lunes, 31 de julio de 2017

Mala noche

Es esa hora en la que todo es sueño, pesadilla o pecado. Él está en la cama, dormido por naufragio y perdido en esa desconexión que tanto alivia a los que no encuentran consuelo en los ojos abiertos. Fuera, las alcantarillas bostezan una calima de cucarachas que acharolan el silencio. Dentro, el confortable siseo del aire acondicionado. El tic y el tac de su reloj de pulsera es un grillo perdido en algún lugar bajo las sábanas de una cama partida en dos: a un lado, el eco de quien se marchó; al otro, el trueno sollozado de quien se quedó.

De pronto, un giro súbito espoleado por un sueño incómodo deviene en un involuntario manotazo, descendente como un dios derribado con la parsimonia procesionaria de un bostezo. Su mano cae casi ingrávida sobre el lado izquierdo de la cama, la tundra de tela delineada donde los días conjugan la separación entre ella y él con la diligente pereza de un notario, el mausoleo aséptico y ensabanado en memoria de quien hizo de la puerta de aquel domicilio un punto y aparte en su relato común e intransferible, haciendo de su cara espalda, dándole un buen revolcón a la brújula y derramando el tintero sobre varios calendarios en blanco.

Sus ojos aún no están abiertos pero sus dedos empiezan a deslizarse por la superficie de ese lado de la cama como cachorros que comienzan el tartamudeo del andar, avivando la inquietante cartografía de vértigos que remolcan miedos, la asepsia atroz del vacío, la suave y fría certeza de la ausencia, la desoladora geometría de la melancolía, el amargo peritaje de un hueco abierto de par en par al horizonte, la asfixia del silencio como huella arrolladora de una distancia que todo torna sombra, el peso de un aire tan cargado de pasado que apenas deja aliento de futuro al presente, la incansable escalada de la tristeza como hiedra despechada, la incertidumbre enroscándose en el pecho como un rosal de cuchillas, la impotencia de las ganas ante la dictadura del tiempo y espacio, la garganta deshaciéndose en ojos acechados por el salado runrún de las lágrimas.

Con una eficiente apatía funcionarial, su cuerpo se va reconectando con ese mundo que no admite soñadores. Sus ojos se abren con lentitud, como dos exclusas artrósicas y chirriantes, y comienzan a engullir la oscuridad convertidos en dos sumideros sedientos de sombra, de esa sombra que pesa y duele, de esa oscuridad que torna todo un blanco y negro sin happy end, de esos pensamientos enlutados de quien sólo encuentra sentido en un retrovisor donde todo empieza a desvanecerse como una espectral neblina, el único consuelo para quien se siente escupido de la noria del mundo, perdido en algún lugar entre lo que fue y lo que no será. Y así comienza a pensar en ella otra vez, desplegando en su mente un crucigrama de preguntas sin respuestas agradables donde cada espacio es una herida abierta por la que emerge el pus del vacío. Y así vuelve a estremecerse. A dejarse arrasar por los buenos recuerdos. A dejarse llevar por un pasado tan idealizado que hace aún más incomprensible su presente. Así es como las lágrimas empiezan su descenso suicida y discreto por su cara. Está harto de caer en la tentación de la autocompasión, de ceder al chantaje sensiblero de la melancolía, pero...empieza a tener la sensación de que se ha vuelto un yonqui del dolor y está dispuesto a atormentarse hasta lo patético si con ello se siente vivo. Así es como se dispone a pasar en blanco su enésima noche oscura. Así es como, unos minutos más tarde, su cuerpo se harta del melodrama y ordena inmediata inmersión con la esperanza de que mañana sea otro día.    

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