiendo en el ascensor futurista, colocándote la corbata roja comunista y tarareando esa canción de AC/DC de la que nunca te preocupaste por recordar el título. Hace dos minutos, entrabas en el lujoso vestíbulo del edificio con el sudor convirtiendo tu espalda en las cataratas del Niágara mientras te esforzabas por parecer un auténtico exterminador sin sangre en las venas. Hace dos minutos y cuarenta segundos, despedías al taxista después de un trayecto de media hora bajo neones amarillos y semáforos en ámbar escuchando los grandes éxitos de Julio Iglesias. Hace treinta y tres minutos, parabas un taxi en plena Gran Vía y te sentabas con cuidado de que la pistola no hiciera un doble tirabuzón desde el interior de tu abrigo hasta el suelo. Hace cuarenta minutos, apuntabas en un post-it las señas de tu primer encargo. Hace cuarenta y cinco minutos, terminabas de vestirte y, aunque te apretaba un zapato, te gustabas tanto en el espejo que te sentiste todo un Corleone. Hace cincuenta y seis minutos, te enjabonabas en la ducha al ritmo de Lady Gaga. Hace tres horas, tocabas la pistola alquilada como si fuera el Santo Grial. Esta mañana, te sentías invencible. Pero ahora, puto cretino, ahora estás a punto de cagarla. Una cagada tamaño familiar. Primero, porque has llamado al timbre. Segundo, porque no te has puesto guantes. Tercero, porque te ha abierto la puerta un tío que hace que los espartanos de las Termópilas parezcan hare krishna. Y cuarto, oh, bendito imbécil, porque al disparar el gatillo con una sonrisa diabólica en los labios te das cuenta de que tienes el cargador en el bolsillo del pantalón. Un fallo tonto. Un simple error. La primera hostia te despeina la gomina ultrafuerte antes de pedir tiempo muerto. La segunda convierte tu cara en cuadro cubista. Y la tercera…bueno, para cuando te viene la tercera hostia ya estás viendo pasar tus cuarenta años de vida a ritmo de videoclip. Y entonces, antes de llegar al "The End", recuerdas el momento en blanco y negro en el que tu abuela, toda pellejo y bondad, te acariciaba la nuca diciendo: "Estoy convencida de que llegarás a ser un gran hombre". Lástima. Para cuando te quieres dar cuenta de que eso no será así, ya es demasiado tarde.

viernes, 4 de julio de 2014

Preparativos


Aquel iba a ser un día importante. Con el cuerpo aún húmedo tras la ducha caliente, alzó la mano, descolgó el albornoz de algodón egipcio y se sumergió en la neblina vaporosa que desdibujaba su cuarto de baño minimalista. Limpió de vaho el espejo, encendió un pequeño halógeno, cogió del estante su cepillo de dientes, aplicó sobre las cerdas su pasta dentífrica blanqueadora, la humedeció bajo el hilo de agua del grifo y se cepilló enérgicamente la boca cuatro veces, de derecha a izquierda y de arriba a abajo. Llenó un vaso con agua y se enjuagó la boca mientras contaba mentalmente diez segundos. Escupió. Volvió a beber, volvió a enjuagarse durante diez segundos y volvió a escupir. A continuación, aplicó nuevamente la pasta sobre el cepillo y se lavó la boca cuatro veces otra vez y repitió los enjuagues. Seguidamente, limpió el cepillo y lo colocó dentro del vaso. Cogió su colutorio de sabor mentolado, bebió un sorbo e hizo un último enjuague durante treinta segundos antes de escupirlo. Se quitó con cuidado el albornoz, lo colgó en el perchero junto a la ducha y así, desnudo, volvió ante el espejo. Buscó su aceite hidratante y empapó y masajeó todo su cuerpo con él. Mientras su piel asimilaba la loción, acercó su rostro al espejo y escudriñó cualquier imperfección que detectara en su piel, ya fuera vello no rasurado o un punto negro. Descartó afeitarse pero sí cogió su gel facial tonificante con efecto exfoliante y se lo aplicó concienzudamente por toda la cara. Durante cinco minutos, se quedó completamente inmóvil. Luego, una vez el gel ya había hecho efecto, se lavó en el lavabo con agua fría, empapó delicadamente su rostro en la toalla bordada con sus iniciales y limpió con ella las salpicaduras que había en el espejo y alrededor del lavabo. Tras doblarla perfectamente, dejó colocada la toalla en el toallero. Cogió su desodorante con olor a polvos de talco y se impregnó con él axilas y pecho. Dejó el spray en el estante y tomó su gel fijador con efecto mojado. Se empapó con él las palmas de las manos y untó con él su suave y largo cabello negro. Finalmente, se peinó escrupulosamente hacia atrás sin dejar ni un solo pelo al azar. Se lavó las manos con alcohol desinfectante dos veces. Apagó la luz. Salió del baño y sus pasos se perdieron por la tarima del pasillo, apenas alumbrada por las primeras luces del amanecer que se filtraban por el ventanal que daba acceso a la piscina del jardín. En su vestidor, rodeado de decenas de corbatas, camisas, trajes, zapatos, gemelos, relojes...hasta la ropa interior aparecía iluminada como un objeto de museo. Sus pies cruzaron la moqueta de aquí para allá intentando configurar el conjunto que llevaría aquella mañana. No podía ser cualquiera. Ese día no. Aquel iba a ser un día importante. Le iba a conocer mucha gente. Escogió la corbata de seda roja que había comprado en Milán el verano pasado, la camisa blanca que había pagado con tarjeta en Londres durante las rebajas, el traje gris perla con el que festejó la pasada Nochevieja en Nueva York, los mocasines que había comprado en París la última primavera y los gemelos de plata que le había regalado su mujer por su sexto aniversario de boda. Impecable. Perfecto para un día tan importante como aquel. Sólo quedaba un detalle más. Entró en su despacho, cogió su teléfono móvil y llamó a la oficina. Pidió a su secretaria que cancelara todas sus reuniones y que se disculpara en su nombre sólo con quien fuera estrictamente necesario. Se despidió amablemente y colgó. Aquel iba a ser un día importante. No convenía que en el trabajo se enteraran. Aún no. Metió su móvil en el bolsillo y fue al salón. Se sentó en el chesslong de cuero negro, se descalzó y encendió su televisor de plasma de ciento veinte pulgadas. Aún no habían comenzado los informativos matinales. Sonrió. Entonces, se dio cuenta de que había olvidado algo. Volvió al aseo, cogió el exclusivo frasco de colonia que había comprado previa reserva por internet y se perfumó el cuello y las manos. Ahora sí. Ya estaba preparado. Retornó al salón, se sentó en el chesslong y apagó el televisor. No quería distracciones. Sacó su teléfono móvil, marcó y con una voz serena y cordial dijo: "Policía, he matado a mi mujer". Un minuto más tarde, la conversación había terminado y él seguía sentado en su chesslong, mascando pausadamente chicle con sabor a menta polar mientras contemplaba el cuerpo decapitado de su mujer, caído junto a sus zapatos, tal y como lo había dejado anoche.