En no pocas ocasiones, hechos o anécdotas de lo más banales dejan ver los resortes que están ocultos en nuestra sociedad o, mejor dicho, en nuestra forma de pensar y actuar. Un ejemplo de ello lo encontramos en el "caso Filipe Luis", jugador al que el Atlético de Madrid fichó en su día estando gravemente lesionado y que ahora quiere marcharse como sea (es decir, de malas maneras) al Chelsea inglés. Ello ha motivado un visceral tormentón de críticas, insultos y comentarios varios que tienen su común denominador en reprochar al futbolista su ingratitud o, dicho de otro modo, en reclamarle gratitud, como si ésta formara parte de un contrato o fuera una consecuencia lógica más propia del campo de la física y la matemática que del comportamiento humano.
Y es que uno de los mayores problemas que tenemos es actuar con la expectativa (consciente o no) de que la gente por defecto es agradecida o va a recompensar nuestras atenciones, méritos y esfuerzos o se va a comportar bien con nosotros si nosotros nos portamos bien con ellos. Una forma de ser que, extrapolada, se podría resumir en el convencimiento de que si actuamos "bien" (sea lo que sea lo que cada uno entienda por "bien") la vida y/o las personas que hay en ella nos corresponderán en igual manera como resultado de una especie de reciprocidad cósmica. Es decir, que el quid de la cuestión está en que actuamos con la esperanza de que obtendremos algo (bueno) a cambio. Algunos sabios llaman a esto "sentimiento de retribución". El problema inmediato de esa expectativa es que es completamente infundada porque la vida y/o las personas que hay en ella, lejos de correspondernos, nos dan constantemente motivos para volvernos escépticos, cínicos o directamente misántropos. Es decir, que lo normal (lo frecuente, lo habitual, lo común, lo más probable) siempre que sigamos este "patrón buenista" de comportamiento es que las "consecuencias" de nuestras acciones no se ajusten a "lo esperado", esto es: que se nos queda cara de gilipollas justo antes de que hagan aparición el disgusto, la indignación, el cabreo, el desconcierto, la decepción, el rencor, las vestiduras rasgadas, los gritos en el cielo, las ganas de tener palabritas con el prójimo, con Dios o con el maestro armero...
Pero, más allá de esto, el principal problema de esta forma de pensar y comportarse radica en reaccionar ante esa frustración como si nos pillara de nuevas, en ningunear lo aprendido, en olvidar los escarmientos previos, en permitir que nos afecte como si fuera algo inesperado, en dejar que el tren de la realidad nos pase por encima una vez y otra y otra y otra.
Recapitulando, no sólo actuamos sin tener recuerdos que respalden nuestras decisiones sino que además obviamos las decepciones vividas. Muy listos, lo que se dice listos, no somos, porque actuar ignorando que la vida no es justa (ojo, tampoco injusta) y que el planeta Tierra está lleno de mierdas que caminan sobre dos piernas es una actitud tan absurda y gilipollesca como olvidar que el fuego quema.
Pero, más allá de esto, el principal problema de esta forma de pensar y comportarse radica en reaccionar ante esa frustración como si nos pillara de nuevas, en ningunear lo aprendido, en olvidar los escarmientos previos, en permitir que nos afecte como si fuera algo inesperado, en dejar que el tren de la realidad nos pase por encima una vez y otra y otra y otra.
Recapitulando, no sólo actuamos sin tener recuerdos que respalden nuestras decisiones sino que además obviamos las decepciones vividas. Muy listos, lo que se dice listos, no somos, porque actuar ignorando que la vida no es justa (ojo, tampoco injusta) y que el planeta Tierra está lleno de mierdas que caminan sobre dos piernas es una actitud tan absurda y gilipollesca como olvidar que el fuego quema.
¿De dónde viene todo esto? Pues, fundamentalmente, procede del mundo de la religión en general y de la judeo-cristiana en particular. Al fin y al cabo, la religión siempre ha consistido en convencer al ser humano (aunque sea acojonándolo) de que haciendo "lo indicado" (lo bueno, lo justo, lo piadoso, etc) le irán bien las cosas. Es decir, la religión, en el fondo, no deja de ser un placebo para sobrellevar la existencia en un mundo con exceso de hijos de puta que, como placebo, no siempre da resultado. Igual que no lo da el mundo que nos venden los anuncios publicitarios, los políticos, las películas, los padres...Y aún así, seguimos cayendo en la trampa: la ingenuidad humana siempre encuentra excusas para convertirnos en víctimas de nosotros mismos.
¿La moraleja de todo esto? Cuanto antes tengamos claro que comportarse bien no conlleva automática ni obligatoriamente efectos secundarios positivos, mejor. O, dicho de otra manera: que no nos comportemos con vistas a una consecuencia o un efecto que es muy probable que no sea el que aparece en nuestro guión. Con esto no quiero defender que no seamos buena gente (ya hay demasiada gentuza, así que mejor destacar siendo diferentes) sino que sepamos en qué mundo vivimos y nos movemos ya que una cosa es ser bueno y otra gilipollas, porque por ser eso, gilipollas, hemos convertido por ejemplo la gratitud no ya en algo excepcional sino en una fuente de problemas.
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