sábado, 24 de mayo de 2008

Indiana Jones: En busca de la nostalgia perdida

Ayer vi la cuarta y ¿última entrega? de la saga de aventuras más famosa de la historia del cine: "Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal". Una película que no juega tanto con la espectacularidad y los sensacionales guiones de sus predecesoras como con un casi permanente guiño a los nostálgicos fans de lo que hasta el jueves 22 de mayo fue una trilogía. Como siempre hago en estos casos, haré un resumen por puntos:



  • El director: Steven Spielberg. Con eso ya está casi todo dicho. Es uno de los pocos directores que puede permitirse el lujo de, cuando se lo toma en serio, bordar un drama de lo más conmovedor o una espectacular película de fantasía y aventuras. En este caso, la película denota todo el oficio (que es muchísimo) de Spielberg, si bien no puede presumir del ritmo y el asombro que mostraban los tres films previos. Una dirección impecable que, sin embargo, hace añorar al Spielberg de otros tiempos.


  • El reparto: Tan acertado en su elección como viene siendo costumbre en la saga, cumple con eficaz solvencia sus cometidos, si bien hay varios personajes que son meros clichés del género de una forma tan clara y simple que roza lo pueril (Irina Spalko y "Mac" George Michale, por poner unos ejemplos). En lo referente al joven lugarteniente del arquélogo más famoso del cine, Shia LeBouf ofrece una actuación en la que, además de constituir un calco estético al Marlon Brando de "Salvaje", evidencia que como intérprete es simplemente correcto pero que tiene un carisma que brilla enormemente en películas de este tipo...como le ocurrió al hombre detrás de Han Solo y Rick Deckard. En cuanto a Indy, Harrison Ford borda ese Indiana Jones crepuscular que se sabe observado por fans de todas las edades. Es quizás una de las mayores virtudes de la película: que Indiana Jones es humano y por el pasa el tiempo y la vida, con todo lo que eso significa.


  • El guión: Tras una elección llena de vericuetos y contratiempos propios del protagonista de la película, el guión está firmado por David Koepp, el hombre que perpetró uno de los mayores sinsentidos y de las más estúpidas adaptaciones que ha visto (o, mejor dicho, sufrido) el cine reciente: "La guerra de los mundos". Si poner al responsable argumental de semejante sandez es la mejor elección consensuada por George Lucas, Steven Spielberg y Harrison Ford, me cisco en el consenso. La premisa no está mal, pese a que mezcle churras precolombinas con merinas extraterrestres. Lo peor es la propia forma de contar la historia, con menos gracia que Paquirrín desfilando en Pasarela Cibeles y con más cabos sueltos que la investigación del 11-M. Si a eso unimos unos diálogos no excesivamente brillantes y a menudo desafortunados, el guión de esta película es el verdadero enemigo de Indiana Jones y no Irina Spalko. Así de claro.
  • La música: Salida de la chistera de uno de los mejores compositores de todos los tiempos cinematográficos: el gran, gran, grandísimo John Williams. Por él sí que no pasan los años ni la calidad.

  • La película: En sí misma, es un homenaje a los seguidores de la trilogía, pues ofrece muchos guiños a los fans más avispados (el "Arca perdida" guardada en el área 51, las fotos de Henry Jones Senior y Marcus Brody, el recordatorio del miedo a las serpientes, el propio personaje de Marion Ravenwood...). Es una estupenda película de aventuras de un Indiana Jones otoñal que, por mucho que se empeñen, no está a la altura de los tres títulos que la antecedieron. No obstante, fue el propio George Lucas quien ya avisó a los entusiastas (entre los que me incluyo): "Cuando haces una película como ésta, una secuela tan, tan esperada, la gente espera que se trate de algo muy grande, como la segunda venida de Jesucristo. Y no lo es". No, no lo es, George, pero tampoco está al mismo nivel que las otras, que era lo mínimo que se podía pedir. Una cosa es hacer una película donde la aventura, la acción y el humor bueno constituyan un film increíble (que eso es lo que son las tres anteriores entregas), y otra muy distinta es realizar una película de aventuras que cuesta creer y en la que se utiliza la nostalgia como cheque en blanco para inflar una producción cuyo principal valor es la buena fe y predisposición de quien va a verla, una benevolencia que hace pasar por alto los ya incluso entrañables fallos de racord, obviar el tufo a plató de muchos escenarios y pasar de puntillas por absurdos diálogos y escenas o tramas de lo más inverosímiles sin más justificación que el "porque sí".

En definitiva,"Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal" es una entretenida película hecha para nostálgicos que colmará y frustrará simultáneamente a los fans de la saga. A esta película la salva Indiana. En tiempos en los que por el cine se pasean sagas herederas directas del arqueólogo Jones como son "La búsqueda" o "La momia", que recuperan y potencian las mejores virtudes de la otrora trilogía, cuesta creer que Lucas, Spielberg y Ford hayan apostado tanto por una película que, al terminar de verla, hace echar de menos el empaque añejo y colosal de "En busca del arca perdida", "El templo maldito" y "La última cruzada". En fin, menos mal que Indiana Jones ya es mito e icono, que si no...

martes, 20 de mayo de 2008

Bell y Meucci: Una disputa telefónica

¿Quién inventó el teléfono? Si está pensando en Alexander Graham Bell…¡está equivocado! Uno de los inventos más trascendentales de la Historia nació de las manos de un “desconocido” ingeniero italiano: Antonio Meucci.

- Ciao. ¿Sei signore Bell?
- Yes. Why? Who are you?
- Io sono Antonio Meucci, il inventari del telefono.
- Really? Me too!

Esta ficticia conversación telefónica podría resumir a la perfección quiénes son los dos grandes nombres propios que hay detrás de la invención de uno de los aparatos más revolucionarios e indispensables en la sociedad actual: el teléfono. Los laureles se los llevó cierto escocés nacionalizado norteamericano y que responde al nombre de Alexander Graham Bell; las hieles, por el contrario, fueron a parar a un italiano que no se desenvolvía muy bien con el idioma inglés: Antonio Meucci.


Alexander Graham Bell: De la cabeza parlante al teléfono
Uno de los hijos más famosos de Escocia (con permiso de
William Wallace, Macbeth y Sean Connery), nació en Edimburgo en 1847. Como tantos otros genios, no fue un estudiante modélico, si bien demostró ser un chico de lo más virtuoso, con habilidades innatas para tocar el piano, la mímica o, incluso, la ventriloquia. Sea como fuere, el hecho de pertenecer a una estirpe de logopedas y contemplar cómo una sordera gradual iba privando de oído a su madre, inclinó a Bell a interesarse por los temas relacionados con el sonido y la voz humana, curiosidad que estuvo marcada en sus inicios por experimentos tan extravagantes como fabricar una cabeza mecánica (influencia del autómata de Sir Charles Wheatstone) que “decía” la palabra mamá o “manipular” al perro familiar, Trouve, para que ladrara algo similar a “How are you, grandma?” (¿Cómo estás, abuela?). ¿Qué sería de un genio sin sus rarezas?

En 1870, Alexander Graham Bell cruzó el Atlántico huyendo de una tuberculosis que amenazaba con diezmar a su familia, pero no así su talento. De esta forma, mientras continuaba su exitosa enseñanza para sordomudos, experimentó con ingenios como el “telégrafo armónico”, con la idea de que se podían enviar mensajes a través de un alambre mientras cada uno fuera transmitido en un distinto pulso, o el “fonoautógrafo”, curioso dispositivo que dibujaba formas sobre cristal ahumado basándose en ondas acústicas. Tales experimentos llevaron a Bell a creer firmemente que sería posible enviar tonos en un alambre de telégrafo utilizando para ello un aparato de múltiples alambres. ¿Qué le hacía falta para demostrarlo? Dinero. Éste llegó de manos de uno de los mentores de Bell en Estados Unidos y su futuro suegro, Gardnier Greene Hubbard, presidente de la Escuela Clarke para el Sordo, quien decidió apostar por la idea del escocés visto el formidable éxito del telégrafo. No obstante, fue la serendipia y no la pecunia la que catapultó al genio de Edimburgo a la fama universal: El 2 de junio de 1875, el ayudante de Bell, Thomas Watson desenchufó accidentalmente uno de los alambres del dispositivo, permitiendo oír a Bell las insinuaciones que llegaban al final del alambre, esenciales para transmitir el discurso sonoro. Este suceso demostró al escocés que solamente era necesario un alambre para que “su teléfono” tuviera éxito, un invento que patentaría meses más tarde, ya en 1876. Después vinieron hitos como la fundación de la Bell Telephone Company o la National Geographic Society pero eso…es otra historia.



Antonio Meucci: ¿Teléfono? No, teletrófono
El ingeniero Antonio Giuseppe Meucci comenzó su infortunada existencia en 1808 en la bella ciudad italiana de Florencia. Allí, al igual que su colega y rival escocés, desarrolló en su juventud un peculiar ingenio: un antecesor del teléfono en el Teatro della Pergola, donde trabajaba como técnico de escenografía, y que mejoró notablemente la comunicación entre sus compañeros, tanto que hoy todavía se utiliza. No obstante, del mismo modo que Bell tuvo que cruzar el Atlántico para huir de una enfermedad, Meucci atravesó en 1835 el océano con su mujer con el fin de escapar de las reiteradas acusaciones de conspiración política, dejando atrás un país al que nunca regresaría y empezando una nueva vida en Cuba. En La Habana, Meucci volvió a sus menesteres artísticos trabajando de tramoyista en el Gran Teatro de Tacón, pero sin descuidar su faceta de inventor, pergeñando un curioso sistema de descargas eléctricas terapéuticas que utilizaba para aliviar dolencias reumáticas.

Sin embargo, cinco años después de su desembarco en tierras cubanas, el matrimonio Meucci puso rumbo a Estados Unidos, a Clifton (Staten Island), en las cercanías de Nueva York. Sin saberlo, la suerte de este florentino iba a cambiar…para siempre, y a peor. Al poco de establecerse en aquellos lares, este pintoresco ingeniero puso en pie una fábrica de velas (sí, se dedicaba a cualquier cosa menos a las que se le podría presuponer) y se convirtió en un prohombre de la comunidad italiana neoyorquina. En aquel entonces, una nueva coincidencia con el escocés Bell dio el impulso definitivo al ingenio de Meucci: el problema de salud de un ser querido. Si en el caso de aquel fue la sordera de su madre, en el del italiano fue el reumatismo de su esposa, que la postró irremisiblemente en cama. Ante esta situación, el talentoso florentino ideó en torno al año 1854 un aparato que permitía comunicar la habitación de su mujer con el taller donde trabajaba, ya que descubrió que transformar la vibración sonora en impulso eléctrico hacía posible transmitir, cable mediante, la voz a distancia. Por mucho que se empeñara en llamarle “teletrófono”, Meucci acababa de inventar el teléfono y con bastantes años de antelación respecto a Alexander Graham Bell, como se encargó de evidenciar públicamente en 1860, cuando consiguió reproducir la voz de una cantante a lo largo de un notable trecho, suceso del que se haría eco la prensa italiana de Nueva York. El próximo paso era patentar el invento. Comenzaban los problemas.

¿Alguien ha visto mi teléfono?
Tras la exhibición pública de su invento, Meucci comenzaría a sufrir lo que podría denominarse como “desapariciones misteriosas”: la primera de ellas protagonizada por un tal señor Bendelari, que se llevó un prototipo del aparato y documentación sobre el mismo a tierras italianas o al limbo, porque jamás se volvió a saber de él; la segunda desaparición es la que atañe a los trabajos de Meucci empeñados por su mujer, para costear las vacas flacas que provocó un accidente del que el desgraciado florentino salió, literalmente, quemado, y que jamás consiguieron recuperar; y la tercera y más sonada desaparición: la que nos habla de cómo se perdieron misteriosamente documentos y materiales demostrativos del “telégrafo parlante” de Meucci que éste había presentado en 1874 a unos laboratorios de la
Western Union Company en los que – oh, casualidad – trabajaría años más tarde Alexander Graham Bell. En este último caso, el infortunado florentino tenía tres importantes elementos en su contra a la hora de recuperar su prodigioso aparato: una situación económica bastante precaria, un escaso dominio del idioma inglés, y la sagacidad de los directivos de la Western Union para preservar un invento potencialmente rentable, aun a costa de arrebatárselo a su autor con excusas de lo más peregrinas.

No obstante, no todo fueron desgracias en ese tiempo para el inventor italiano. Empleando buena parte de sus ahorros, depositó el 28 de diciembre de 1871 una demanda de patente de su teletrófono, documento renovable anualmente por un coste sensiblemente menor que el de una patente (10 dólares aquel, 250 ésta). Sin embargo, la penuria económica de Meucci no tardó en volver a interferir en el devenir del teletrófono y el florentino se quedó sin poder renovar la demanda de patente sólo dos años después de haberla depositado.

Y, como si algo puede ir mal, irá a peor, en 1876 Meucci estuvo próximo a quedarse catatónico al enterarse de que un escocés con mejor posición económica y contactos más importantes había patentado un invento: el suyo.

Scusi, quel telefono è il mio
Pobre pero con su orgullo intacto, Meucci inició un pleito judicial con Bell para recuperar su honra y, de paso, el reconocimiento como padre del teléfono, teletrófono, telégrafo parlante o como quisiera llamarse al aparato que él había inventado antes que nadie. Sin embargo, la mala suerte jugaría un papel decisivo en la vida del inventor italiano: no tenía evidencias materiales de su invención (todas se habían “extraviado”), no tenía mucho dinero y, por último pero más importante, su rival, Alexander Graham Bell, tenía más influencia y mejores abogados. No en vano, el escocés ya había salido airoso de litigios similares contra otros supuestos “inventores del teléfono” como
Elisha Gray o Amos Dolbear. Un éxito nada casual, pues a lo largo de 18 años, la Bell Telephone Company solventó positivamente cerca de 600 demandas de personas que reclamaban la autoría del teléfono.

Con todos estos ingredientes, no es de extrañar el plato resultante: Antonio Giuseppe Meucci moriría pobre y triste en 1889 mientras Alexander Graham Bell disfrutaría de la fama universal (y sus réditos económicos) como inventor del teléfono, gracias a unos abogados que hábilmente embarrancaron con recursos la investigación por fraude puesta en marcha por el Tribunal Supremo de Estados Unidos. A tanto llegó el reconocimiento de este escocés que el día de su muerte, el 2 de agosto de 1922, los teléfonos de EEUU enmudecieron durante un minuto como tributo a su difunto “padre”.

Un final ¿feliz?
Aunque Bell ya había pasado para la posteridad como uno de los inventores más célebres de la historia y Meucci dormía para toda la eternidad sumido en el ostracismo, esta peculiar historia de estrellas y estrellados tendría un nuevo final en
2002. El 11 de junio de ese año, y gracias a la decidida campaña puesta en marcha por el congresista ítaloamericano Vito Fossella a favor de su compatriota, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó por unanimidad un documento que reconocía a Antonio Meucci como inventor del teléfono, al tiempo que destacaba su “extraordinaria y trágica” trayectoria. Más vale tarde que nunca, aunque, a buen seguro, al desafortunado ingeniero florentino le habría encantado disfrutar de ese reconocimiento en vida, un éxito del que se vio privado por sólo diez dólares. Nunca la fama costó tan poco.



Para más información:

viernes, 16 de mayo de 2008

Extraterrestre, que estás en los cielos...

¡Es posible que existan extraterrestres! Esto no la ha dicho ni J.J.Benítez ni Íker Jiménez ni el agente Mulder ni el capitán Kirk. Lo ha dicho el astrónomo jefe del Vaticano, el argentino José Gabriel Funes, en una entrevista para el periódico de cabecera de la Santa Sede. Toma jeroma. Para que luego digan que el Vaticano es rancio y caduco. Bien es verdad que esto no lo ha dicho ningún purpurado ni mucho menos nadie que hable en nombre del Papa, pero no deja de ser curioso e importante que alguien del ombligo religioso cristiano se pronuncie claramente sobre el tema. Y, lo que es más importante, que lo haga con una sensatez y naturalidad que es de agradecer, teniendo en cuenta el gusto vaticano por hablar para iniciados...
Dejando a un lado las posibles implicaciones teológicas, a mí me parece sensacional que se hable con naturalidad de algo que puede ser perfectamente posible o, cuando menos, probable: que no estemos solos en el universo. Porque, vamos a ver, ¿alquien cree que en un espacio infinito como es el cosmos vamos a ser la única forma de vida? Una cosa es que nos creamos los reyes del mambo galáctico y otra es que seamos unos necios. Esto es sencillo: Si el Universo no tiene límites, tampoco deberían tenerlo cábalas como las que apuestan por la existencia de otras formas de vida. Hay infinitas probabilidades y posibilidades, por tanto, hay espacio para todos, nunca mejor dicho.

Yo, que soy católico creyente y practicante, no tengo ningún problema en reconocer que, lejos de descartar que existan extraterrestres, creo que sí existen y que es perfectamente lógico, por los motivos arriba citados. Y esto no colisiona en absoluto con mis creencias.
Creer en Dios y en ET es perfectamente compatible, incluso aunque ET sea ateo, animista, panteísta o rastafari. Además, uno y otro comparten el mismo mensaje: "Hay otra vida", aunque por motivos bien distintos. Religión y ufología son piezas de un mismo puzzle, que no es otro que el de la mera existencia. Además, ambas tienen algo en común bastante importante: dada la ausencia de pruebas irrefutables y la escasez de indicios, ambas apelan a la fe, a creer por convicción personal y no empíricamente demostrable en que hay "algo más". Por tanto, creer en Dios y en que exista vida en otros lugares que no sean la Tierra no sólo es compatible, sino que es coherente de punta a cabo. En ambos casos, si crees, crees en ello, aunque no lo puedas demostrar.

El problema es que la creencia en otras formas de vida ha sido tan denostada o más que la religión en general y el catolicismo en particular. Creer en extraterrestres se ha asociado a lunáticos, estrafalarios y frikis. Parecía y parece que el interés por la ufología ha sido patrimonio de talibanes de lo absurdo, cuando lo cierto es que hay mucha gente, seria y honesta que, movidos por una sana curiosidad, han investigado e investigan este campo con un creciente rigor y responsabilidad. Por suerte, actualmente, la ufología tiene por estandartes a personas con una formación y una seriedad que en nada tiene que envidiar a la de otros investigadores o científicos, aunque el cliché de "chalado" sigue estando y estará ahí mucho tiempo, adosado como un sanbenito para el que crea en otras formas de vida, sean como sean.

Yo, por mi parte, estaré encantado de tener "hermanos" fuera de este peculiar planeta y entonces como ahora, seguiré estando convencido de que creer en Dios es compatible con creer en la ciencia (sea cual sea su ámbito de estudio) porque, en esencia, ambas radican en lo mismo: creer en la Vida, en toda su universal extensión. Por tanto, del mismo modo que la religión, desprovista de todo el folclore mitológico asociado (en mi caso, véase Antiguo Testamento), no está reñida en absoluto con la ciencia, la creencia en formas de vida extraterrestres, desprovista de todo el aderezo lunático, no choca con mi fe ni con mi sensatez. No obstante, mientras salimos de dudas, yo seguiré disfrutando de fantasías como "Star Wars", "Star Trek", "ET", "Encuentros en la 3ª fase", "Dune", "Futurama", "Flash Gordon"... En fin: Yo Creo. Y punto.

lunes, 12 de mayo de 2008

El AtlétiKun, a la Champions

Once años más tarde, después de alternar el ridículo con el fracaso, el Atlético de Madrid se ha clasificado de nuevo para la Liga de Campeones. Perdón, para ser honestos, hay que decir que, si todo va bien, el año que viene jugará la Champions el AtlétiKun de Madrid, porque ha sido ese jugador, Sergio "Kun" Agüero el máximo responsable de que el Atleti vuelva a la senda de los laureles y abandone la gris clase media futbolística. Un genio que ya ha hecho olvidar las proezas de cierto Niño, de Kiko y de tantos otros. Un nuevo dios para la religión rojiblanca. Pero, como siempre hago, haré un repaso por todos los aspectos de mi equipo del alma, una vez se puede considerar ya finiquitada la temporada:

  • El equipo: Un genio al que llaman Kun; un soberbio delantero y mejor hombre de equipo de apellido Forlán; un hombre comprometido con el respeto a un escudo de nombre Maxi; un portugués, Simao, al que le costó destapar el tarro de las esencias y dos chavales, Raúl García e Ignacio Camacho, que se han batido el cobre con centrocampistas de más renombre y experiencia como si les fuera la vida en ello. Eso ha sido el verdadero Atlético de Madrid. El resto de jugadores fueron, para su desgracia, mera comparsa entregada por completo a abrillantar con su mediocridad el talento y esfuerzo de los arriba citados. El Atleti, fiel a su extravagante e insondable hado, se ha empeñado en conquistar un billete a la gloria sin jugar a algo que sea reconocible como fútbol, excepto cuando el balón está en las botas del Kun Agüero o Diego Forlán. Así es el Atleti. Capaz de tirar dos competiciones a la basura pero de clasificarse para la Liga de Campeones. Inexplicablemente desquiciante y adictivo.
  • El entrenador: Javier Aguirre. Sabido es que este "cuate" no es santo de mi devoción, pero ha sido el técnico del año del regreso a Europa y sólo por eso creo que es honesto respetar su trabajo, aunque para mí sea más que discutible. Incapaz de imponer un estilo de juego claro y de solventar problemas como los defensivos, Javier Aguirre sí ha demostrado en cambio saber ganarse el cariño de sus jugadores, que han estado "ahí" a la hora de la verdad. El Atleti ha llegado donde ha llegado por las genialidades de Kun, Forlán y unos pocos más, no por juego ni por preparación táctica. Mas si aun así ha llegado al principal objetivo señalado para esta temporada, no debería peligrar el puesto de un entrenador que, pese a todo (incluido él mismo), es el del equipo que ha devuelto desde ayer la ilusión al Calderón.

  • Los dirigentes: Una de las razones por las que el Atleti ha vivido ciertas peripecias esta temporada y las previas ha sido padecer esquizofrenia institucional. Con mucha frecuencia se escuchan voces distintas, ambas con capacidad de decisión, que a menudo pueden incurrir en contradicciones. Es lo que tiene que el Consejero Delegado, Miguel Ángel Gil Marín, mande más que el Presidente, Enrique Cerezo. "Tú figura que yo dirijo". Y así nos ha ido. Pero así no nos puede seguir yendo. Es necesario, por coherencia, que quien mande, para bien o para mal, sea una misma persona. Yo, en particular, prefiero que sea Enrique Cerezo, que es quien ha dado la cara todos estos años y no Miguel Ángel Gil Marín, la sombría mano que mece la cuna del Manzanares y que hace tiempo debía haber dejado el club para favorecer una transición desde el gilismo a la modernidad. ¿En cuántos clubs han visto que no sea el Presidente el que mande? Pues eso...
  • La afición: La única que ha sido, es y será siempre de Liga de Campeones, Mundial, Oro olímpico y lo que se tercie.

Tiempo habrá de hacer limpieza y soltar el lastre de morralla que actualmente impide volar más alto. Ahora sólo impera hacer un cosa: Disfrutar de una alegría de esas que el Atleti no suele prodigar. ¡Champions, allá vamos! ¡Que tiemble Europa que llega el AtlétiKun de Madrid!

domingo, 11 de mayo de 2008

Magia, con "M" de musical

Fue Disney quien reconcilió al público, especialmente el infantil, con la música clásica a través de esa maravillosa película llamada "Fantasía". Fue y es Disney quien ha reconciliado al público, especialmente el infantil, con los musicales a través del prodigioso espectáculo "La Bella y la Bestia", inspirado en la película homónima. Ayer sábado tuve la inmensa fortuna de poder asistir a este gran (en todos los sentidos) show y no me resisto a escribir algo acerca de esa sensacional experiencia.

Este musical, caro como todos y sorprendente y emotivo como pocos, nos sumerge durante más de dos horas en un mundo fantástico donde toman cuerpo y voz todo el fabuloso imaginario de ese inolvidable cuento de hadas que encumbra una de las mejores lecciones que se puede aprender en esta vida: la verdadera belleza está en el interior.

Si tenemos en cuenta que todo (y cuando digo todo es todo) está cuidado con sumo detalle y organizado con milimétrica precisión, el espectáculo promete. Si a eso se le añade una fantástica música en directo (que rememora las magistrales piezas del gran Alan Menken) y un elenco en el que todos, sin excepción, bordan sus interpretaciones, la magia y la emoción irremisiblemente se apoderan de las butacas desde el primer hasta el último minuto. Conforme avanza el reloj, uno no sabe si está dentro de la película, del cuento o simplemente está teniendo uno de los sueños más bonitos de su vida.

Mención especial merecen a mi juicio tres soberbias interpretaciones: Julia Möller (Bella), una intérprete magnífica hasta cuando calla que hipnotiza y conmueve con una voz privilegiada que bien vale por sí sola el precio de la entrada; David Ordinas (Bestia), quien dota al personaje de un porte y una calidez humana inesperada; y Armando Pita (Lumière), que sencillamente hace una interpretación memorable del más llameante y chispeante de los sirvientes de Bestia.

Con todos estos argumentos, uno no puede menos que refrenar el ánimo o las lágrimas ante escenas como la de "¡Qué festín!", el baile de la Bella y la Bestia o el apoteósico final que cierra el espectáculo. Dado que es imposible compensar con dinero el colosal disfrute que este musical reporta, los aplausos atronan con incontestable fuerza el aforo del Teatro Coliseum durante minutos que se antojan insuficientes para premiar todo el esfuerzo y el talento exhibido en el escenario.

En definitiva, "La Bella y la Bestia" es un musical que, ya acudas solo o acompañado, convierte cualquier velada en una fecha inolvidable y una fuente de muchos, muchísimos buenos recuerdos. Simplemente extraordinario.

lunes, 5 de mayo de 2008

MADRE

Cierta película de culto tiene entre sus memorables frases una que dice lo siguiente: "Madre es el nombre de Dios en los labios y los corazones de los niños". Cuánta verdad y explicaciones hay condensadas en esa cita. Ayer, 4 de mayo, fue el Día de la Madre y, mercantilismos aparte, me parece sensacional que se "obligue" a reconocer, al menos durante un día, lo que debería tenerse presente los otros 364.

Las madres son esas mujeres que, por muchas personas que pasen por tu corazón, siempre estarán en lo más alto del podio. Son quienes te enseñan de verdad y para toda la vida en qué consiste vivir y amar, cómo deben usarse la cabeza y el corazón; son quienes te descubren el significado de "cariño", "compromiso", "amor, "sensatez", "coraje"...y todas las demás palabras que contribuyen a enriquecer los recuerdos y el alma de cualquier ser humano. Son el nombre con el que siempre contar, la mano tendida permanentemente , el baluarte perennemente en pie, el faro en las tormentas, el espejo en el que mirarse, el motivo por el que empezar a dar gracias al comienzo y al final de cada día.

Las madres son esas personas que dedican miles de ingratas horas de esfuerzo para que la vida sea un poco más benévola con sus hijos, son quienes te dicen la verdad aunque se la pagues con hiel, son las mujeres que dan todo por los suyos sin más premio muchas veces que un mísero "gracias"; son alambiques en los que, por mucha amargura y dolor que entren, siempre saldrá un extraordinario recital de amor y altruismo; son las personas que se visten de "superheroínas" para demostrarte que el ser humano, si se lo propone, puede llegar a ser muy grande.

En mi caso, tengo una madre que no me la merezco: Sensata, honesta, noble, sacrificada, habilidosa, esforzada, generosa, detallista, cariñosa, tierna, divertida, estoica hasta lo indecible y buena hasta bordear lo increíble. Se llama Camino y es la mejor persona que conozco; es mi mejor amiga y confidente, un verdadero referente humano, ético y moral, y si fuera sólo una milésima parte de bueno que ella, sería un santo. Podría contar muchísimas cosas de ella y siempre me quedaría corto. No obstante, sí puedo y quiero decir lo siguiente: Si consiguiera convertir cada lágrima y minuto amargo que ha tenido que sufrir en una sonrisa y en un minuto de felicidad, sería el hombre más feliz del mundo, aunque tuviera que vivir siglos para ello.

En definitiva, mi madre, las madres son esas personas a las que nunca les sobrará escuchar o leer, de corazón, un "gracias" o, lo que es más importante, un "Te quiero mucho, muchísimo".

Dedicado a la que ha sido, es y será siempre una auténtica campeona.