"El Congreso" lo tenía todo para ser la serie más vista en España. Durante muchos años, lo fue. El problema es que las últimas temporadas han estado muy por debajo de su nivel, pues no resisten comparación alguna con los capítulos primigenios y su calidad está en busca y captura.
El quid del problema no está en el presupuesto, porque corre a cargo del erario y por tanto es más que espléndido. Tampoco en los escenarios, por muy poco juego que dé ya el inmueble en cuestión, en torno al cual giran las tramas. No, el problema de esta serie hay que detectarlo en dos aspectos comunicantes entre sí: el guión y los personajes.
"El Congreso" tiene un guión redundante y recalentado que opta bien por estirar algunas tramas ad infinitum, bien por reciclar otras para intentar colarle al espectador algo que ya se sabe de memoria. Así, el guión de esta serie, tanto en lo argumental como en lo literal, tiene tanto brillo como una foto en mate y tanta chispa como la capa de Nochevieja de Ramón García. Por eso, los (cada vez menos) espectadores que aún se mantienen fieles a "El Congreso" empiezan a tener la sensación-convicción de estar contemplando no una serie convencional sino una de estas telenovelas de sobremesa en las que puedes entrar y salir con total libertad durante días/semanas/meses sin miedo a haberte perdido gran cosa ni a sentirte desnortado. Ya ni siquiera suben la audiencia tramas antaño resultonas como las de temática judicial o electoral, que actualmente están absolutamente carbonizadas en cuanto a interés se refiere dado que la audiencia está a estas alturas totalmente vacunada contra golferías, decepciones y/o sorpresas de toda índole. ¿Que se podría hacer algo mucho mejor? Sin duda, pero para eso se requiere talento y ganas, cosas de las que carecen de forma notoria los responsables de la serie. Por tanto, sus showrunners y guionistas (que, para más inri y pitorreo, se han reservado para sí los papeles protagonistas) seguirán ofreciendo sin escrúpulos un producto ya tantas veces rumiado por el público que habría que empezar a pensar si otro de los problemas no estará precisamente en los espectadores, dado que muestran una condescendencia e indulgencia sólo comparables a las de vacas pastando. Cuando una ofensa se alarga en el tiempo, el problema no está en el ofensor sino en el ofendido que la consiente...y el guión de "El Congreso" es una constante ofensa a la inteligencia y paciencia del personal.
No obstante, como apuntaba antes, el otro gran problema de esta serie, empíricamente constatado, son los personajes. Por decirlo claramente, son malos. En el mejor de los casos, serían aptos para un sainete low cost, un vodevil de función escolar, un guiñol infantil o incluso un sketch para programas tipo "Noche de fiesta" pero nunca, never, nie, jamais para una serie con mínimas aspiraciones en materia de calidad y dignidad. ¿Por qué? Porque desde el principio mostraron urbi et orbe tener tantos matices y carisma como el gotelé. Y lo que es peor aún: su desarrollo ha sido inexistente cuando no directamente involutivo. Por tanto, por muy bueno que fuera el guión (que no es el caso) y/o el reparto (que tampoco), con personajes así poco se puede hacer. Están bien para un ratito, especialmente si ese ratito está regado con litros de alcohol o tiene como finalidad conciliar el sueño o desatascar el tracto intestinal, pero más allá de eso acaban por resultar insoportables porque, las cosas como son, no tiene ni un pase la repulsiva prepotencia de los personajes del PP ni la equizofrénica sobreactuación de los del PSOE ni el arribismo trasnochado de los de Podemos ni el pardillismo suicida de los de Ciudadanos. Lo único interesante para un "espectador no coprófago" es intentar delimitar dónde acaba el personaje y comienza el actor; pasatiempo curioso e inquietante por igual. Por fallar incluso ha resultado fallido el personaje del Rey, relegado a insustanciales cameos esporádicos: a un vendedor de la teletienda se le hace más caso.
Así las cosas, visto que las tramas han confluido en un Pantano de la Tristeza donde cualquier espectador mentalmente sano se siente Artax, los responsables de la serie han optado en los últimos tiempos por fiarlo todo a las grescas fuera y dentro de los partidos. Una jugada clásica que en este caso viene a ser como pasar por la Thermomix a Juego de tronos y Los bingueros. Es decir: un festival de hostias con el mismo glamour que un bocadillo de panceta y la misma calidad que el guión de una peli porno. Por eso no extraña que buena parte de la audiencia les esté prestando menos atención que al teletexto. Algo que, por cierto, choca bastante con esa torre de marfil donde están concentrados opinadores y comentatodos analizando en televisiones, radios y columnas las moviolas de cada partido como si fueran astrofísicos intentando desentrañar los misterios del universo o Tomás Roncero hablando del Real Madrid.
La cuestión es ¿merece la pena seguir apostando por una serie que se ha ganado a pulso su cancelación o, como se dice ahora de forma eufemística, "no renovación"? La respuesta es obvia. ¿Y si cambiaran los guionistas, los personajes y el reparto? Sería una excelente idea, dado que así obtendríamos muy probablemente una serie distinta y quizá digna, seria e incluso buena, pero ya no sería esa "shit-com" (ojo que no hay errata) que es "El Congreso". No obstante, que esa posibilidad dé el salto al mundo real es tan probable como que Leticia Sabater gane un Óscar o Telecirco retire "Sálvame" de la parrilla televisiva.
Por todo ello y sintiéndolo (un poco) sólo veo una solución honorable a esta producción nacional: cancelación. Pero todos sabemos que honorable y probable no son términos sinónimos...
El quid del problema no está en el presupuesto, porque corre a cargo del erario y por tanto es más que espléndido. Tampoco en los escenarios, por muy poco juego que dé ya el inmueble en cuestión, en torno al cual giran las tramas. No, el problema de esta serie hay que detectarlo en dos aspectos comunicantes entre sí: el guión y los personajes.
"El Congreso" tiene un guión redundante y recalentado que opta bien por estirar algunas tramas ad infinitum, bien por reciclar otras para intentar colarle al espectador algo que ya se sabe de memoria. Así, el guión de esta serie, tanto en lo argumental como en lo literal, tiene tanto brillo como una foto en mate y tanta chispa como la capa de Nochevieja de Ramón García. Por eso, los (cada vez menos) espectadores que aún se mantienen fieles a "El Congreso" empiezan a tener la sensación-convicción de estar contemplando no una serie convencional sino una de estas telenovelas de sobremesa en las que puedes entrar y salir con total libertad durante días/semanas/meses sin miedo a haberte perdido gran cosa ni a sentirte desnortado. Ya ni siquiera suben la audiencia tramas antaño resultonas como las de temática judicial o electoral, que actualmente están absolutamente carbonizadas en cuanto a interés se refiere dado que la audiencia está a estas alturas totalmente vacunada contra golferías, decepciones y/o sorpresas de toda índole. ¿Que se podría hacer algo mucho mejor? Sin duda, pero para eso se requiere talento y ganas, cosas de las que carecen de forma notoria los responsables de la serie. Por tanto, sus showrunners y guionistas (que, para más inri y pitorreo, se han reservado para sí los papeles protagonistas) seguirán ofreciendo sin escrúpulos un producto ya tantas veces rumiado por el público que habría que empezar a pensar si otro de los problemas no estará precisamente en los espectadores, dado que muestran una condescendencia e indulgencia sólo comparables a las de vacas pastando. Cuando una ofensa se alarga en el tiempo, el problema no está en el ofensor sino en el ofendido que la consiente...y el guión de "El Congreso" es una constante ofensa a la inteligencia y paciencia del personal.
No obstante, como apuntaba antes, el otro gran problema de esta serie, empíricamente constatado, son los personajes. Por decirlo claramente, son malos. En el mejor de los casos, serían aptos para un sainete low cost, un vodevil de función escolar, un guiñol infantil o incluso un sketch para programas tipo "Noche de fiesta" pero nunca, never, nie, jamais para una serie con mínimas aspiraciones en materia de calidad y dignidad. ¿Por qué? Porque desde el principio mostraron urbi et orbe tener tantos matices y carisma como el gotelé. Y lo que es peor aún: su desarrollo ha sido inexistente cuando no directamente involutivo. Por tanto, por muy bueno que fuera el guión (que no es el caso) y/o el reparto (que tampoco), con personajes así poco se puede hacer. Están bien para un ratito, especialmente si ese ratito está regado con litros de alcohol o tiene como finalidad conciliar el sueño o desatascar el tracto intestinal, pero más allá de eso acaban por resultar insoportables porque, las cosas como son, no tiene ni un pase la repulsiva prepotencia de los personajes del PP ni la equizofrénica sobreactuación de los del PSOE ni el arribismo trasnochado de los de Podemos ni el pardillismo suicida de los de Ciudadanos. Lo único interesante para un "espectador no coprófago" es intentar delimitar dónde acaba el personaje y comienza el actor; pasatiempo curioso e inquietante por igual. Por fallar incluso ha resultado fallido el personaje del Rey, relegado a insustanciales cameos esporádicos: a un vendedor de la teletienda se le hace más caso.
Así las cosas, visto que las tramas han confluido en un Pantano de la Tristeza donde cualquier espectador mentalmente sano se siente Artax, los responsables de la serie han optado en los últimos tiempos por fiarlo todo a las grescas fuera y dentro de los partidos. Una jugada clásica que en este caso viene a ser como pasar por la Thermomix a Juego de tronos y Los bingueros. Es decir: un festival de hostias con el mismo glamour que un bocadillo de panceta y la misma calidad que el guión de una peli porno. Por eso no extraña que buena parte de la audiencia les esté prestando menos atención que al teletexto. Algo que, por cierto, choca bastante con esa torre de marfil donde están concentrados opinadores y comentatodos analizando en televisiones, radios y columnas las moviolas de cada partido como si fueran astrofísicos intentando desentrañar los misterios del universo o Tomás Roncero hablando del Real Madrid.
La cuestión es ¿merece la pena seguir apostando por una serie que se ha ganado a pulso su cancelación o, como se dice ahora de forma eufemística, "no renovación"? La respuesta es obvia. ¿Y si cambiaran los guionistas, los personajes y el reparto? Sería una excelente idea, dado que así obtendríamos muy probablemente una serie distinta y quizá digna, seria e incluso buena, pero ya no sería esa "shit-com" (ojo que no hay errata) que es "El Congreso". No obstante, que esa posibilidad dé el salto al mundo real es tan probable como que Leticia Sabater gane un Óscar o Telecirco retire "Sálvame" de la parrilla televisiva.
Por todo ello y sintiéndolo (un poco) sólo veo una solución honorable a esta producción nacional: cancelación. Pero todos sabemos que honorable y probable no son términos sinónimos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario