Después de pasar por el arco
antimetales, validar inalámbricamente su tarjeta, superar el escáner de retina
y conseguir aguantar el tacto rectal sin poner cara de “Por ahí no, gracias”, el
empleado número 4376 entró en el edificio de oficinas como cada mañana en los
últimos diez años. En el ascensor, de camino a la séptima planta, bajo un
narcótico hilo musical, el empleado número 4376 intentó vaciar su mente de
cualquier cosa que pudiera entorpecer su trabajo: hipoteca, rubias con pecho
natural y las palabras “orgullo” y “dignidad”, como cada mañana en los últimos
diez años. Planta 7. Abriendo puertas. Caminó cuarenta y cinco pasos y medio hasta su puesto con la
discreción ninja de una monja mientras su mirada araba una moqueta de azul
desvaído con tantos gérmenes y tan antiguos que tenían sus propios cantares de
gesta. Al paso de sus mocasines, veinticuatro cámaras de seguridad se giraron
como si Charlize Theron hubiera entrado en un penal mientras las miradas del
resto de personal afloraban por encima de los monitores con el disimulo de un
hombre-orquesta, como cada mañana en los últimos diez años. Encendió el
ordenador, se cercioró de estar correctamente peinado, introdujo la
contraseña número uno, se colocó sus gafas de concha negra, introdujo la
contraseña número dos, comprobó que su aliento olía a "menta ventisca glacial",
introdujo la contraseña número tres y ya pudo empezar a trabajar, como cada
mañana en los últimos diez años. Welcome to the Matrix. Después de tres títulos
universitarios, dos cursos superiores y un máster, el empleado número 4376 había
encontrado su lugar en el mundo como "técnico analista de fluctuación cuantitativa
en tiempo real de tráfico online en el portal corporativo", es decir, se
dedicaba a contar el número de visitas que recibía la web de la entidad
sin ánimo de lucro (excepto para sus directivos) en la que trabajaba desde que
un buen día decidió probar suerte en un lugar en el que no se habrían adentrado
ni Ulises con sus amigos ni Dante con Virgilio ni Rambo son sus flechas. Un lugar en el que ni la luz, ni el aire ni la propia naturalidad eran naturales. Un lugar en el que tres mil cien hombres y mil doscientas setenta y seis mujeres trabajaban con la mecánica alegría de quienes antaño remaban en galeras. Un lugar cuyo ambiente era tan sano que hacía que El paraíso perdido pareciera Woodstock. Un lugar en el que los seres humanos se dividían en dos castas: los cabrones que mandan y los sumisos que obedecen. Un lugar en el que el síndrome de Estocolomo era una buena alternativa a quemarse a lo bonzo o a saltar desde la azotea. Un lugar en el que las copas de Navidad provocaban el vómito antes de que cualquier mojara su lengua en alcohol. Un lugar que recomendar a tus peores enemigos. Un lugar contra el que sólo había dos vacunas posibles: la lobotomía o el desempleo.
Tres horas y cinco visitas a la web más tarde, llegó la hora del
café. Estampida. La conquista del Oeste bajo luces alógenas. La cafetería como el Dorado. Pero él no: el empleado número 4376 seguía en su puesto, como si fuera el vigía encargado de avisar de cualquier incursión de alienígenas seguidores de Charles Manson. No pasarán. Sus ojos permanecían atentos a la pantalla, listos para detectar cualquier cambio que elevara a seis el número de visitas de la web. Mientras, en el abrevadero de cafeína, sus compañeros de trabajo seguían tejiendo cotilleos, quejas y leyendas urbanas a la velocidad de la luz. Veinte minutos más tarde, el aire de la oficina volvió a llenarse de dedos que martilleaban teclados y teléfonos que ululaban como dragqueens en primavera. Y el empleado número 4376 seguía ahí, con sus cinco visitas, su web de mierda y su cara de nerd caído en desgracia. Una hora más tarde, la vejiga del empleado número 4376 amenazaba riada y se levantó en dirección al baño, mientras sus compañeros de oficina cuchicheaban a su paso. Cuatro segundos antes de alcanzar la Meca alicatada donde peregrinan los sufridos seguidores del retrete, la puerta de la directora de departamento se abrió y le engulló como un tiburón blanco con síndrome de abstinencia. Reunión urgente. Urgente no es sinónimo de rápida. Tampoco de eficaz.
Dos horas y media más tarde, el empleado número 4376 salió del despacho de su jefa con una idea muy clara: su jefa tenía que cambiar la medicación, visto que la medicación no le cambiaba a ella: alguien tenía que ganar aquella batalla. Por fin, llegó al baño y puso en marcha el aspersor de orina. Volvió a su puesto, dejando un un reguero de comentarios en el que “despido” era trending topic. Cinco visitas.
A la hora de la comida, todos los morlocks se marcharon. Todos menos el empleado número 4376, que seguía en su puesto. Las cámaras de seguridad le observaban con el detenimiento con el que un adolescente mira un vídeo porno. Cinco visitas. De pronto, su teléfono móvil vibró. “Casa”. Una gota de sudor hizo rafting por su frente. Dilema: Cumplir con su trabajo o hablar con su mujer. Inspiró.
Tres horas y cinco visitas a la web más tarde, llegó la hora del
café. Estampida. La conquista del Oeste bajo luces alógenas. La cafetería como el Dorado. Pero él no: el empleado número 4376 seguía en su puesto, como si fuera el vigía encargado de avisar de cualquier incursión de alienígenas seguidores de Charles Manson. No pasarán. Sus ojos permanecían atentos a la pantalla, listos para detectar cualquier cambio que elevara a seis el número de visitas de la web. Mientras, en el abrevadero de cafeína, sus compañeros de trabajo seguían tejiendo cotilleos, quejas y leyendas urbanas a la velocidad de la luz. Veinte minutos más tarde, el aire de la oficina volvió a llenarse de dedos que martilleaban teclados y teléfonos que ululaban como dragqueens en primavera. Y el empleado número 4376 seguía ahí, con sus cinco visitas, su web de mierda y su cara de nerd caído en desgracia. Una hora más tarde, la vejiga del empleado número 4376 amenazaba riada y se levantó en dirección al baño, mientras sus compañeros de oficina cuchicheaban a su paso. Cuatro segundos antes de alcanzar la Meca alicatada donde peregrinan los sufridos seguidores del retrete, la puerta de la directora de departamento se abrió y le engulló como un tiburón blanco con síndrome de abstinencia. Reunión urgente. Urgente no es sinónimo de rápida. Tampoco de eficaz.
Dos horas y media más tarde, el empleado número 4376 salió del despacho de su jefa con una idea muy clara: su jefa tenía que cambiar la medicación, visto que la medicación no le cambiaba a ella: alguien tenía que ganar aquella batalla. Por fin, llegó al baño y puso en marcha el aspersor de orina. Volvió a su puesto, dejando un un reguero de comentarios en el que “despido” era trending topic. Cinco visitas.
A la hora de la comida, todos los morlocks se marcharon. Todos menos el empleado número 4376, que seguía en su puesto. Las cámaras de seguridad le observaban con el detenimiento con el que un adolescente mira un vídeo porno. Cinco visitas. De pronto, su teléfono móvil vibró. “Casa”. Una gota de sudor hizo rafting por su frente. Dilema: Cumplir con su trabajo o hablar con su mujer. Inspiró.
- Hola. ¿Qué tal?
- ¡Hola! ¿cómo estás?
- Bien, todo bien. Ya sabes, mucho lío.
- ¿Vendrás pronto esta tarde?
- Me encantaría. ¿Por qué?
- Me gustaría que me ayudaras a escoger el color de
unas cortinas que he visto.
- Haré todo lo posible por salir pronto.
- ¿Estás liadísimo, no?
- Un poco…estamos inmersos en una campaña y hay muchos
nervios.
- ¿Qué campaña? ¿La de la cerveza coreana?
- No, esa no. Otra.
- Bueno, tú tranquilo, mi vida. Eres el mejor publicitario
de España.
- Publicista.
- Eso. Publicista, pero tranquilo, cariño, saldrá todo
bien.
- Oye, te tengo que dejar, ¿vale? Tengo jaleo.
- ¡Ánimo! Un beso. Hablamos luego.
Cuando todo el mundo regresó
envuelto en olor a fritanga y puchero, el empleado número 4376 seguía ahí, en
su puesto. Cinco visitas. Sin novedad en el Tártaro.
A las ocho menos veinte de la
tarde, a veinte minutos de que la oficina adquiriera la paz de los cementerios,
el teléfono móvil del empleado número 4376 volvió a vibrar. “Casa”, se imaginó.
Error. “Seguros Mapfre”. Su corazón se convirtió en un tambor tirado ladera
abajo y su paquete se agigantó como una vela con viento a favor. No había
dilema posible. El empleado número 4376 levantó sus setenta kilos de traje y salió disparado
al descansillo de la escalera de incendios, mientras todos sus compañeros
empezaron a tejer en su imaginación una historia de emergencia casera con final
dramático en el hospital y las cámaras de seguridad le miraron como aliens al
paso de Ripley. Dos minutos y una erección más tarde, al volver a su puesto, la mente del
empleado número 4376 ya no estaba preocupada por las cinco visitas ni por la
web ni por su jefa ni por su trabajo ni por la esposa que le esperaba en casa
para elegir el color de unas cortinas ni por la carpa de circo emergida en su entrepierna: todo lo ocupaba la amante cuarentona que le había nombrado
sustituto oficial de un ramillete de consoladores ordenado por colores; la misma mujer que creía que el toy boy al que se estaba tirando en ausencia de su marido era un prometedor broker; la misma "Seguros Mapfre" que acababa de conseguir que, una noche más, el empleado número 4376 tampoco llegara a tiempo de dar las buenas noches a su hijo; la misma loba que, en apenas media hora, iba a estarse follando al más capullo de todos los corderos. Apagó
su ordenador. Tragó saliva y se encaminó al despacho de su jefa. La conversación
duró poco. El empleado número 4376 salió con su entrepierna convertida en
una anaconda mientras su jefa se autoconvencía en su despacho de la bondad de
permitir salir a un empleado para velar en urgencias por el cuidado su suegra nonagenaria
tras ser mordida en la yugular por un Schnauzer enano.
Ya en el ascensor, el empleado número 4376 sonreía triunfal y excitado, mientras el hilo musical le amenizaba el descenso al mundo real con grandes éxitos new age…hasta que la luz parpadeó y el ascensor se detuvo entre la tercera y la segunda planta. "Por favor, conserve la calma. En breves minutos, un operario cualificado resolverá esta incidencia". El empleado número 4376 miró su reloj. Las ocho menos cinco.
Ya en el ascensor, el empleado número 4376 sonreía triunfal y excitado, mientras el hilo musical le amenizaba el descenso al mundo real con grandes éxitos new age…hasta que la luz parpadeó y el ascensor se detuvo entre la tercera y la segunda planta. "Por favor, conserve la calma. En breves minutos, un operario cualificado resolverá esta incidencia". El empleado número 4376 miró su reloj. Las ocho menos cinco.
A la mañana siguiente, el empleado
número 4376 seguía allí. "Por favor, conserve la calma. En breves minutos, un
operario cualificado resolverá esta incidencia".
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