Y llegó la noche. Por fin. Después de días de machaqueo informativo,
tras un mantra de fechas, cifras, porcentajes y onanismos astronómicos,
llegó la noche. Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, mientras
calles y ventanas se salpicaban de voyeuristas ufanados en capturar con
sus smartphones y cámaras lo que sólo podían mirar sin tocar.
Y ahí
estaba ella, con todo su esplendor, ante él, con su piel de pecado
virginal reluciente como un neón de niebla, rendida en un rumor de hada
con el cuerpo enredado en el erótico galimatías de un trabalenguas de
sábanas. Parecía un tesoro de sexo a medio desenterrar en un desierto de
seda, con los pechos menguantes ocultando sus pezones en el colchón
como la mirada de un niño tímido, dejando sólo a la vista el cuarto
creciente de unas redondas nalgas que conocieron más de un Adán pero
ningún árbol de la ciencia, con el sexo apenas adivinado como una
sonrisa traviesa entre la tela descansando tras la aurora boreal de dos
cuerpos terrenales con sabor a celestes que habían llenado de plenilunio
una habitación oscura como el corazón de un confesionario.
Y allí
estaba ella, con todo su esplendor, ante él, dejando que los sueños
olieran a sudor, aliento y sexo, con la cara engullida por la nana del
cansancio, con los ojos cerrados como dos trazos de carboncillo, con los
labios carnosos apenas distinguibles como el mar y la noche por los
que se escapaba un rumor de sabores anotados al pie de la crónica
proscrita de la piel, con el cabello negro desparramándose como hiedra sobre aquel rostro
rebosante de una inocencia inexistente en el que ya no quedaban retazos
de ningún maquillaje.
Y ahí estaba ella, con todo su esplendor, ante él, en una habitación caliente perdida en mitad de una noche fría llena de
ojos que miraban al cielo buscando una superluna. Él la contemplaba, entre la admiración y la
condescendencia, sentado como un dios decadente y triunfal a los pies de la cama mientras
apuraba el whisky que aún quedaba en el vaso, paladeando cada detalle,
escaqueando aristas que dotaran de cualquier imperfección a lo vivido
durante una hora y cien sensaciones. Intentaba inútilmente acordarse de
su nombre, el real, pero sólo era capaz de descomponerla con el tacto, el olfato,
la vista, el oído y el gusto. Únicamente podía recordar el nombre por el
que la conocían esos otros barcos que como él sólo flotaban de noche:
"Luna". Y ahí estaba ella, La Luna, con su belleza inalcanzable,
esplendorosa, llena.
martes, 15 de noviembre de 2016
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