domingo, 31 de diciembre de 2017

El año del "casi"

Se acaba 2017. Para mí, un año lleno de "casi": en 2017 casi supero unas oposiciones, casi consigo mi trabajo soñado, casi publico mi novela, casi me rompo los tobillos, casi pierdo la fe en cualquier cosa, casi me doy por vencido, casi mando todo a la mierda, casi me quedo compuesto y sin alma, casi pierdo lo que queda de ese castillo de naipes llamado felicidad, casi me tiro la toalla, casi me conformo con el Game over. 2017 seguramente habrá sido un año extraordinario y feliz para muchísimas personas; me alegro de verdad por ellas. Para mí han sido 365 días durísimos, crueles, amargos, tormentosos, extenuantes, erosivos, tóxicos, frustrantes, oscuros. Decir que 2017 ha sido para mí un año difícil sería un eufemismo; más bien ha sido una insaciable bola de demolición. Indudablemente, esta es mi etapa vital más desagradable y eso que ya antes incluso de iniciar estos largos cuatro años de infierno y destierro en el desempleo tampoco las cosas eran color Disney por culpa del demencial estrés y el mobbing que marcaron mi última etapa en mi trabajo. 2017 ha sido, hasta el momento, mi noche más oscura. Sé que todo esto es subjetivo, relativo y susceptible de merecidas matizaciones y reproches pero no escribo para ser políticamente correcto ni tampoco para ir de víctima: escribo para ser sincero y coherente con lo que pienso y siento. Y sí, tengo muchas cosas por las que dar gracias y sentirme afortunado pero esas cosas no desequilibran la balanza en favor de la alegría; me ayudan a seguir en pie (que no es poco).

Como decía, este 2017 ha sido mi noche más oscura: no recuerdo un año en el que me haya sentido tantas veces triste, desconsolado, frustrado, agotado, hueco, derrotado, avergonzado, naufragado, humillado, roto, fracasado. Pero, y es un pero muy importante, yo soy de los que no sólo ven el vaso medio vacío sino que me gusta ver también la mitad que está llena. La cobardía y el pesimismo se los dejo a otros. Yo soy de los que creen en aquello de que el momento más oscuro de la noche es justo el que precede al amanecer. Y eso espero que sea 2018, un amanecer, porque de oscuridad ya he quedado suficientemente alquitranado este moribundo 2017. Por eso, pienso que ahora mismo estoy en ese decisivo momento cuando, según el viaje del héroe de Joseph Campbell, el protagonista ha sido derrotado hasta casi su aniquilación pero en el cual, gracias a ese "casi", ha aprendido lo necesario y se ha endurecido lo suficiente como para no volver a caer derrotado y así convertirse en el héroe que estaba destinado a ser para retornar triunfal a su mundo. Como me gusta decir: el éxito es la mejor venganza. Y en eso estoy: en triunfar donde he fracasado, en devolver los colores a esta vida en blanco y negro, en romper el bucle cruel en el que ando metido desde hace tanto tiempo que ya todo lo anterior me suena remoto y ajeno, en desenterrar la normalidad, en reconquistar mi futuro para abrir de par en par las puertas a la felicidad, en dejar atrás este atroz tour por el tártaro y llegar donde quiero y merezco estar. Y estoy convencido de que lo lograré; ya no es una cuestión de "sí o no" sino de "cuándo". ¿Por qué estoy tan seguro de eso? Porque mi 2017 se puede resumir no por el número de veces que he caído sino por el número de veces que me he levantado. Porque, como el Atlético de Madrid, cuando me caigo, me reincorporo inmediatamente y combato. Porque, como los espartanos, cuando las flechas oscurecen el sol, lucho a la sombra. Porque, como Rocky Balboa, no me importa el número de veces que me forren a hostias tanto como saber esperar el momento en que todo mi esfuerzo, sacrificio, dolor, paciencia, resistencia e ira se transformen en una deslumbrante victoria por KO. Porque, como he aprendido en este desolador año, la vida no consiste en otra cosa más que en saber reaccionar. Porque, como me ha enseñado 2017 por las malas, la clave del éxito, del verdadero éxito (vamos a dejarnos de mamonadas de coaching, new age, buenismo, pensamiento positivo y la madre que los parió) consiste en hacer algo muy sencillo en un momento muy complicado: levantarse en cuanto te derrumban/derrumbas. La victoria no comienza cuando todo son aplausos, sonrisas y admiraciones. No, el triunfo empieza cuando te duele hasta el alma, cuando eres incapaz de ver porque ya ni siquiera tienes ganas de abrir los ojos, cuando eres un rotundo fracaso tatuado en el suelo de tu memoria y, aun así, coges y haces algo ilógico y tan suicida que parece absurdo: te vuelves a levantar, a sabiendas de que puede venir un nuevo hostión, porque sabes algo más aparte de eso: que tarde o temprano las hostias dejarán de venir; que tarde o temprano dejarás de tener miedo al propio miedo, a la incertidumbre, al error, a la tristeza, al fracaso; que tarde o temprano llegará el momento en que serán el miedo, la incertidumbre, el error, la tristeza y el fracaso los que tengan miedo de ti porque nada hay más temible que una persona dispuesta a ser feliz, cueste lo que cueste.

Yo llevo años dejándome el alma para agarrar la felicidad y no soltarla. Casi lo he conseguido...pero he caído en el intento o, mejor dicho, en los intentos. No obstante, pese a todo, lo importante es que he comprendido que el "casi he triunfado" ya no es una mala noticia. Es sólo el anticipo de una buenísima. Y para que ésta llegue hay que desengañarse: esto no es cuestión de besar estampitas, alentar supersticiones, amamantar la ingenuiudad con gurús del pensamiento positivo, leer milagrosas recetas de autoayuda o atender lucrativas lecciones de coaching. Esto es cuestión de tres cosas: la primera, tener claro qué quieres; la segunda, saber que de este juego sólo te expulsa la muerte; y la tercera, recordar que nunca llueve eternamente, como decía Eric Draven. Así que bienvenido, 2018. Espero que te portes bien conmigo...y si no, estoy preparado para levantarme todas las puñeteras veces que hagan falta. Si la buena suerte viene por fin a verme, me pillará luchando para que todo esto tenga un final feliz.

¿Por qué quiero que sea este mi último post de 2017? Porque quiero despedir a este año de mierda como se merece; y no, no es mandándolo a tomar por ****: es dándole las gracias por hacerme más duro, sabio y valiente. Y también porque me encantaría que, por una vez, algo de lo que escribo en este blog personal pueda servir de ayuda a alguien. Feliz cambio de año.

martes, 26 de diciembre de 2017

Enseñando a amar

Empezaré con una anécdota. El concepto de "amor platónico" (que, por cierto, nada tiene que ver con esa extendida acepción romántica y coloquial que convierte "platónico" en sinónimo de "imposible") se atribuye al célebre Platón por el mero hecho de que dicho filósofo plasmó en su obra El banquete "su" idea del amor. "Su" que no es tan de Platón como de Sócrates, maestro del autor y uno de los comensales-contertulios, y no tan de Sócrates como de Diotima de Mantinea, filósofa y sacerdotisa a quien su pupilo Sócrates, en la citada obra de Platón, atribuye la autoría de la que es probablemente una de las más famosas y universales tesis sobre el amor. Ésta, por cierto, se podría resumir básicamente en que el amor responde fundamentalmente a un deseo de trascendencia, de inmortalidad, entendida ésta no tanto desde el punto de vista biológico (la descendencia o progenie) como desde el punto de vista espiritual (el acceso a lo que es eterno: las ideas, a las cuales se llega mediante el conocimiento, que es el modus operandi de toda filosofía, motivo por el cual se podría entender que toda filosofía es una forma de enamoramiento de lo que va más allá de lo concreto), razón por la cual la clave de la verdadera inmortalidad no está en la belleza del cuerpo sino en la belleza del alma. Dejando al lado la curiosa y común confusión respecto a la autoría del "amor platónico" (que demuestra una vez que hay demasiadas mujeres ninguneadas), esta anécdota me sirve como preámbulo para abrir el telón de lo que quiero hablar hoy: cómo las mujeres son quienes enseñan a los hombres a amar. En ese sentido, tengo que precisar que se trata de una simplificación un tanto tosca y que lo más aconsejable sería hablar de "lo femenino" como tutor de "lo masculino", conceptos que están presentes tanto en mujeres como en hombres, y, por tanto, lo que voy a decir se puede y debe aplicar a parejas de todo tipo y orientación sexual pero, por ahorrar tiempo y espacio, no me meteré en ese jardín.

Creo que, del mismo modo que las madres nos enseñan a sobrevivir casi incluso en términos estrictamente biológicos, son nuestras chicas/parejas/novias/esposas las que nos enseñan a vivir mediante esa constante, sutil y habilísima pedagogía del amor que se activa en cada relación sentimental y en la cual una enseña y otro aprende de cada felicitación, reproche, matización o confidencia que tu pareja te brinda; incluso la ausencia de eso ya sería didáctico. Así, nuestras relaciones sentimentales suponen una prolongación de ese innegable matriarcado emocional que comienza con la madre y culmina con la pareja, algo similar a lo que ocurre con esa concatenación de propulsores que empujan a una nave espacial hacia el cosmos: una madre (si es buena) te permite a despegar y una pareja (si es buena) te hace alcanzar tus estrellas. Así, las mujeres de nuestra vida funcionan no sólo como objetos de afecto, desapego o melancolía (según el caso de cada cual) sino como unas institutrices que primero te preparan para la sobrevivencia y la autonomía como ser vivo y seguidamente te refinan y pulen como ser sensible, sentimental y emotivo. Lo más curioso de todo esto es la propensión de muchos tíos a caer en esa grosera, ridícula y prepotente creencia según la cual uno se hace a sí mismo solo. Puede que toda esa tutela íntima y femenina resulte tan cotidiana o sutil que apenas sea identificable pero negarla resulta sencillamente gilipollesco. Es más: lo de que "detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer" me resulta casi condescendiente y me parece tan matizable que creo que es más acorde con la realidad decir que antes de que hubiera un gran hombre, seguramente estuvo una gran mujer, la cual, con suerte para el tipo en cuestión, seguirá a su lado. Dicho de otro modo: nuestras madres son las mujeres que nos traen literal o figuradamente al mundo pero son nuestras parejas son las mujeres que nos llevan al mundo; un mundo, por cierto, que obviamente no hay que entender en un sentido geográfico o físico, sino íntimo. Así, se configura una decisiva traslación del nacimiento en el mundo (etapa bajo la tutela de la madre) al renacimiento en el mundo (etapa que se articula con la pareja como eje pedagógico). Las mujeres a las que amamos, esas que nos cortan con mayor o menor dificultad el cordon umbilical que nos aferra al confortable pasado y nos exponen al impreciso y volátil futuro, son las que nos ayudan a cartografiarnos íntimamente, descubriendo en cada trazada una nueva región hasta conformar un mapa que nos permite simultáneamente sentir y sentirnos a la vez que conocernos y reconocernos a través de ellas. Caminar por la vida sin una mujer a tu lado con la que aprender a amar (y a vivir) es vagabundear a oscuras: las probabilidades de Game over superan a las de Level up. ¿Quiero decir con esto que nuestra parejas son infalibles? Obviamente no...pero sí probablemente indispensables para no acabar como un paria, un marginal o un Norman Bates. Por supuesto que hay personas contraproducentes y tóxicas, pero obviamente no estoy hablando de esa gentuza que sólo es útil en ficciones. ¿Quiero decir con esto que los hombres en la relación de pareja tenemos un rol pasivo de alumno? Ni mucho menos. ¿Quiero decir con esto que los hombres no aportamos nada en una relación? No, puesto que toda relación funciona asentada en una reciprocidad, en un trueque íntimo, en un trapicheo cotidiano, en un negocio de dos en el que la felicidad de un socio siempre pasará por promover o sostener la del otro. Una de las cosas más positivas y gratificantes de una relación es la capacidad de aportar a la otra parte lo que le falta y compartir lo que ya tiene. Simplemente he llevado al extremo del contraste algo que, con un poco de sensibilidad y sensatez, resulta fácil de comprobar. ¿Quiero decir con esto que los hombres somos unos inmaduros? Más que inmaduros, diría incompletos. Si la vida es un constante entrenamiento iniciático, la fase decisiva del mismo comienza cuando tu vida pasa a escribirse a cuatro manos. Son ellas, las mujeres con las que queremos conjugar nuestro presente y futuro, las que te llevan más allá del umbral del mundo conocido para pisar el terreno en el que, siguiendo a Joseph Campbell, se forjan los héroes, o, por utilizar a Platón, las que te sacan de la caverna y te acostumbran a la luz. ¿Quiero decir con esto que las mujeres nos cambian? Según. No nos convertimos en otras personas sino en la persona que llevamos inconscientemente dentro y que ellas son capaces de ver con el mismo ingenio y destreza que el escultor atisba la obra dentro del bloque de piedra o madera. Sacan a la luz lo mejor de nosotros mismos, quizá porque eso, lo mejor de nosotros mismos, es lo que anhelamos ofrecer como contraprestación a su amor.

Decía antes que nuestras parejas son las que nos enseñan a vivir...siempre y cuando demos por bueno que la vida no consiste en obtener un balance positivo en nuestra fisiología o economía sino en hacerte vulnerable a la sonrisa y eso sólo se consigue mediante el amor. Crecer sin mirar atrás, arriesgarte a mejorar, replantearte tu propio guión, revisar tu manual de instrucciones, saber cuándo has acertado y cuándo has fallado, diferenciar entre lo nimio y lo realmente importante, administrar el silencio y la distancia, reconocer el triunfo y el error con la misma entereza, asumir tus defectos con la honestidad con la que etiquetas tus virtudes, atacar tu miedo y defender tu alegría, resistir la oscuridad y rastrear la luz, dejarte llevar sin perderte por el camino, ser inconformista con la felicidad...todo esto lo aprendes con/de tu pareja si media (verdadero) amor, ese no-sé-qué que se da sin pedirlo ni exigirlo ni mendigarlo ni negociarlo, ese sentimiento que nos trasciende de una forma tan despótica que pasas del yo al nosotros, del nosotros al tú y del tú a un ámbito que entronca con lo universal, con lo eterno, con esa belleza plena que tanto anhelaban Platón, Sócrates, Diotima y compañía. Y es que, quizá, no hay vida más bella que el amor ni amor más bello que vivir por y para otra persona. Y eso lo aprendes. O, mejor dicho, te lo enseña una mujer. Aunque no se llame Diotima y Mantinea le pille lejos. Basta con que te quiera lo suficiente.  

lunes, 25 de diciembre de 2017

Postnochebuena

El silencio cayó como una nevada desganada. Por la despeinada alfombra del salón, se filtraron lentamente los charcos de palabras que durante horas habían sido un torrencial enjambre que puso en sordina los choques de la vajilla en el trasiego de platos y la caspa musical expelida por el televisor. Las luces comenzaron su declinar de párpados cansados y la penumbra emergió como escarcha mientras un ir y venir de sombras devolvían al salón su aspecto de mausoleo cuyas puertas únicamente se abrían para ocasiones especiales. Así, la robusta mesa de madera barnizada se desnudó de parafernalia a medida que platos y vasos desaparecían del mapa con la pereza del feligrés practicante de "la última y nos vamos", dejando tras de sí un archipiélago de migas y un mapa de manchas que concedía al vistoso mantel un aspecto de pergamino viejo. Un zigzag de siluetas entre sillas y puertas purgó toda rimbombancia y sólo recordaba la insigne fecha el guiño discreto de las luces del árbol navideño erizado como secuoya sobre un amable Belén. Invadido de madrugada y con el jaleo hundido en el retrovisor, el salón paladeó el luto por la estridente Nochebuena, fallecida en acto de servicio. Sin luz ni sonido, esas horas que parecían flotar en el tiempo como copos de nieve transformaron el salón en un spa sepulcral, donde daban ganas de refugiarse de la atropellada histeria navideña que plagaba la ciudad. Así, mientras los niños soñaban con amaneceres de regalos papanoélicos, los mayores se abandonaban al relajo de quien había superado, un año más, ese festivo y colorido mar de sargazos. Y es que, tal vez, de toda aquella hiperbólica conmemoración de un nacimiento lo más sabroso era el sedante eco de réquiem extenuado que dejaba tras de sí. 

domingo, 17 de diciembre de 2017

Lo que Cerezo no entiende

El Atlético de Madrid es así de peculiar. Tiene un presidente que no entiende qué significa ser del Atleti. Por eso, imagino que anoche Cerezo se acostaría sin entender qué lleva a Fernando Torres a sobreponerse a su declive físico para seguir marcando goles decisivos o qué empuja a Gabi a jugarse la cara y la pierna en cada lance o por qué Filipe Luis siente más y mejor el Atleti que toda la directiva colchonera o qué hacen decenas de miles de personas aguantando el frío invernal en la fresquera del Metropolitano pudiendo quedarse cobijados en su casa. 

Lo de Cerezo está claro que no es el fútbol y mucho menos el Atleti; lo suyo es otra cosa, una que no rima con decencia, por cierto. Por eso anoche imagino que el presidente de mi equipo acostaría su jeta de titanio sin entender que ser del Atleti, si no es un sentimiento, es indudablemente una pasión que está por encima de los cuentos y las cuentas de las que Cerezo y cía viven; que ser del Atleti es tener claro que Simeone se irá como un héroe mientras los del palco lo harán como los villanos que siempre serán; que ser del Atleti es saber que Luis Aragonés te representa pero Enrique Cerezo no; que ser del Atleti es celebrar una pírrica victoria contra el Alavés como si fuera una de Champions; que ser del Atleti implica sufrir un partido sí y otro también a incompetentes tan impresentables como Gil Manzano; que ser del Atleti significa sentir a lo grande con la humildad del pequeño; que ser del Atleti es pensar partido a partido porque las grandes hazañas siempre ocurren de la misma manera: paso a paso. Y el de anoche puede que no fuera un paso de flashes y lentejuelas pero fue un paso muy importante para seguir soñando, molestando, insistiendo, compitiendo. 

Pero todo esto el presidente del Atleti no lo sabe ni lo sabrá nunca porque ser del Atleti, entre otras cosas, es tener muy claro que el sentimiento siempre será un buen negocio, uno familiar, puesto que se transmite de abuelos a padres y de padres a nietos. ¡Aúpa Atleti!

viernes, 15 de diciembre de 2017

"Los últimos Jedi": entre lo mejor y lo peor

Hoy se ha estrenado el episodio VIII de la saga más famosa y galáctica del cine: Star Wars. Hoy he visto Los últimos Jedi. Lo más honesto que se puede decir de esta película es que es muy irregular, tanto que no dejará a nadie indiferente. En lo bueno, está cerca de El Imperio contraataca y en lo malo está a la misma altura (o incluso peor) que La amenaza fantasma. En ese sentido, hay que decir que la película es bastante coherente con uno de los temas que se tratan en el film: el equilibrio entre la luz y la oscuridad. ¿Por qué? Porque Los últimos Jedi tiene lo mejor y lo peor de lo que va de nueva trilogía. Por eso, se hace difícil discernir si esta película está en el lado luminoso o en el oscuro, aunque creo que, conforme pasa el tiempo, el lado oscuro de esta película crece más que en Kylo Ren.

Es indudable que esta nueva entrega tiene más entidad propia que el episodio VII (y eso es muy bueno) pero la contrapartida es que Los últimos Jedi se ha tomado tantas libertades en esa emancipación identitaria respecto a lo propuesto en su predecesora por J.J.Abrams que (nos) ha dejado a muchos fans desconcertados por lo hecho por Rian Johnson, director y guionista de la película. Es cierto que corrige algunas cosas y aporta otras nuevas respecto a El despertar de la fuerza pero no menos verdad es que esa evidente autonomía creativa ha perjudicado no sólo a la solemnidad habitual sino también a la coherencia y calidad narrativa. Por eso, el libertinaje creativo de Johnson ha dejado varios daños colaterales: personajes ridiculizados, devaluados o eliminados casi de forma caprichosa; situaciones que rozan el bochorno (lo de Hux-Poe y Chewbacca-Porgs es inenarrable); cuestiones importantes no resueltas o resueltas de manera burda, tramas directamente abandonadas o redirigidas de forma más arbitraria que coherente; excesiva importancia (en metraje) a subtramas y personajes secundarios que tampoco son para tanto...Al terminar la película y hacer balance, me queda la sensación de que faltan argumentos o alicientes para creer que el episodio IX será el merecido clímax de esta nueva trilogía. Hoy por hoy parece que dicha película será un "más de lo mismo" porque, tras Rian Johnson, el enfrentamiento entre Kylo-Rey es casi el único (y reiterativo) reclamo que le queda ya a esta trilogía y porque veo muy difícil superar el listón emocional dejado en esta película por Luke y porque las decisiones creativas han dejado poco margen de maniobra para dar cierto empaque al noveno episodio (apenas quedan tramas que desarrollar o personajes con peso). Espero y deseo equivocarme. Y ojo: con esto no estoy criticando el hecho de que se haya entronizado a Kylo y Rey como los máximos protagonistas, antagonistas y líderes de la función ni el cambio de tono ni que la película sea de facto el gran homenaje a Luke Skywalker. Simplemente digo que todo esto que acabo de mencionar es compatible con hacer bien las cosas y evitar los daños colaterales que he citado antes. En ese sentido, comparativamente, la trilogía original (episodios cuatro a seis) demuestra tener una habilidad narrativa y una consistencia y coherencia que no han sido alcanzadas ni por la trilogía de las precuelas (episodios uno a tres) ni, de momento, por esta trilogía de las secuelas.

En relación con lo elogiable del episodio VIII, la nueva entrega de La guerra de las galaxias tiene algunas escenas a la altura de las mejores de la franquicia (por ejemplo, la adrenalítica batalla contra el destructor que abre la película, la pelea en el salón del trono de Snoke o el duelo-casi-western de Kylo Ren - Luke Skywalker que pone el broche al film); algunas líneas de guión bastante ingeniosas e incluso memorables (la mayoría de ellas, dicho sea de paso, en boca del gran Mark Hamill); temas más sólidos que los del episodio VII (la superación del pasado, la búsqueda de la identidad, la aceptación del fracaso o la valentía ante los miedos son algunos de los temas basales de este film que, por otra parte, entronca una vez más con la famosa estructura del "viaje del héroe" que ideó Joseph Campbell y sublimó George Lucas en la trilogía primigenia); un ritmo y un tempo muy acertados que evitan cualquier bostezo; unos giros en las tramas tan inesperados como atinados que te hacen disfrutar de una agradable incertidumbre y tensión durante buena parte del metraje y algunos planos que son todo un homenaje a los seguidores de la saga y a cualquier amante del cine como arte (ej: los de Luke en los últimos minutos de la película son maravillosos).

En cuanto a lo criticable de esta película, pues, lamentablemente, hay cosas que son difíciles de defender o entender: la evidente y excesiva carga humorística de la que hace gala este octavo episodio torpedea la solemnidad habitual de la saga por culpa de escenas bastante estúpidas y diálogos más propios de una spoof movie (el peor parado y mejor ejemplo de esto que digo es el ridiculizado general Hux); el maltrato que reciben ciertos personajes (Hux, Snoke, Phasma y Chewbacca deberían reclamar alguna indemnización por esto) es tal que en algunos casos se acaba incluso literalmente y de mala manera con el propio personaje; la ausencia de respuestas a varias preguntas y expectativas generadas desde El despertar de la fuerza (ej: quién es Snoke y cómo llegó a ser el nuevo Palpatine) o la manera burda y rápida de resolver algunas de esas cuestiones aparentemente importantes (ej: los padres de Rey, siempre y cuando nos fiemos de Kylo, claro), y ello a pesar de que, siendo justos, hay otros asuntos pendientes que sí quedan aceptablemente resueltos (ej: qué pasó entre Ben Solo y Luke Skywalker). Para gustos, los colores, pero a mí estos defectos que acabo de decir me parece que lastran una película que, de no tenerlos, sí estaría, tal y como dicen algunos comentarios, en el podio de esta saga galáctica. 

Así las cosas, está claro que el director y guionista Rian Johnson ha hecho lo que ha querido con esta película...Eso en sí no es malo. Al contrario. Lo malo es hacerlo a costa de, quizá, demasiadas cosas. Tener personalidad también implica saber cuándo descartar ciertas ocurrencias o cuándo no pasarse por el forro según qué cosas. Y, vistas las declaraciones de Johnson, creo que el tipo se tiene en demasiada buena estima a sí mismo porque sus explicaciones denotan bastante arrogancia o ensimismamiento. Que sí, que la película va de que lo nuevo rompa con lo viejo, pero...hay formas de romper. Y la de Johnson creo que no ha sido la más afinada, por muy buena intención que tuviera. ¿Es Johnson el Jar Jar Binks de la nueva trilogía? Puede que sea un candidato muy sólido a tal deshonor. Lo que sí parece cada día más notorio es que el plan de esta nueva trilogía consiste en la inexistencia de un plan premeditado y bien trenzado; cada película parece únicamente supeditada al ingenio y capricho del director de turno: máxima libertad creativa, máximo riesgo. Entiendo que esta barra libre entusiasme a Johnson pero también entiendo perfectamente a esos miles de fans que miran a este nuevo tríptico con cierta inquietud por su inconsistencia narrativa y su volátil coherencia. ¿Se vengará J.J. Abrams en el episodio IX de Johnson por lo que ha hecho en este episodio VIII con las tramas y los personajes del episodio VII? ¿Remendará sus fallos? ¿Será peor el remedio?

Más allá de todos estos detalles, la película me ha parecido interesante porque, por un lado, en lo espiritual es una curiosa mezcla entre El imperio contraataca y Una nueva esperanza, y, por otro lado, porque enfatiza bastante la penumbra de la condición humana, demostrando casi obsesivamente que en toda persona hay luz y oscuridad, el yin y el yang que conforman nuestra identidad, matices que nos hacen carne de dilema y contradicción, rasgos que hacen desaconsejable cualquier certidumbre y prejuicio y nos empujan a caminar por el alambre de lo inesperado (Ben Solo es, en este sentido, uno de los personajes mejor construidos de esta nueva trilogía).

Dejando todo lo anterior al margen, Los últimos Jedi es la clásica película bisagra en una trilogía y supera ese difícil reto (aunque condiciona demasiado al episodio IX) pero, por encima de todo, es un estupendo homenaje no tanto a Leia Skywalker (y ojo que tiene una escena que está dando mucho que hablar) como a su hermano Luke (que es el pu*o amo de la función). Y es que, cada vez tengo más claro que esta nueva trilogía no va tanto de presentar unos nuevos héroes como de otorgar un final digno a aquellos que han dado forma y fondo a los sueños de unas cuantas generaciones. Creo que con estas secuelas se intenta poner el cierre a una historia: la de los Skywalker. Al fin y al cabo, desde el episodio I hasta el VIII, lo que se nos está contando es básicamente cómo era "el mundo" antes de llegar los Skywalker, cómo los Skywalker lo cambiaron y qué mundo dejaron a aquellos llamados a recoger la antorcha o, en este caso, el sable láser. Es, en resumen, la epopeya del cambio de lo viejo a lo nuevo (concepto por cierto que está muy presente en esta película), una traslación que, sin los Skywalker, sería tan inconcebible como una galaxia sin Jedi, una orden que, por suerte, aún no ha dicho su última palabra. ¿Son Rey, Kylo, Poe, Finn y cía un macguffin? Afirmarlo rotundamente sería tan desaconsejable como negarlo categóricamente.

Lo que es evidente al menos para mí es que, hasta el momento, de todas las nuevas películas de la franquicia Star Wars, la única a la altura de la trilogía inicial sigue siendo Rogue One, por mucho que lo de Luke en Los últimos Jedi sea algo tan memorable como ver dos soles en el mismo horizonte. ¿Cambiará esto en el siguiente y último episodio? Veremos...

domingo, 10 de diciembre de 2017

Jeta de oro

Pocas cosas han hecho más por el vacío diagnosticado por Gilles Lipovetsky que Internet. La mejor muestra de ello es la cantidad de nuevas ¿"profesiones"? que han surgido al calor de lo digital. Y no, no estoy hablando precisamente de esos indiscutibles portentos y cerebrines que forran los pensamientos de geeks de todo el mundo. Estoy hablando de dos de las ocupaciones más esperpénticas de nuestro tiempo: los "youtubers" y los "influencers". Unos se ganan la vida siendo su propio muñeco de guiñol en el teatrillo de Youtube, otros se ganan la vida haciendo del postureo en redes sociales un monolito al narcisismo más lucrativo, pero, todos suponen una misma cosa: un síntoma claro de la fascinación por la intrascendencia y de la deserción de la inteligencia en esta sociedad. 

Antes de seguir, quiero hacer un parón aclaratorio: obviamente mi crítica no va dirigida contra esas personas que se asoman casi con ingenuidad a la pantalla para contarte o mostrarte cosas interesantes o que merezcan mínimamente la pena, gente que utilizan la web 2.0 como una herramienta al servicio de un fin y no como un fin en sí mismo, como un medio para un mensaje que no ofende ni a la inteligencia ni al buen gusto ni al sentido común. No, mi crítica va contra esa caterva de mindundis aupados a la fama por unas legiones de anormales, contra esos demenciados divos del vacío que viven por y para los likes y retweets, contra esa morralla digital a la que no se le conoce más mérito que el de ser una versión neotecnológica del flautista de Hamelín cuya repercusión cuantitativa online es inversamente proporcional a su valía intelectual y a sus logros personales y/o profesionales previos a convertir la tomadura de pelo en la gallina de los huevos de oro.  ¿Por qué estoy tan encendido con esto? Porque, recientemente, he visto en televisión un estupendo y deprimente reportaje sobre estos "profesionales de lo suyo" que es para echar la pota.

Antaño, hasta hace no mucho, la secuencia lógica era la siguiente: primero, el mérito, logro o hito; luego, el reconocimiento y prestigio; y, por último y con suerte, la repercusión o influencia en la sociedad. Hogaño no, ahora se pasa directamente a la influencia sin más credenciales que unas estadísticas que corroboran la sustitución de lo cualitativo por lo cuantitativo como eje sobre el que pivota la trascendencia en esta sociedad hiperconectada, banalizada y banalizante. ¿Alguien me puede decir qué habían hecho en la vida "El Rubius" o "Dulceida" antes de ser epítomes de la soplapollez digital? ¿En qué cabeza cabe que estos ineptos se lleven pastizales y gocen de semejante repercusión cuando hay gente indiscutible y absolutamente brillante en lo académico y/o profesional pasándolas putas en el desempleo o trabajando en precario o buscándose la vida fuera de España? ¿Qué clase de sociedad encumbra a esta clase de cretinos y sepulta en la desconsideración o ignorancia a verdaderos hitos en el campo de la ciencia o la cultura? ¿Dónde narices está el mérito de la evisceración de la intimidad o en la conversión de la existencia en un product placement continuo? ¿Quién se deja influir por estos memos? Da asco, pena y risa, todo a la vez.

Está claro que, en lo profesional o lucrativo, el ser humano es como el cerdo: cualquier parte de él sirve. Puedes vivir de tu cerebro o de tu cuerpo, ya sea considerado en su conjunto o alguna parte en concreto. Del mismo modo que quienes trabajan en la prostitución o en la industria pornográfica viven de su entrepierna, los youtubers e influencers a los que me refiero viven de su jeta. Pero no en sentido literal, puesto que esto no tiene nada que ver con fotogenia ni telegenia de ninguna clase, sino en sentido figurado. Esta gente, estos caraduras 2.0, tienen una jeta con la que se podría construir la chapa de naves espaciales o forrar cimientos de rascacielos. Del mismo modo, está claro que esto no estaría ocurriendo de no haber caído la sociedad en el lamentable pozo del postureo, del exhibicionismo despendolado con la tecnología como coartada, del totalitarismo de la forma sobre el fondo, del fast food intelectual, del gregarismo digital. Pero eso es otra historia u otro artículo, mejor dicho.

De todos modos, lo peor de todo no es que esta gente exista (faltaría más, cada uno hace con su vida lo que le dejan). No, lo absolutamente patético y enfermizo es que exista gente dispuesta a bañar en oro la jeta de estos parásitos de la estupidez humana que se encuentran entre los indudables y escasos efectos nocivos de la digitalización de la sociedad...y que semejante "inversión" les salga rentable.

sábado, 2 de diciembre de 2017

A seguir creyendo

A veces, la lógica, la suerte y el mérito se ponen de acuerdo y organizan un estupendo ménage à trois que deja a todo el mundo con una sonrisa. Esta tarde, en el Metropolitano pasó eso. Tardó en pasar, sí, pero lo importante es que pasó. Y pasó porque el Atleti se parece cada día más al Atleti, afirmación que hace unas semanas sólo se podía hacer con alcohol en sangre y una bufanda en los ojos. Y pasó porque el conjunto rojiblanco demostró en un momento crucial algo vital para ser alguien en la vida, dentro y fuera del deporte; unos lo llaman carácter, otros personalidad y los grandilocuentes lo denominan coraje. Algo tan atlético que está en el himno y en algunos cánticos de la hinchada colchonera ("échale huevos" y otros grandes éxitos). 

El principal damnificado de la postrera exhibición de personalidad rojiblanca fue un más que digno rival, la Real Sociedad, que empezó el encuentro adelantándose con merecimiento y acabó superado por la convicción sísmica del Atlético de Madrid. El equipo local no lo tuvo nada fácil por varias razones: la Real no es precisamente una charanga de amiguetes, el realista Rulli fue más Oblak que el propio Oblak, el rojiblanco Correa fue más Vietto que el propio Vietto, la defensa colchonera se metió en más jardines de lo que es esperable en la soldadesca de Simeone y los pases de Thomas venían acompañados de la música de Psicosis. Pero, como el Atleti es así, espabiló enormemente con el 0-1, dejó aparcada en el descanso la peligrosa pachorra de sobremesa y decidió poner calor a la gélida tarde en el Metropolitano, convirtiendo la segunda parte del partido en un combate casi boxístico donde cada conjunto atacó y se defendió con sus propias armas. El público, como un juez de silla, miraba sin pausa de un lado a otro, pero, conforme fueron pasando los minutos, más hacia uno: el del área de Rulli, que agotaba sus vidas en forma de paradones hasta que ya le cayó el Game Over. Ya saben: lo importante no es cómo se empieza sino cómo se acaba. En este caso, 2-1. 

¿Por qué ganó el Atleti? Porque demostró que el corazón llega donde no lo hace el talento ni el cuerpo. Y el Atleti, cuando le pone corazón al asunto, es como el New Team de Óliver Atom: a lo mejor tarda treinta episodios y cuatrocientos desesperantes kilómetros de campo pero al final la victoria acaba apareciendo en su lateral del marcador. Una trabajada y merecida victoria que esta tarde sirvió Saúl (el "Señor Lobo" de la Pulp fiction rojiblanca) primero a Filipe Luis y luego a Antoine Griezmann (su abrazo con Simeone debe haber causado una angina de pecho a varias decenas de trolls y haters) para dejar contentos y calientes a sus seguidores. Una justa victoria que mantiene lejos el pesimismo y permite seguir creyendo en un equipo que partido a partido va mejorando sus prestaciones y sensaciones. Todo parece indicar que lo mejor está por llegar. ¡Aupa Atleti!