lunes, 25 de diciembre de 2017

Postnochebuena

El silencio cayó como una nevada desganada. Por la despeinada alfombra del salón, se filtraron lentamente los charcos de palabras que durante horas habían sido un torrencial enjambre que puso en sordina los choques de la vajilla en el trasiego de platos y la caspa musical expelida por el televisor. Las luces comenzaron su declinar de párpados cansados y la penumbra emergió como escarcha mientras un ir y venir de sombras devolvían al salón su aspecto de mausoleo cuyas puertas únicamente se abrían para ocasiones especiales. Así, la robusta mesa de madera barnizada se desnudó de parafernalia a medida que platos y vasos desaparecían del mapa con la pereza del feligrés practicante de "la última y nos vamos", dejando tras de sí un archipiélago de migas y un mapa de manchas que concedía al vistoso mantel un aspecto de pergamino viejo. Un zigzag de siluetas entre sillas y puertas purgó toda rimbombancia y sólo recordaba la insigne fecha el guiño discreto de las luces del árbol navideño erizado como secuoya sobre un amable Belén. Invadido de madrugada y con el jaleo hundido en el retrovisor, el salón paladeó el luto por la estridente Nochebuena, fallecida en acto de servicio. Sin luz ni sonido, esas horas que parecían flotar en el tiempo como copos de nieve transformaron el salón en un spa sepulcral, donde daban ganas de refugiarse de la atropellada histeria navideña que plagaba la ciudad. Así, mientras los niños soñaban con amaneceres de regalos papanoélicos, los mayores se abandonaban al relajo de quien había superado, un año más, ese festivo y colorido mar de sargazos. Y es que, tal vez, de toda aquella hiperbólica conmemoración de un nacimiento lo más sabroso era el sedante eco de réquiem extenuado que dejaba tras de sí. 

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