No quedan secretos en esta casa. Ni risas. Ni pasos.
Se levanta del viejo de sillón de orejas que rompe la
linealidad del parquet. En lugar de encaminarse hacia la cocina y comprobar el rigor mortis del fogón y el rítmico babeo del grifo, avanza lenta y
silenciosamente hacia el pasillo, entre los rectángulos claros que motean las
paredes amarillentas del salón. Se mueve con la pausa y la indiferencia propias
de un espectro, impregnando los muros a cada paso con un penetrante olor a tabaco. En el pasillo, la penumbra. A su izquierda, un gran espejo
cuadrado cubierto de tiempo. A su derecha, tres puertas. Vaga hasta detenerse
un instante en la primera. Cerrada. La habitación de Jonás, el hijo mayor; el
último en escapar. Dentro, en el suelo, dos cajas de cartón repletas de libros
de Derecho y cedés de música abandonados hace tres años en una huida
apresurada. "Me mudo a vivir con Laura". Como cada día, roza su puerta con
amargura, como si lo maldijera, y continúa. La siguiente puerta está entornada.
Así ha estado los últimos cinco años. El dintel revela la luz del atardecer que
baña el cuarto de Candela, suspendido en la noche cuando arrojó veintiséis años
por la ventana. Pasa de largo. Hoy tampoco hay lágrimas. El aire se ha vuelto
amargo y denso a su espalda. No se inmuta. Aguarda ante la tercera puerta. Está
abierta. Es el dormitorio. La lámpara de la mesilla arroja acostumbrada un halo de luz mortecina. El armario está abierto pero apenas hay vestidos.
Hay paquetes de tabaco tirados entre pelusas de polvo. Unas bragas grasientas
cubren el cuello de una botella de ginebra a los pies de la enmarañada cama de
matrimonio. Poco más allá, un vaso roto por el que corretea una cucaracha. Sobre el cabecero, una foto de familia: dos padres posando sonrientes junto a
sus dos hijos pequeños. Los buenos tiempos; antes de que todo fracasara. No
entra. El intenso olor a humedad anticipa la proximidad del lavabo y la gotera
que reblandece su techo cada día. Antes de doblar la esquina y divisar el baño se disuelve como una espuma fantasmal reapareciendo de nuevo en el viejo sillón del salón para, sentada en su trono de un reino baldío, dejar que los minutos se caigan marchitos como hojarasca.
Tiempo después, quizás dos horas, quizás seis, Mercedes rompe su inercia y aplasta su octavo
cigarrillo en el cenicero de cristal que reposa en el brazo derecho del sillón
de orejas. Busca el mechero entre los pliegues de su camisón, hurga en la
cajetilla que sostiene su vientre y enciende un nuevo cigarro. Una nueva
bocanada recorre la casa dispuesta a borrar con su aliento de ceniza las
palabras “esposa”, “madre” y “familia” de todos los muros. Mientras, sus ojos,
duros, indolentes, vuelven a perderse en la nada.
Dos años más tarde, el trajeado vendedor de una
agencia inmobiliaria entra en el piso flanqueado por una joven e ilusionada
pareja de posibles compradores. Todo el domicilio está diáfano pero ella sigue
allí. Su alma de humo lo envuelve todo.
viernes, 13 de junio de 2014
Madre Humo
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