Tal día como hoy, hace cien años, el mundo empezó a cambiar para siempre: el atentado de Sarajevo dio el pistoletazo a la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial, el punto de no retorno de la humanidad. Se abría así un siglo en el que la Historia se escribiría a sangre y fuego, a horror y hierro. Un siglo en el que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis convirtieron a todo el planeta en su hipódromo particular. Un siglo que encontró todo su sentido en el sinsentido de las guerras. Hoy, en resumen, es un centenario para el silencio, para hacérnoslo mirar, para sentir vergüenza.
Por eso, hoy no hablaré de las guerras grandes: las canónicas, las que ocupan titulares, las que engordan estadísticas, las que se clavan en las retinas, las que quedan para la Historia, las que preocupan, las que interesan o las que se olvidan. Hoy quiero hablar de otras guerras que también marcan vidas y son tan capaces de destruirlas como de engrandecerlas. Guerras íntimas, personales, perdidas en el anonimato, conocidas sólo por los propios afectados. Guerras que pueden durar días, semanas, meses, años o toda una vida. Guerras en las que los héroes no son premiados con medallas. Guerras que libran personas y no ejércitos. Guerras con o sin vencedores pero siempre con daños colaterales. Guerras distintas pero jamás distantes. Guerras con sus miserias y sus grandezas, con sus héroes y villanos pero sin banderas ni jóvenes camino del matadero ni líderes especulando como titiriteros. Guerras buscadas o imprevistas pero irrenunciables siempre. Guerras cuyos campos de batalla quedan cartografiados por nuestros recuerdos y sentimientos.
Y quiero hablar de ello porque no deja de ser curioso el magnetismo y la atención que despiertan las grandes guerras mientras se pasa por alto o se minusvalora el alcance y la huella que dejan en nosotros esas otras guerras, las pequeñas, las mundanas, las cotidianas, las personales. Guerras como la de sacar adelante una familia con el viento en contra. O la de mantener en pie una relación cuando la vida se vuelve tormenta. O la de luchar por conseguir algo o a alguien que te da el sentido necesario para sentirte vivo. O la de aguantar en un trabajo en el que alguien está dispuesto a hacerte la vida imposible. O la de proteger la dignidad de quienes quieren quitártela sin saber lo que es. O la de preservar la cordura en un mundo en el que la más repugnante demencia está en lo alto de la pirámide alimentaria. O la de no hundirse en la desesperación cuando lo fácil sería tirar la toalla. O la de dar un paso más cuando crees que ya no te quedan más pasos por dar. O la de conservar la educación cuando lo más eficaz es mandar a alguien a tomar por el culo sin billete de vuelta. O la de aferrarse a las palabras cuando lo más sencillo sería dejar que hablen las contusiones. O la de resistirse a la venganza para no convertirse en alguien tan miserable como tu enemigo. O la de seguir apostando por tus sueños e ideas en un mundo lleno de renuncia y resignación. O la de defender a los tuyos de quienes no lo son. O la de encontrar tu identidad en una sociedad alérgica a la disidencia...y tantas otras guerras que se podrían resumir en una sola: la pequeña gran guerra de ser feliz.
Guerras que posiblemente nadie más que tú recuerde; quizás porque tú seas la única persona que no puede permitirse olvidarlas, tal vez porque, más que las victorias y las derrotas, son las guerras que libramos, las causas por las que luchamos y los enemigos contra quienes luchamos los que nos definen y moldean silenciosa, implacable y diariamente. Y eso no hace falta ningún aniversario para recordarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario