lunes, 17 de julio de 2017

Categorías de muertos

La muerte es el gran tabú íntimo y atemporal del ser humano en la medida en que supone la separación total de aquello que nos define. Por eso, nuestra relación con ella se entiende, al menos actualmente, desde las trincheras que interponemos entre la parca y nosotros, no tanto por el ancestral miedo a Tánatos o a las Keres como por su facultad para exponernos ante nosotros mismos. Unos cortafuegos cuantitativos y cualitativos que funcionan a pleno rendimiento cuando tenemos noticia de alguna muerte, especialmente si es por causas no naturales, y que dicen mucho (o muy poco, según se mire) de nosotros como seres sintientes y emocionales.
 
Tenemos como digo filtros cuantitativos, en la medida en que tiene más papeletas para llamarnos  la atención la muerte de diez que la muerte de uno y la muerte de cien más que la de diez. Lo que ocurre es que a partir de ciertos guarismos se activa algo así como un mecanismo de cosificación que nos permita asimilar sin que se nos atraganten ciertas tragedias o sucesos luctuosos; una especie de automatismo que impide el colapso del sistema límbico o que nos quedemos fuera de servicio por el nihilismo inherente a cualquier tragedia que implique pérdida de vida. Ejemplo de lo que quiero decir: "1000 patitos de goma fallecen en los últimos tres meses de guerra en Siria".
 
Pero, como decía, también tenemos unos filtros cualitativos. En un primer nivel están los que distinguen entre humanos y el resto de seres vivos, en particular los animales, de tal manera que se da el desequilibrio de que nos importe más la muerte de un bañista jubilado en Benidorm que la de mil peces en el Ebro. Superado ese filtro, se activa otro que condiciona la distancia emocional a la cercanía o lejanía geográfica, ideológica y/o cronológica entre nosotros y los fallecidos, de forma que por ejemplo nos impacta o importa más la muerte de un suicida en nuestro barrio hoy que la de cien niños en Sudán ayer y ésta a su vez más que la de millares de personas en la Primera Guerra Mundial. Las casi infinitas posibilidades que ofrece la combinación de esos tres factores que digo convierte el agravio comparativo en una obscenidad difícil de perfilar. Una discriminación apestosa que tiene mucho que ver con lo que cada cual entienda como "lo mío", con las etiquetas con las que diferenciamos a la gente entre "uno de los míos" y "los otros", y que entronca a cualquier ciudadano raso con los grandes tiranos y genocidas de la Historia.

La consecuencia de todo ello es que llevamos tiempo con la sensibilidad raquítica y la empatía desangrándose a borbotones, cóctel en el que también tiene que ver la sobreexposición gratuita, morbosa y mortuoria provocada por unos medios de comunicación que han hecho del amarillismo un rentable modelo de negocio en la época del share, el clic y el like, pero ese es tema para otro artículo. 

Y es que este artículo viene a colación de recientes noticias que evidencian una vez más la alarmante deshumanización emocional del ser humano, la cual ha devenido en infame sistema métrico conforme al cual unos muertos valen más que otros, como si nos hubiéramos convertido en una versión "cuñada" de Anubis. Yo pienso que toda muerte debe tener un mínimo denominador común: el respeto y la consideración que merece cualquier ser vivo sin distinción, salvo que estemos hablando de notorios e indubitados hijos de pu*a, en cuyo caso me importa y afecta infinitamente más la muerte de una hormiga que la de cualquier asesino, terrorista, dictador, tirano, maltratador, pedófilo, pederasta, corrupto o bellaco cotidiano cuya desaparición permanente te alegra, como poco, el día. Por eso, porque para mí (casi) todas las muertes valen lo mismo, idéntico trato creo que se merecen, por ejemplo, los asesinados por el terrorismo, los inocentes represaliados en ambas cunetas de cualquier guerra, los muertos en todos los conflictos olvidados, los fallecidos por causa natural o los que van al Hades previa catástrofe natural o accidente. De la misma forma que me importa lo mismo (como mínimo) la muerte del león Cecile en África que la del vecino de abajo.

Habrá quien diga: ok, vale, pero tú también acabas de hacer lo mismo que criticas. No, para mí esos "indubitados hijos de pu*a" que mencionaba antes no cuentan en absoluto como seres humanos, por motivos evidentes e intrínsecos a su condición de malnacidos. Tan malnacidos como quien es capaz de dar más valor a un muerto que a  otro. Quizá por eso la nómina de malnacidos de un tiempo a esta parte se ha incrementado notablemente con un buen puñado de políticos, periodistas y bocazas varios.

No hay comentarios: