Empezaré con una anécdota. El concepto de "amor platónico" (que, por cierto, nada tiene que ver con esa extendida acepción romántica y coloquial que convierte "platónico" en sinónimo de "imposible") se atribuye al célebre Platón por el mero hecho de que dicho filósofo plasmó en su obra El banquete "su" idea del amor. "Su" que no es tan de Platón como de Sócrates, maestro del autor y uno de los comensales-contertulios, y no tan de Sócrates como de Diotima de Mantinea, filósofa y sacerdotisa a quien su pupilo Sócrates, en la citada obra de Platón, atribuye la autoría de la que es probablemente una de las más famosas y universales tesis sobre el amor. Ésta, por cierto, se podría resumir básicamente en que el amor responde fundamentalmente a un deseo de trascendencia, de inmortalidad, entendida ésta no tanto desde el punto de vista biológico (la descendencia o progenie) como desde el punto de vista espiritual (el acceso a lo que es eterno: las ideas, a las cuales se llega mediante el conocimiento, que es el modus operandi de toda filosofía, motivo por el cual se podría entender que toda filosofía es una forma de enamoramiento de lo que va más allá de lo concreto), razón por la cual la clave de la verdadera inmortalidad no está en la belleza del cuerpo sino en la belleza del alma. Dejando al lado la curiosa y común confusión respecto a la autoría del "amor platónico" (que demuestra una vez que hay demasiadas mujeres ninguneadas), esta anécdota me sirve como preámbulo para abrir el telón de lo que quiero hablar hoy: cómo las mujeres son quienes enseñan a los hombres a amar. En ese sentido, tengo que precisar que se trata de una simplificación un tanto tosca y que lo más aconsejable sería hablar de "lo femenino" como tutor de "lo masculino", conceptos que están presentes tanto en mujeres como en hombres, y, por tanto, lo que voy a decir se puede y debe aplicar a parejas de todo tipo y orientación sexual pero, por ahorrar tiempo y espacio, no me meteré en ese jardín.
Creo que, del mismo modo que las madres nos enseñan a sobrevivir casi incluso en términos estrictamente biológicos, son nuestras chicas/parejas/novias/esposas las que nos enseñan a vivir mediante esa constante, sutil y habilísima pedagogía del amor que se activa en cada relación sentimental y en la cual una enseña y otro aprende de cada felicitación, reproche, matización o confidencia que tu pareja te brinda; incluso la ausencia de eso ya sería didáctico. Así, nuestras relaciones sentimentales suponen una prolongación de ese innegable matriarcado emocional que comienza con la madre y culmina con la pareja, algo similar a lo que ocurre con esa concatenación de propulsores que empujan a una nave espacial hacia el cosmos: una madre (si es buena) te permite a despegar y una pareja (si es buena) te hace alcanzar tus estrellas. Así, las mujeres de nuestra vida funcionan no sólo como objetos de afecto, desapego o melancolía (según el caso de cada cual) sino como unas institutrices que primero te preparan para la sobrevivencia y la autonomía como ser vivo y seguidamente te refinan y pulen como ser sensible, sentimental y emotivo. Lo más curioso de todo esto es la propensión de muchos tíos a caer en esa grosera, ridícula y prepotente creencia según la cual uno se hace a sí mismo solo. Puede que toda esa tutela íntima y femenina resulte tan cotidiana o sutil que apenas sea identificable pero negarla resulta sencillamente gilipollesco. Es más: lo de que "detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer" me resulta casi condescendiente y me parece tan matizable que creo que es más acorde con la realidad decir que antes de que hubiera un gran hombre, seguramente estuvo una gran mujer, la cual, con suerte para el tipo en cuestión, seguirá a su lado. Dicho de otro modo: nuestras madres son las mujeres que nos traen literal o figuradamente al mundo pero son nuestras parejas son las mujeres que nos llevan al mundo; un mundo, por cierto, que obviamente no hay que entender en un sentido geográfico o físico, sino íntimo. Así, se configura una decisiva traslación del nacimiento en el mundo (etapa bajo la tutela de la madre) al renacimiento en el mundo (etapa que se articula con la pareja como eje pedagógico). Las mujeres a las que amamos, esas que nos cortan con mayor o menor dificultad el cordon umbilical que nos aferra al confortable pasado y nos exponen al impreciso y volátil futuro, son las que nos ayudan a cartografiarnos íntimamente, descubriendo en cada trazada una nueva región hasta conformar un mapa que nos permite simultáneamente sentir y sentirnos a la vez que conocernos y reconocernos a través de ellas. Caminar por la vida sin una mujer a tu lado con la que aprender a amar (y a vivir) es vagabundear a oscuras: las probabilidades de Game over superan a las de Level up. ¿Quiero decir con esto que nuestra parejas son infalibles? Obviamente no...pero sí probablemente indispensables para no acabar como un paria, un marginal o un Norman Bates. Por supuesto que hay personas contraproducentes y tóxicas, pero obviamente no estoy hablando de esa gentuza que sólo es útil en ficciones. ¿Quiero decir con esto que los hombres en la relación de pareja tenemos un rol pasivo de alumno? Ni mucho menos. ¿Quiero decir con esto que los hombres no aportamos nada en una relación? No, puesto que toda relación funciona asentada en una reciprocidad, en un trueque íntimo, en un trapicheo cotidiano, en un negocio de dos en el que la felicidad de un socio siempre pasará por promover o sostener la del otro. Una
de las cosas más positivas y gratificantes de una relación es la
capacidad de aportar a la otra parte lo que le falta y compartir lo que
ya tiene. Simplemente he llevado al extremo del contraste algo que, con
un poco de sensibilidad y sensatez, resulta fácil de comprobar. ¿Quiero decir con esto que los hombres somos unos inmaduros? Más que inmaduros, diría incompletos. Si la vida es un constante entrenamiento iniciático, la fase decisiva del mismo comienza cuando tu vida pasa a escribirse a cuatro manos. Son ellas, las mujeres con las que queremos conjugar nuestro presente y futuro, las que te llevan más allá del umbral del mundo conocido para pisar el terreno en el que, siguiendo a Joseph Campbell, se forjan los héroes, o, por utilizar a Platón, las que te sacan de la caverna y te acostumbran a la luz. ¿Quiero decir con esto que las mujeres nos cambian? Según. No nos convertimos en otras personas sino en la persona que llevamos inconscientemente dentro y que ellas son capaces de ver con el mismo ingenio y destreza que el escultor atisba la obra dentro del bloque de piedra o madera. Sacan a la luz lo mejor de nosotros mismos, quizá porque eso, lo mejor de nosotros mismos, es lo que anhelamos ofrecer como contraprestación a su amor.
Decía antes que nuestras parejas son las que nos enseñan a vivir...siempre y cuando demos por bueno que la vida no consiste en obtener un balance positivo en nuestra fisiología o economía sino en hacerte vulnerable a la sonrisa y eso sólo se consigue mediante el amor. Crecer sin mirar atrás, arriesgarte a mejorar, replantearte tu propio guión, revisar tu manual de instrucciones, saber cuándo has acertado y cuándo has fallado, diferenciar entre lo nimio y lo realmente importante, administrar el silencio y la distancia, reconocer el triunfo y el error con la misma entereza, asumir tus defectos con la honestidad con la que etiquetas tus virtudes, atacar tu miedo y defender tu alegría, resistir la oscuridad y rastrear la luz, dejarte llevar sin perderte por el camino, ser inconformista con la felicidad...todo esto lo aprendes con/de tu pareja si media (verdadero) amor, ese no-sé-qué que se da sin pedirlo ni exigirlo ni mendigarlo ni negociarlo, ese sentimiento que nos trasciende de una forma tan despótica que pasas del yo al nosotros, del nosotros al tú y del tú a un ámbito que entronca con lo universal, con lo eterno, con esa belleza plena que tanto anhelaban Platón, Sócrates, Diotima y compañía. Y es que, quizá, no hay vida más bella que el amor ni amor más bello que vivir por y para otra persona. Y eso lo aprendes. O, mejor dicho, te lo enseña una mujer. Aunque no se llame Diotima y Mantinea le pille lejos. Basta con que te quiera lo suficiente.
Decía antes que nuestras parejas son las que nos enseñan a vivir...siempre y cuando demos por bueno que la vida no consiste en obtener un balance positivo en nuestra fisiología o economía sino en hacerte vulnerable a la sonrisa y eso sólo se consigue mediante el amor. Crecer sin mirar atrás, arriesgarte a mejorar, replantearte tu propio guión, revisar tu manual de instrucciones, saber cuándo has acertado y cuándo has fallado, diferenciar entre lo nimio y lo realmente importante, administrar el silencio y la distancia, reconocer el triunfo y el error con la misma entereza, asumir tus defectos con la honestidad con la que etiquetas tus virtudes, atacar tu miedo y defender tu alegría, resistir la oscuridad y rastrear la luz, dejarte llevar sin perderte por el camino, ser inconformista con la felicidad...todo esto lo aprendes con/de tu pareja si media (verdadero) amor, ese no-sé-qué que se da sin pedirlo ni exigirlo ni mendigarlo ni negociarlo, ese sentimiento que nos trasciende de una forma tan despótica que pasas del yo al nosotros, del nosotros al tú y del tú a un ámbito que entronca con lo universal, con lo eterno, con esa belleza plena que tanto anhelaban Platón, Sócrates, Diotima y compañía. Y es que, quizá, no hay vida más bella que el amor ni amor más bello que vivir por y para otra persona. Y eso lo aprendes. O, mejor dicho, te lo enseña una mujer. Aunque no se llame Diotima y Mantinea le pille lejos. Basta con que te quiera lo suficiente.
1 comentario:
Me ha encantado. Precioso y muy cierto. Creo que sin "lo femenino" el mundo ya se habría destruido del todo. La verdadera capacidad de amar la he visto más en mujeres, aunque tengoque decir que el amor de verdad no se suele encontrar (o no solamente) en la pareja.
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