Limpia, fija y da esplendor. Este lema tan cercano al eslogan de un detergente caracterizó ancestralmente a la Real Academia Española de la Lengua (RAE para los amigos). Caracterizó, sí, porque, hablando en el tiempo presente, dicho lema se queda en guasa al calor de las innecesarias y absurdas polémicas en las que se ha visto involucrada tan distinguida institución estos últimos años y que han levantado tal polvareda que lo de la limpieza y el esplendor parece cosa más de chirigota que de ilustre pretensión.
Antes de seguir, aviso a navegantes aquejados de demagogia: estoy en las antípodas de ser un clasista, un pedante y/o un reaccionario. Lo que pasa es que, entre mis alergias, está la estupidez y el mal gusto. Como periodista y escritor, soy un gran enamorado de la lengua castellana no sólo por su versatilidad como herramienta sino por la riqueza que atesora en su dinámica evolutiva, esa que le permite hacer malabares con el léxico de antaño y hogaño al mismo tiempo que desbroza y abraza el mestizaje semántico y jergal. El castellano como lengua y el español como idioma son quizá la mayor y mejor aportación que ha hecho España al acervo universal. Pocas lenguas han honrado más las cualidades que se le suponen genéricamente a un lenguaje en tanto que sistema de comunicación y punto de encuentro. En ese sentido, buena parte del éxito (en lo cronológico y en lo goegráfico) del español radica en su impresionante maleabilidad y permeabilidad, cualidades que siempre han encontrado en la formidable RAE un excepcional guardián y aliado. Pero eso es una cosa y otra muy distinta convertir a esta lengua en un after hour con barra libre, que son las trazas que parece seguir la RAE con ciertas decisiones ortográficas y léxicas en estos últimos tiempos.
Decisiones como la de liquidar la tilde diacrítica en el adverbio "solo" y en los pronombres demostrativos o la de incorporar al canon términos cuya valía para tal honor resulta muy cuestionable ya sea por su origen netamente vulgar ("asín", "arremangarse"...), por manar de meras modas léxicas ("amigovio", "papichulo", la inminente "posverdad"...) o por ser simplemente errores de ortografía o dicción imperdonables más allá de la educación primaria ("almóndiga", "toballa", "madalena", "dotor", "murciégalo", "crocodrilo"...) o la más reciente de todas estas controvertidas decisiones: admitir el "iros" como alternativa a "idos" (será que emplear correctamente el castellano les parece a algunos algo más propio de la época de Alonso de Entrerríos que de la de Kiko Rivera). Decisiones que, de facto, lo único que consiguen es empobrecer la lengua, ya sea por la vía del equívoco (el adverbio "solo" está dando ya mucho juego por desgracia) o la de la renuncia a emplear sinónimos consolidados y respetables (por ejemplo, se podría utilizar el clásico "ligue" en lugar del aceptado "amigovio" o del apócrifo "follamigo"). Es como si las farmacias empezaran a dispensar heroína o cocaína por el mero hecho de que hay muchas personas que las consumen o como si alguien decidiera poner a desfilar a Leticia Sabater y Belén Esteban junto a los ángeles de Victoria's Secret o como si Hollywood otorgara un Óscar a la Mejor Película a El vengador tóxico.
Con esto no quiero decir que, por ejemplo, la RAE no tenga ojos para los vulgarismos sino que sepa ubicarlos donde corresponde (en un diccionario monotemático por ejemplo) y no en lo que se supone que es el Santo Grial del castellano (el célebre DRAE). El académico Arturo Pérez-Reverte ha alegado al respecto que la RAE no está para ser policía sino notario de la realidad del castellano. Correcto...pero, por la cuenta que le trae, ningún notario daría fe de nada que se apartara de la legalidad puesto que incurriría en el mismo fallo en el que ha caído la RAE al dar carta de naturaleza a errores como los que he citado en el párrafo anterior. Dicho de otra manera, hablando del español, la sociedad no debe ser el espejo en el que se mire la RAE sino justo al revés, porque dicha institución es el faro y el bastión que permite a esta preciosa lengua no encallar en los arrecifes que la incultura y el analfabetismo. Entre el integrismo y la permisividad hay un deseable término medio. Por eso espero que la RAE se mueva hacia el polo integrista para alcanzar así dicha equidistancia, dado que ahora está instalada en una permisividad demasiado preocupante por cuanto tiene de contraproducente.
No obstante, estos académicos disparates son meras anécdotas, erratas con más resonancia que recorrido si las comparamos con la sensacional labor que la RAE lleva haciendo durante siglos para que cualquier hispanohablante pueda sentirse más cerca de Cervantes, Lope, Quevedo, Galdós, Delibes o Lorca que de los tronistas, tróspidos, ninis, garrulos y tarados que atentan contra el lenguaje (entre otras cosas) en la televisión nuestra de cada día.
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