Anoche, la persona que montó la película del partido de Champions en el Vicente Calderón se pasó con los carajillos para combatir el fresco. Así, el público vio desde sus asientos "El acorazado Potemkin" aderezado con secuencias de "Óliver y Benji" pero, todo hay que decirlo, con más acorazado que tiro del halcón.
Y es que sobre el césped, el Rostov demostró, como ya hizo en la ida, por qué es famoso en el mundo entero el sentido del humor ruso o, dicho de otra manera, con ellos bromas las justas. El equipo de Rostov del Don planteó un encuentro a cara de Putin tan animado y vistoso como una película soviética de arte y ensayo pero sin subtítulos, lo cual provocó que ni los jugadores ni los aficionados rojiblancos tuvieran claro qué iba a pasar.
Con el transcurso de los minutos, la tentación de relamerse recordando el partidazo ante el Bayern fue en aumento a medida que el partido se sumergía en ese estado de "ni sí ni no ni buenas noches". Un estado propiciado por la espartana actitud del Rostov, la bajamar de algunos jugadores y las grietas en la proverbial solidez defensiva del Atlético, que encajó un gol inverosímil siendo un equipo acostumbrado a defenderse como Rambo panza arriba. El problema es que también empezó a cundir la sensación de "verás tú...", ese nosequé tan colchonero que suele preceder a cualquier empate o derrota y que en la era Simeone es tan habitual como Leticia Sabater recogiendo un Grammy.
Por suerte para el Atlético y desgracia para el Rostov, anoche Griezmann demostró por qué es hoy por hoy el jugador franquicia del equipo. No sólo es un jugadorazo que se desvive en cada partido a la hora de ayudar a sus compañeros a defender o elaborar jugadas sino que, además, es un fuera de serie con una incidencia en su equipo tan decisiva como la de Messi y un instinto depredador como el de Cristiano Ronaldo pero con una humildad directamente proporcional al narcisismo del metrosexual blanco. Que no marque en cada partido no significa que no esté porque su presencia se nota y mucho. Pero es que anoche, D'Artagnan marcó. Dos veces (un golazo y un gol). Las suficientes para añadir belleza y alegría a un partido tosco e incómodo. Las suficientes para recordar que, tenga o no un balón de oro, cualquier pelota que toca muy probablemente acabe valiendo su peso en ídem. Las suficientes para colocar al Atlético de Madrid matemáticamente en octavos de final de esa competición en la que, entre tanto trasatlántico pretencioso, el Atleti se mueve con el desparpajo y la ética contestataria de la Perla Negra. Las suficientes para poner un final feliz a una noche fría.
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