martes, 20 de mayo de 2008

Bell y Meucci: Una disputa telefónica

¿Quién inventó el teléfono? Si está pensando en Alexander Graham Bell…¡está equivocado! Uno de los inventos más trascendentales de la Historia nació de las manos de un “desconocido” ingeniero italiano: Antonio Meucci.

- Ciao. ¿Sei signore Bell?
- Yes. Why? Who are you?
- Io sono Antonio Meucci, il inventari del telefono.
- Really? Me too!

Esta ficticia conversación telefónica podría resumir a la perfección quiénes son los dos grandes nombres propios que hay detrás de la invención de uno de los aparatos más revolucionarios e indispensables en la sociedad actual: el teléfono. Los laureles se los llevó cierto escocés nacionalizado norteamericano y que responde al nombre de Alexander Graham Bell; las hieles, por el contrario, fueron a parar a un italiano que no se desenvolvía muy bien con el idioma inglés: Antonio Meucci.


Alexander Graham Bell: De la cabeza parlante al teléfono
Uno de los hijos más famosos de Escocia (con permiso de
William Wallace, Macbeth y Sean Connery), nació en Edimburgo en 1847. Como tantos otros genios, no fue un estudiante modélico, si bien demostró ser un chico de lo más virtuoso, con habilidades innatas para tocar el piano, la mímica o, incluso, la ventriloquia. Sea como fuere, el hecho de pertenecer a una estirpe de logopedas y contemplar cómo una sordera gradual iba privando de oído a su madre, inclinó a Bell a interesarse por los temas relacionados con el sonido y la voz humana, curiosidad que estuvo marcada en sus inicios por experimentos tan extravagantes como fabricar una cabeza mecánica (influencia del autómata de Sir Charles Wheatstone) que “decía” la palabra mamá o “manipular” al perro familiar, Trouve, para que ladrara algo similar a “How are you, grandma?” (¿Cómo estás, abuela?). ¿Qué sería de un genio sin sus rarezas?

En 1870, Alexander Graham Bell cruzó el Atlántico huyendo de una tuberculosis que amenazaba con diezmar a su familia, pero no así su talento. De esta forma, mientras continuaba su exitosa enseñanza para sordomudos, experimentó con ingenios como el “telégrafo armónico”, con la idea de que se podían enviar mensajes a través de un alambre mientras cada uno fuera transmitido en un distinto pulso, o el “fonoautógrafo”, curioso dispositivo que dibujaba formas sobre cristal ahumado basándose en ondas acústicas. Tales experimentos llevaron a Bell a creer firmemente que sería posible enviar tonos en un alambre de telégrafo utilizando para ello un aparato de múltiples alambres. ¿Qué le hacía falta para demostrarlo? Dinero. Éste llegó de manos de uno de los mentores de Bell en Estados Unidos y su futuro suegro, Gardnier Greene Hubbard, presidente de la Escuela Clarke para el Sordo, quien decidió apostar por la idea del escocés visto el formidable éxito del telégrafo. No obstante, fue la serendipia y no la pecunia la que catapultó al genio de Edimburgo a la fama universal: El 2 de junio de 1875, el ayudante de Bell, Thomas Watson desenchufó accidentalmente uno de los alambres del dispositivo, permitiendo oír a Bell las insinuaciones que llegaban al final del alambre, esenciales para transmitir el discurso sonoro. Este suceso demostró al escocés que solamente era necesario un alambre para que “su teléfono” tuviera éxito, un invento que patentaría meses más tarde, ya en 1876. Después vinieron hitos como la fundación de la Bell Telephone Company o la National Geographic Society pero eso…es otra historia.



Antonio Meucci: ¿Teléfono? No, teletrófono
El ingeniero Antonio Giuseppe Meucci comenzó su infortunada existencia en 1808 en la bella ciudad italiana de Florencia. Allí, al igual que su colega y rival escocés, desarrolló en su juventud un peculiar ingenio: un antecesor del teléfono en el Teatro della Pergola, donde trabajaba como técnico de escenografía, y que mejoró notablemente la comunicación entre sus compañeros, tanto que hoy todavía se utiliza. No obstante, del mismo modo que Bell tuvo que cruzar el Atlántico para huir de una enfermedad, Meucci atravesó en 1835 el océano con su mujer con el fin de escapar de las reiteradas acusaciones de conspiración política, dejando atrás un país al que nunca regresaría y empezando una nueva vida en Cuba. En La Habana, Meucci volvió a sus menesteres artísticos trabajando de tramoyista en el Gran Teatro de Tacón, pero sin descuidar su faceta de inventor, pergeñando un curioso sistema de descargas eléctricas terapéuticas que utilizaba para aliviar dolencias reumáticas.

Sin embargo, cinco años después de su desembarco en tierras cubanas, el matrimonio Meucci puso rumbo a Estados Unidos, a Clifton (Staten Island), en las cercanías de Nueva York. Sin saberlo, la suerte de este florentino iba a cambiar…para siempre, y a peor. Al poco de establecerse en aquellos lares, este pintoresco ingeniero puso en pie una fábrica de velas (sí, se dedicaba a cualquier cosa menos a las que se le podría presuponer) y se convirtió en un prohombre de la comunidad italiana neoyorquina. En aquel entonces, una nueva coincidencia con el escocés Bell dio el impulso definitivo al ingenio de Meucci: el problema de salud de un ser querido. Si en el caso de aquel fue la sordera de su madre, en el del italiano fue el reumatismo de su esposa, que la postró irremisiblemente en cama. Ante esta situación, el talentoso florentino ideó en torno al año 1854 un aparato que permitía comunicar la habitación de su mujer con el taller donde trabajaba, ya que descubrió que transformar la vibración sonora en impulso eléctrico hacía posible transmitir, cable mediante, la voz a distancia. Por mucho que se empeñara en llamarle “teletrófono”, Meucci acababa de inventar el teléfono y con bastantes años de antelación respecto a Alexander Graham Bell, como se encargó de evidenciar públicamente en 1860, cuando consiguió reproducir la voz de una cantante a lo largo de un notable trecho, suceso del que se haría eco la prensa italiana de Nueva York. El próximo paso era patentar el invento. Comenzaban los problemas.

¿Alguien ha visto mi teléfono?
Tras la exhibición pública de su invento, Meucci comenzaría a sufrir lo que podría denominarse como “desapariciones misteriosas”: la primera de ellas protagonizada por un tal señor Bendelari, que se llevó un prototipo del aparato y documentación sobre el mismo a tierras italianas o al limbo, porque jamás se volvió a saber de él; la segunda desaparición es la que atañe a los trabajos de Meucci empeñados por su mujer, para costear las vacas flacas que provocó un accidente del que el desgraciado florentino salió, literalmente, quemado, y que jamás consiguieron recuperar; y la tercera y más sonada desaparición: la que nos habla de cómo se perdieron misteriosamente documentos y materiales demostrativos del “telégrafo parlante” de Meucci que éste había presentado en 1874 a unos laboratorios de la
Western Union Company en los que – oh, casualidad – trabajaría años más tarde Alexander Graham Bell. En este último caso, el infortunado florentino tenía tres importantes elementos en su contra a la hora de recuperar su prodigioso aparato: una situación económica bastante precaria, un escaso dominio del idioma inglés, y la sagacidad de los directivos de la Western Union para preservar un invento potencialmente rentable, aun a costa de arrebatárselo a su autor con excusas de lo más peregrinas.

No obstante, no todo fueron desgracias en ese tiempo para el inventor italiano. Empleando buena parte de sus ahorros, depositó el 28 de diciembre de 1871 una demanda de patente de su teletrófono, documento renovable anualmente por un coste sensiblemente menor que el de una patente (10 dólares aquel, 250 ésta). Sin embargo, la penuria económica de Meucci no tardó en volver a interferir en el devenir del teletrófono y el florentino se quedó sin poder renovar la demanda de patente sólo dos años después de haberla depositado.

Y, como si algo puede ir mal, irá a peor, en 1876 Meucci estuvo próximo a quedarse catatónico al enterarse de que un escocés con mejor posición económica y contactos más importantes había patentado un invento: el suyo.

Scusi, quel telefono è il mio
Pobre pero con su orgullo intacto, Meucci inició un pleito judicial con Bell para recuperar su honra y, de paso, el reconocimiento como padre del teléfono, teletrófono, telégrafo parlante o como quisiera llamarse al aparato que él había inventado antes que nadie. Sin embargo, la mala suerte jugaría un papel decisivo en la vida del inventor italiano: no tenía evidencias materiales de su invención (todas se habían “extraviado”), no tenía mucho dinero y, por último pero más importante, su rival, Alexander Graham Bell, tenía más influencia y mejores abogados. No en vano, el escocés ya había salido airoso de litigios similares contra otros supuestos “inventores del teléfono” como
Elisha Gray o Amos Dolbear. Un éxito nada casual, pues a lo largo de 18 años, la Bell Telephone Company solventó positivamente cerca de 600 demandas de personas que reclamaban la autoría del teléfono.

Con todos estos ingredientes, no es de extrañar el plato resultante: Antonio Giuseppe Meucci moriría pobre y triste en 1889 mientras Alexander Graham Bell disfrutaría de la fama universal (y sus réditos económicos) como inventor del teléfono, gracias a unos abogados que hábilmente embarrancaron con recursos la investigación por fraude puesta en marcha por el Tribunal Supremo de Estados Unidos. A tanto llegó el reconocimiento de este escocés que el día de su muerte, el 2 de agosto de 1922, los teléfonos de EEUU enmudecieron durante un minuto como tributo a su difunto “padre”.

Un final ¿feliz?
Aunque Bell ya había pasado para la posteridad como uno de los inventores más célebres de la historia y Meucci dormía para toda la eternidad sumido en el ostracismo, esta peculiar historia de estrellas y estrellados tendría un nuevo final en
2002. El 11 de junio de ese año, y gracias a la decidida campaña puesta en marcha por el congresista ítaloamericano Vito Fossella a favor de su compatriota, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó por unanimidad un documento que reconocía a Antonio Meucci como inventor del teléfono, al tiempo que destacaba su “extraordinaria y trágica” trayectoria. Más vale tarde que nunca, aunque, a buen seguro, al desafortunado ingeniero florentino le habría encantado disfrutar de ese reconocimiento en vida, un éxito del que se vio privado por sólo diez dólares. Nunca la fama costó tan poco.



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