lunes, 23 de enero de 2017

Marías se equivoca

Este fin de semana, el escritor Javier Marías ha originado con su artículo dominical una polémica en torno al teatro que ha movilizado tanto a partidarios como a detractores teatrales, especialmente en redes sociales. El académico Marías, prestigioso novelista e interesante analista literario, dedica la mayor parte de su artículo "Ese idiota de Shakesperare" a rechazar ásperamente el teatro que se hace en la actualidad, tanto en lo que se refiere a las obras que rompen la cuarta pared como a las "adaptaciones no canónicas" de los denominados clásicos universales. Marías está en su perfecto derecho de decir eso, como lo está cualquier otra persona si piensa que el literato ha patinado espectacularmente, como es mi caso. 

En mi opinión, el escritor se equivoca principalmente en dos cosas: la primera, juzgar al todo por la parte, ya que si bien hay obras heterodoxas o "interactivas" que son un auténtico despropósito("sandez" dice el artículo), también las hay que son magistrales y, por otro lado, no todo el teatro que se representa hoy en día es como el que menciona Marías. El segundo error consiste en considerar que el teatro actual es parte del problema de ignorancia o incultura que hay en nuestra sociedad cuando lo cierto es que el teatro será siempre parte de la solución ya que constituye una fantástica arma de educación masiva, finalidad primordial otorgada por sus creadores, los antiguos griegos.

En su metralla contra el arte dramático de nuestro tiempo, Marías olvida o prefiere ignorar demasiadas cosas que resultan esenciales, singulares, vertebradoras, identitarias y distintivas del teatro y de las que quiero hablar a continuación.

El teatro es por sí mismo pura heterodoxia porque, como toda creación, es subversiva respecto a "lo real". La poeisis en que se basa toda obra de arte en general y de ficción en particular requiere un ejercicio de recreación de la realidad y, simultáneamente, de sustitución de lo que podríamos llamar "normas de la literalidad" por el pacto entre autor y receptor por el que se acepta, percibe, siente y vive como real algo que no es más que una simulación. Es un engaño consentido que nos abre ventanas a otras realidades tan válidas como la física y cotidiana en tanto que la sentimos de igual manera y por los mismos cauces. En ese sentido, al contrario de lo que asume Marías, el teatro es un juego pactado que se asienta no sobre la ignorancia o la credulidad del público sino sobre la consciencia y la complicidad. Gracias al autor el actor es pero es gracias al público por lo que el actor está. Por ello, el teatro deviene en un encuentro entre el ingenio, la imaginación y el sentimiento auspiciado por el arte del gesto y la palabra en el que el espectador no es parte pasiva sino activa en calidad de cómplice y copartícipe de ese ritual del pensar y el sentir, porque en el fondo, en eso consiste el teatro, en ir más allá de lo que se ve y se oye; por eso, las formas no dejan de ser vehículos y herramientas al servicio del fondo, que es lo que permanece, cala e interesa al autor/adaptador, al actor y al público. En ese sentido, los únicos condicionantes a los que está expuesta una representación teatral son el ingenio y el presupuesto.

El teatro es una sagrada celebración de lo humano, una ceremonia donde se expone la Humanidad en toda su desnuda contradicción, grandeza y miseria, una ventana particular y temporal abierta hacia lo universal, un viaje simultáneamente personal y colectivo, una fiesta que profana las máscaras para mostrar las esencias y lograr así la catarsis que abre los ojos a la enseñanza, al aprendizaje, al descubrimiento y la reconciliación con lo que fuimos, somos y seremos. Así las cosas, dicotomías y etiquetas como "clásico"-"actual", "original"-"adaptación", "tradicional"-"innovador" tienen más sentido y valor pedagógico que real porque trazar clasificaciones estancas en aras de un purismo excesivo o una ortodoxia demasiado aferrada a lo literal es igual de absurdo e ineficaz que trazar rayas en el agua o querer enmarcar al viento. El teatro es un eterno diálogo del ser humano consigo mismo y, al amparo de ello, es también es una conversación de autores y actores a través del tiempo y el espacio sobre los grandes temas y las capitales pasiones del hombre donde la obra funciona a la vez como coartada y beneficiaria. En ese sentido, no hay teatro "clásico" ni "moderno": el teatro es teatro y la única distinción que cabría hacer al respecto es la de bueno o malo. Por eso, redundando en lo que comentaba antes, en ese intenso coloquio sobre las esencias, la forma no importará tanto como el fondo, porque en el arte dramático, cuando las cosas se hacen bien, todos los caminos conducen a Roma. Y esto es así desde que Tespis recorrió la Hélade con su carro. Por tanto, querer denigrar sistemáticamente toda adaptación o menospreciar automáticamente todo lo que se aparte de lo convencional demuestra una soberbia ignorancia o una ignorante soberbia, tanto da. Si todo el mundo hubiera demostrado esa clasista intransigencia que exhibe Marías en su artículo, el teatro no habría ido más allá de Esquilo, Sófocles y Eurípides y el mundo no habría conocido jamás a Shakespeare, Moliere, Calderón, Lope, Lorca, Miller, Fo y compañía. ¿Qué hay de malo en dejar al ingenio jugar con las formas mientras se respete el fondo? ¿Qué problema hay en reescribir las reglas si se logra el mismo efecto? ¿Qué peligro hay en dejar que el teatro, como cualquier otro arte, evolucione? Si el arte dramático es el más apegado a la realidad íntima del ser humano es absurdo querer prevenirlo del cambio, de la novedad, el contraste, el enriquecimiento y el mestizaje que existen en nuestra propia vida individual y social. El teatro nace de la imaginación y ésta nunca es estática, es volátil, juguetona, libertina, escurridiza, iconoclasta y libre, por encima de dogmas, cánones, convenciones, modas, gustos y opiniones.

Yo, por ejemplo, amante confeso y practicante del teatro, disfruto enormememte con obras como el soberbio Hamlet que se pudo ver hace un tiempo en los Teatros del Canal o con la estupenda adaptación de El asno de oro que hizo Rafael Álvarez, El Brujo o con los desternillantes espectáculos que hace Impromadrid. Obras todas ellas muy distintas entre sí pero con una cualidad en común: causarían una angina de pecho a Javier Marías.

En definitiva, que el "integrismo clásico" que rezuma el artículo de Javier Marías es tan desaconsejable y nocivo como querer innovar sin que acompañe el ingenio y el criterio y que critica el escritor con tanta saña. No obstante, lo peor de todo, ese ese injusto e injustificable desprecio de 360 grados que proyecta irresponsable e imprudentemente sobre el teatro, dando dentelladas aquí y allá (su ataque a las mujeres tampoco tiene desperdicio) como un tiburón blanco con síndrome de abstinencia. Olvida el autor que se puede opinar sin agraviar a nadie ni parapetarse en ataques gratuitos e infundados. Quizás Marías sólo ha buscado notoriedad levantando esta estúpida polvareda pero a él ya no le hace falta notoriedad...ni tampoco quedar en ridículo.

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