Speakeasy, Sinfín, Tulúm, Millenium, Son como niños, "El Sánchez", El vaivén, Sonora...Recientemente, he dado una vuelta por Alonso Martínez, zona en la que, como tantos otros chavales, pasé decenas de horas en compañía de mis amigos del colegio durante años. Años que ya quedan bastante atrás en el tiempo. Años que hoy forman parte del pasado como los locales en los que se trenzaban las noches y madrugadas de centenares de jóvenes de Madrid. Años en los que todo comenzaba con un botellón a pie de calle (en nuestro caso, como el de muchos otros, la plaza de Las Salesas) convirtiendo aquel punto de Madrid en un hormiguero inflamable. Años de vasos de plástico, hielos y canciones a capela. Años de flyers y DNIs. Años en los que los recuerdos y las vivencias se agolpaban en la memoria como si hubiera barra libre. Años hechos de palabras, imágenes y sensaciones. Años de noche. Años febriles. Años acelerados.
Como digo, después de muchos años de ausencia, me he dado un paseo por esa mítica zona de copas, para refrescar viejos tiempos...y he comprobado que, del mismo modo que esa época ya no volverá, tampoco lo harán aquellos bares en los que el alcohol, la música y la penumbra fueron el decorado de miles de historias y anécdotas; bares que hoy o han cambiado su nombre o, en la mayoría de casos, son tiendas, restaurantes o fachadas con el cierre echado; bares para el recuerdo que pertenecen hoy al olvido. Así las cosas, conforme deambulaba por ese barrio, tuve una creciente sensación de nostalgia, de pérdida, de aterrizaje forzoso en un presente que no tiene nada que ver con el recordado. Aquel lugar, aquellas calles, han cambiado. Mucho. Aquella zona no es la misma que conocí. Y yo no soy el mismo que conoció. Ha pasado tiempo suficiente para ambas cosas. Por eso, tengo la convicción de que nuestra relación con los lugares siempre será recíproca: nosotros les damos (un) sentido y ellos se convierten en significado para nosotros; nosotros formamos parte de ellos y ellos de nosotros en tanto que escenarios y testigos. Y los bares de copas no son una excepción. La vida también se escribe en noches de alcohol y horas en vela.
Y así, mientras la morriña convertía mi paseo en un recorrido por los restos de un naufragio, me acordé de lo que sucedió en esos años. Y es que, esos años, los que empiezan en la efervescente adolescencia y acaban en la más consolidada juventud, tienen o,
mejor dicho, tuvieron mucho de descubrimiento, de sorpresa, de novedad, de ingenuidad, de estreno, de experimentación, de comienzo, de iniciación. Años en los que todo resulta intenso, desmesurado, grandilocuente, exagerado y donde no parece existir el mañana. Años en los que todos vamos atolondrados a ninguna parte con el ansia de cartografiar todo. Años en los que la amistad marca el paso y la necesidad de pertenencia firma muchos errores y no tantos aciertos. Años en los que aprendemos y crecemos especialmente a través de los fallos, de los contratiempos, de los sustos, de los desengaños, de las decepciones. Años cuya importancia reside en tropezar, en equivocarse, en que algo o alguien se salga del guión, en que te cambien el paso. Sólo así se aprende. Sólo así se madura. Sólo así se crece. Sólo así se vive.
Por eso es tan importante el Alonso Martínez que fue. Por eso son tan especiales esos bares que ya no están. Porque allí, muchos, y yo incluido, vivimos una parte fundamental de nuestros años torpes.
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