martes, 15 de noviembre de 2016

Luna de noche

Y llegó la noche. Por fin. Después de días de machaqueo informativo, tras un mantra de fechas, cifras, porcentajes y onanismos astronómicos, llegó la noche. Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, mientras calles y ventanas se salpicaban de voyeuristas ufanados en capturar con sus smartphones y cámaras lo que sólo podían mirar sin tocar. 
Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, con su piel de pecado virginal reluciente como un neón de niebla, rendida en un rumor de hada con el cuerpo enredado en el erótico galimatías de un trabalenguas de sábanas. Parecía un tesoro de sexo a medio desenterrar en un desierto de seda, con los pechos menguantes ocultando sus pezones en el colchón como la mirada de un niño tímido, dejando sólo a la vista el cuarto creciente de unas redondas nalgas que conocieron más de un Adán pero ningún árbol de la ciencia, con el sexo apenas adivinado como una sonrisa traviesa entre la tela descansando tras la aurora boreal de dos cuerpos terrenales con sabor a celestes que habían llenado de plenilunio una habitación oscura como el corazón de un confesionario. 
Y allí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, dejando que los sueños olieran a sudor, aliento y sexo, con la cara engullida por la nana del cansancio, con los ojos cerrados como dos trazos de carboncillo, con los labios carnosos apenas distinguibles como el mar y la noche por los que se escapaba un rumor de sabores anotados al pie de la crónica proscrita de la piel, con el cabello negro desparramándose como hiedra sobre aquel rostro rebosante de una inocencia inexistente en el que ya no quedaban retazos de ningún maquillaje. 
Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, en una habitación caliente perdida en mitad de una noche fría llena de ojos que miraban al cielo buscando una superluna. Él la contemplaba, entre la admiración y la condescendencia, sentado como un dios decadente y triunfal a los pies de la cama mientras apuraba el whisky que aún quedaba en el vaso, paladeando cada detalle, escaqueando aristas que dotaran de cualquier imperfección a lo vivido durante una hora y cien sensaciones. Intentaba inútilmente acordarse de su nombre, el real, pero sólo era capaz de descomponerla con el tacto, el olfato, la vista, el oído y el gusto. Únicamente podía recordar el nombre por el que la conocían esos otros barcos que como él sólo flotaban de noche: "Luna". Y ahí estaba ella, La Luna, con su belleza inalcanzable, esplendorosa, llena.

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