Durante años fue la respuesta estival a la magia invernal de las Navidades. Aún hoy, en cierta medida, lo sigue siendo. El viernes previo al primer fin de semana de Agosto se envolvía de una adrenalina naif configurada en torno a una pintoresca comparsa de gigantes y cabezudos. Ese día, el "Viernes de Gigantes" era una de esas fechas que quien esto escribe marcaba en su calendario mental con la misma ilusión fosforescente que la Noche de Reyes o mi cumpleaños. Ese día, el "Viernes de Gigantes" extiende la alfombra roja y blanca por la que transitan seis días de festejos: los que conforman las fiestas de Estella (Navarra). Ese día, el "Viernes de Gigantes", la sobremesa de las calles estellesas se llena de hijos arrastrando a padres o padres arrastrando a hijos, según el nivel de valentía filial y entusiasmo paternal, para ir al encuentro de ese bestiario folclórico y entrañable que constituye la comparsa formada por los gigantescos reyes navarros y moros y un séquito de cabezudos menos regios pero más temibles para esas mentes y corazones tiernos puesto que son los que te forran a leches con sus botarrinas.
Ese viernes, el primero de unas fiestas a medio camino entre lo berlanguiano, lo sacro y lo dionisiaco, está cargado de rituales y liturgias profanas, casi bufas, pero llenas de una solemnidad indudable y entrañable, como, por ejemplo, la que antecede a todas las demás: vestir el rojo y el blanco que uniformiza la alegría en estas latitudes y fechas constituye todo un ceremonial en el que te invade un no-sé-qué a medida que vas envainando el cinto en la cintura, anudando el pañuelo al cuello y atando las alpargatas a esos pies acostumbrados a zapatos urbanitas. El caso es que esos automatismos provocan la sensación de conectar con algo que te trasciende tanto en lo personal (unirte a los otros) como en lo temporal (remontarte al pasado propio y ajeno como una magdalena de Proust). Y aún hoy, con treinta y siete años en la canana, esa sensación sigue ahí: la que convierte tu memoria en un CinExin, la que te devuelve a esa época de tu vida donde las preocupaciones son irrisorias en su candidez y las ilusiones monumentales en su ambición, donde la vida aún no ha roto la tregua, donde cualquier lugar y momento pueden ser Disnelyandia, donde aún puedes corretear despreocupado, donde todo es una precuela preciosa y difusa, donde estás a salvo. Aún recuerdo cómo, una vez vestidos con la indumentaria rojiblanca y repeinados como si fuéramos carne de catálogo, me hacía una foto con mi padre y mi hermano, en escala de edad y tamaño, junto a una imposible lámpara de pie revestida de lo que parecía mármol y que haría sacarse los ojos a cualquier decorador de interiores (la lámpara, no la foto) y cómo nos precipitábamos a la calle Mayor en busca de los gigantes y cabezudos siguiendo el rastro que dejaba el sonido de las gaitas y cómo los codos se retorcían intentando liberarse de las manos a medida que te aproximabas a la comparsa, bien para encarar esos miedos infantiles encarnados en esos cabezudos de nombres lacónicos pero aún más rimbombantes que sus fenomenales cabezas ("Boticario", "Robaculeros", "Abuelita chocha"...), bien para ceder al pánico y volverte a un lugar donde tu orgullo y trasero quedaran a salvo de los zurriagazos de las botarrinas, y cómo al final te quedabas zascandileando durante horas por las calles del pueblo hipnotizado por el magnético carisma de la comparsa.
Hoy todo eso es pasado pero no olvido. Por suerte. Y digo por suerte porque todos los "Viernes de Gigantes" me pasa lo mismo: me acuerdo y me recuerdo y en ese ir y venir de la mente al pasado, se me traspapelan bonitos momentos de mi infancia: ir corriendo con mi padre en el "encierro chiqui" en la cuesta de Recoletas; la monumental tómbola y su "muñeca chochona" (sic); el espectacular "torico de fuego" que marcaba con su pirotecnia el punto y final del horario infantil; los cohetes del encierrillo como despertador; los churros azucarados y mañaneros de Solano; la caminata hasta Izu para que mi padre se comprara el periódico y yo un fascímil del Guerrero del Antifaz de los que estaban apilados en la trastienda; las inolvidables fiestas regadas de risas de mis primos Estíbaliz, Puy e Iñaki; el multitudinario show de marionetas de "Gorgorito" a la sombra de unos árboles con mucha historia; la rueda ferial de resignados ponys con nombres de personajes de western; la berlanguiana procesión en la que no sabes bien si estás acompañando a tu santo padre o a las reliquias de un santo; el concurso de bacalao al ajoarriero en el que mi padre cambiaba el quirófano por la cocina; el "chabisque" como Camelot de una cuadrilla más cercana a los galos de Astérix que a los Caballeros de la Tabla Redonda; el "baile de la era" que hace entrar en trance casi aquelárrico a todo un pueblo a medianoche; los ladridos frenéticos de mi perro mientras la gente se deshacía en "ooooh" al compás de fuegos artificiales...
Por eso, todos los días como hoy, Viernes de Gigantes, me invade una extraña y agradable sensación de melancolía, una nostalgia balsámica para estos tiempos en los que la vida ha roto la tregua y todo es un cara a cara improvisado entre tú y los contratiempos. Hoy no vestiré el rojo y el blanco. Lo haré mañana, al alba, cuando vaya al encierro, como un yonqui de la adrenalina, junto a mi padre, ya no como un niño acompañando a su antecesor sino como un cómplice para forjar recuerdos que te visiten un viernes como hoy.
Hoy todo eso es pasado pero no olvido. Por suerte. Y digo por suerte porque todos los "Viernes de Gigantes" me pasa lo mismo: me acuerdo y me recuerdo y en ese ir y venir de la mente al pasado, se me traspapelan bonitos momentos de mi infancia: ir corriendo con mi padre en el "encierro chiqui" en la cuesta de Recoletas; la monumental tómbola y su "muñeca chochona" (sic); el espectacular "torico de fuego" que marcaba con su pirotecnia el punto y final del horario infantil; los cohetes del encierrillo como despertador; los churros azucarados y mañaneros de Solano; la caminata hasta Izu para que mi padre se comprara el periódico y yo un fascímil del Guerrero del Antifaz de los que estaban apilados en la trastienda; las inolvidables fiestas regadas de risas de mis primos Estíbaliz, Puy e Iñaki; el multitudinario show de marionetas de "Gorgorito" a la sombra de unos árboles con mucha historia; la rueda ferial de resignados ponys con nombres de personajes de western; la berlanguiana procesión en la que no sabes bien si estás acompañando a tu santo padre o a las reliquias de un santo; el concurso de bacalao al ajoarriero en el que mi padre cambiaba el quirófano por la cocina; el "chabisque" como Camelot de una cuadrilla más cercana a los galos de Astérix que a los Caballeros de la Tabla Redonda; el "baile de la era" que hace entrar en trance casi aquelárrico a todo un pueblo a medianoche; los ladridos frenéticos de mi perro mientras la gente se deshacía en "ooooh" al compás de fuegos artificiales...
Por eso, todos los días como hoy, Viernes de Gigantes, me invade una extraña y agradable sensación de melancolía, una nostalgia balsámica para estos tiempos en los que la vida ha roto la tregua y todo es un cara a cara improvisado entre tú y los contratiempos. Hoy no vestiré el rojo y el blanco. Lo haré mañana, al alba, cuando vaya al encierro, como un yonqui de la adrenalina, junto a mi padre, ya no como un niño acompañando a su antecesor sino como un cómplice para forjar recuerdos que te visiten un viernes como hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario