Hay recuerdos y lugares que es mejor dejarlos varados en la infancia. Hay recuerdos y lugares que sólo conservan su magia y esencia en la mirada ingenua, grandilocuente y complaciente de un niño. El Zoo es uno de esos recuerdos. El Zoo es uno de esos lugares.
Conforme avanzaba hacia la entrada del recinto, la algarabía y el hormigueo multicolor de los visitantes insuflaban la pretensión de revivir un sueño, de colorear una foto en blanco y negro, de retroceder en el tiempo para reencontrarse con el asombro perdido, de darse de bruces con el cachorro que una vez fue. La magdalena de Proust convertida en un parque zoológico. Enredado en expectativas y nostalgias, los pasos me llevaron mecánicamente hasta la cola de la taquilla. Arriba, el sol de julio encendía los colores y abrillantaba las frentes.
Con la entrada ya en la mano y la ligera sospecha de que el Zoo había cambiado el romanticismo por el capitalismo, comencé a deambular, rodeado de familias arrastradas por niños que llameaban sorpresa y gritaban como groupies. En esos primeros metros e instantes, lo más llamativo no fueron los animales o quizás "no esos animales" sino varios de los que caminaban sobre dos piernas y se hacen selfies, seres vivos que daban una nueva dimensión a la palabra "vulgar": padres cretinos y madres gañanas con vástago/s a juego. A los niños se les perdona. A los que les parieron no. Riñoneras imposibles, gafas de sol modelo afterhour, chanclas de hortera sin playa, camisetas dañinas para la retina, nikis que realzaban barrigas y tetas flácidas, sobacos lustrosos, bocas centrifugando chicles, voces molestas como el chillido de un cerdo en la matanza...Bienvenidos al zoo, la vida en estado salvaje. Era fácil querer centrarse sólo en los animales que había al otro lado de las vallas. Fácil e higiénico para los sentidos.
Según fueron pasando los minutos, los letreros rimbombantes y las especies, la ilusión se desvaneció como lo que siempre fue: un espectro, un eco, un espejismo, un engaño. En su lugar, emergió la realidad con toda su crudeza, con toda su capacidad frustante, con toda su voluntad de abrir ojos y despertar conciencias porque lo cierto es que el Zoo, más que un lugar donde maravillarse asomándose a la vida salvaje y olvidarse de la ciudad y creerse en África, la Antártida, Alaska o el Amazonas, se reveló como un lugar con el ¿encanto? decrépito de una residencia de ancianos o, si se prefiere, de una prisión al aire libre y de look postapocalíptico en la que poder contemplar a animales que, en el
mejor de los casos, habían olvidado cómo era la vida en libertad: animales confinados, animales resignados, animales que respiraban pero carentes de vida, animales vaciados de cualquier sentido, animales naufragados en un laberinto de hormigón, animales a los que les habían cambiado un destino por otro. Así las cosas, por mis ojos pasaron cabras con síndrome de abstinencia, rinocerontes sin cuernos pero con el entusiasmo de un desempleado, tigres tomando el sol como jubilados en Benidorm, leones durmiendo la siesta a las doce de
la mañana, bisontes con el aspecto de un adicto al crack, hipopótamos a los que les habían cambiado un río por una charca, jirafas en modo photocall, elefantes anquilosados por la apatía, chimpancés hasta los huevos de visitas, águilas reales cuyo cielo azul era una reja de color negro, mandriles misántropos, osos pardo completamente aburguesados pidiendo comida como aristócratas caídos en desgracia, tiburones en bucle, lobos tirados por el suelo como yonquis...
Es curioso cómo nos dejamos llevar por la sugestión. Somos consumidores de eufemismos. Somos maestros a la hora de tolerar algo que está mal sólo porque es "nuestra" cagada. Somos especialistas en travestir lo desagradable, en ningunear lo que nos recrimina con el dedo y en acostumbrarnos a lo que no tiene nada de natural, sano o lógico. Y lo somos porque somos culpables de ello, partícipes de nuestra propia mediocridad, responsables de nuestro fracaso como especie dominante. Y el Zoo es una buena muesta de ello porque, romanticismos aparte y nostalgias naif al margen, el Zoo no es...
- Una "experiencia de la naturaleza o de lo natural" sino una "vivencia de lo artificioso y de lo forzado".
- Una oportunidad para disfrutar de animales salvajes sino para observar animales enjaulados.
- Una ventana al mundo en que vivimos en toda su plenitud sino un muestrario de los jirones en los que lo estamos convirtiendo.
- Un ejemplo de cómo el ser humano está ayudando a la conservación de la fauna sino el máximo exponente de su fracaso en tal empeño.
De regreso ya a las taquillas, con la mañana tan finiquitada como la nostalgia, en mi cabeza se había enmarañado la mirada fugaz pero intensa de un gorila. Una mirada que seguramente para él no significara nada en absoluto pero cuya profundidad removió algo en mí. Una bofetada a la conciencia. Una mirada que me hizo cuestionarme quién estaba más jodido: si los animales a un lado de la jaula o los que estaban al otro. Con el Zoo, su decadencia travestida, su cacofonía multicolor y su felicidad sugestionada ya a mis espaldas, supe la respuesta a esa mirada: estamos bien jodidos.
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