Cuando eres niño, la magia de la noche de Reyes y su consiguiente mañana la atribuyes a una tradición asentada en una anécdota evangélica y una inocencia convenientemente cebada por el ingenio y complicidad de los adultos.Cuando ya dejas de ser niño, independientemente de la edad en la que eso te pase, la magia, sin embargo, permanece aunque de manera distinta pues diferentes son sus fundamentos: la inercia emocional de una arraigada convención social alimentada por una maquinaria consumista (hoy es más decisivo el crédito que el credo) y la necesidad de mostrarse demostrando, es decir, de dejarse ver por los demás a través de esas obras de autor que son los regalos.
Una vez miras la infantil credulidad por el retrovisor, tardas poco en darte cuenta de que sólo la magia puede conseguir que una vez al año, la vida y las personas se den una tregua mutuamente, la rutina haga un receso, los problemas y las rencillas hibernen bajo un armisticio indefinido y el afecto se ponga a los mandos. Así, nos involucramos en una liturgia material de lo inmaterial, en una ceremonia del regaleo que bulle entre expectativas y secretos capaces de conjurar una ilusión casi tan pura como la que rezuma la infancia. En el fondo, la noche y la mañana de Reyes consisten en concretar físicamente algo procedente del ámbito sentimental y eso no es malo; lo malo es cuando alguien quiere valorar los sentimientos a partir de los regalos recibidos o en ponderar el aprecio en función de la reciprocidad, cuantía o valía.
Puede que este día tenga mucho de placebo o de hipocresía o de espejismo...y puede también que no. Pero, sea como fuera, ya se actúe por convicción, inercia o postureo, bienvenida sea esta excusa que nos hace saborear durante unas horas esa intensa, primigenia y despreocupada felicidad infantil, porque eso, en estos tiempos inciertos, críticos y traicioneros, sí que es un auténtico regalo; probablemente, el mejor de todos.
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