Rafael Álvarez no sólo es un brujo sino también un auténtico maestro de las tablas. Rafael Álvarez no sólo es un brujo sino también un verdadero valiente por atreverse a llevar a escena a autores y/o textos que a otros provocarían sudores y palpitaciones. Rafael Álvarez no sólo es un brujo sino también un asno con mucha alma. Y la mejor y penúltima prueba de todo ello es su particular versión de El asno de oro de Apuleyo.
La obra original, un clásico ya sólo por mero origen, es una novela latina (es decir, de la Antigua Roma, para entendernos) que funde lo picaresco y lo mistérico, lo mundano y lo ultraterrenal, lo carnal y lo espiritual, lo cómico y lo profundo para relatarnos las peripecias de un joven Lucio transformado en asno por culpa de una peligrosa mezcla entre pasión sexual y curiosidad intelectual. A ello hay que añadir que la narración
principal está acompañada de otras historias (como la famosa de Eros y Psique) que ayudan a contextualizar el ambiente mitológico e iniciático en el que hay que encuadrar la aventura del asno para poder comprender mejor tanto el sentido como el significado de lo que se dice y de lo que ocurre en la trama troncal. No en vano, El asno de oro es mucho más que una novela para pasar el rato porque de lo que habla en realidad es de algo trascendente en fondo y forma. Si a ello se le une el hecho de estar pensada para la lectura y no para la representación, llevar a escena esta obra por primera vez tiene mucho de arriesgado, de temerario, de complicado, de exigente. Quizás por todo ello, ya al comienzo de la función, el hombre que presta cuerpo, voz y alma a un tropel de personajes humanos y divinos durante casi dos horas nos recita y recuerda un verso del libro VI de la Eneida: "Facilis descensus Averno: noctes atque dies patet atri ianua Ditis: sed revocare gradume superasque evadere ad auras, hoc opus, hic labor est", que, traducido libremente, viene a decir: "Descender al infierno es fácil: día y noche están abiertas las puertas de la oscuridad pero retrodecer y regresar a la luz...ahí está lo difícil". Y es que en eso consiste El asno de oro ya sea en su versión original o en la exitosa adaptación de Rafael Álvarez: en llevarnos de la oscuridad a la luz, en descubrir, en aprender, en llegar a un estado de consciencia y conciencia que nos permita encontrarnos a nosotros mismos en la medida que ello implica hallar nuestra esencia y nuestro camino, que, en el fondo, es una misma cosa puesto que somos camino, aprendizaje, conocimiento constante, mente en acción.
Así las cosas, representar en un teatro la novela de Apuleyo es algo tan sencillo como regresar del inframundo: una tarea muy
exigente a ambos lados del escenario y que sólo puede resolverse de forma exitosa si la lidera alguien con la chispa, la versatilidad, la experiencia, el talento, la honradez y el carisma de Rafael Álvarez. Un cómico con mayúsculas y un titán del arte dramático que sabe perfectamente cuándo dar rienda suelta al histrión, cuándo liberar al bufón, cuándo sacar al pensador y cuándo mostrar al hombre de su tiempo sin dejar por un momento de retener la atención de un público cuyo reverencial asombro sólo se ve interrumpido por las carcajadas y los aplausos. Todo ello sin desmerecer la habitual y sencilla puesta en escena y la magnífica música en directo comandada por Javier Alejano.
Que El Brujo sale airoso de este colosal trance tiene una de sus mejores muestras en que, al finalizar la función, uno tiene las mismas dudas que al concluir la lectura de la novela: ¿De qué
trata "El asno de oro"? ¿Qué finalidad tiene? ¿Desnudar al ser humano de todas las vergüenzas que dan sentido a las palabras corrupción, fealdad, amoralidad o maldad? ¿Denunciar los vicios y perjuicios que, siendo antiguos, siguen hoy de actualidad? ¿Despojarnos de todo lo terrenal, lo mundano, lo fútil y lo accesorio para llegar a un estado de contemplación, de serenidad íntima, de equilibrio interior, de éxtasis intelectual y espiritual? ¿Mostrarnos cuál es la verdadera belleza de la existencia? ¿Revelarnos la clave para saber vivir? Quizás, por separado, ninguna de estas cuestiones sea suficiente para explicar o justificar la novela ni la adaptación teatral...pero, tal vez, consideradas todas ellas en conjunto, obtengamos la clave para entender el "por qué" y el "para qué" de El asno de oro. Lo cierto es que dar una respuesta contundente a todo esto. Ahí está el encanto de esta obra: en su
misterio, en lo que tiene de oculto y de descubrimiento, en lo que se puede entender pero no explicar. Quién sabe...puede que la solución esté, tal y como apuntan Apuleyo y El Brujo, en hallar y comer esas rosas capaces de tornar un asno en hombre, en saber encontrar y aprehender la verdadera belleza, ésa que nos libera de lo que no somos ni debemos ser, ésa que al hacerla parte de nosotros, nos hacer no sólo ser quienes somos de verdad sino ser mejores que muchos otros perdidos entre rebuznos y coces. ¿Qué es esa belleza? ¿Cómo y dónde encontrarla? Eso ya es tarea y aventura de cada uno.
De lo que no cabe ninguna duda tras ver la función es de que Rafael Álvarez, El Brujo, no es ningún asno de oro pero sí un artista que, como tal, vale oro. Y, por suerte, no es ni mucho menos la primera vez que lo demuestra. Ni será la última.
principal está acompañada de otras historias (como la famosa de Eros y Psique) que ayudan a contextualizar el ambiente mitológico e iniciático en el que hay que encuadrar la aventura del asno para poder comprender mejor tanto el sentido como el significado de lo que se dice y de lo que ocurre en la trama troncal. No en vano, El asno de oro es mucho más que una novela para pasar el rato porque de lo que habla en realidad es de algo trascendente en fondo y forma. Si a ello se le une el hecho de estar pensada para la lectura y no para la representación, llevar a escena esta obra por primera vez tiene mucho de arriesgado, de temerario, de complicado, de exigente. Quizás por todo ello, ya al comienzo de la función, el hombre que presta cuerpo, voz y alma a un tropel de personajes humanos y divinos durante casi dos horas nos recita y recuerda un verso del libro VI de la Eneida: "Facilis descensus Averno: noctes atque dies patet atri ianua Ditis: sed revocare gradume superasque evadere ad auras, hoc opus, hic labor est", que, traducido libremente, viene a decir: "Descender al infierno es fácil: día y noche están abiertas las puertas de la oscuridad pero retrodecer y regresar a la luz...ahí está lo difícil". Y es que en eso consiste El asno de oro ya sea en su versión original o en la exitosa adaptación de Rafael Álvarez: en llevarnos de la oscuridad a la luz, en descubrir, en aprender, en llegar a un estado de consciencia y conciencia que nos permita encontrarnos a nosotros mismos en la medida que ello implica hallar nuestra esencia y nuestro camino, que, en el fondo, es una misma cosa puesto que somos camino, aprendizaje, conocimiento constante, mente en acción.
Así las cosas, representar en un teatro la novela de Apuleyo es algo tan sencillo como regresar del inframundo: una tarea muy
exigente a ambos lados del escenario y que sólo puede resolverse de forma exitosa si la lidera alguien con la chispa, la versatilidad, la experiencia, el talento, la honradez y el carisma de Rafael Álvarez. Un cómico con mayúsculas y un titán del arte dramático que sabe perfectamente cuándo dar rienda suelta al histrión, cuándo liberar al bufón, cuándo sacar al pensador y cuándo mostrar al hombre de su tiempo sin dejar por un momento de retener la atención de un público cuyo reverencial asombro sólo se ve interrumpido por las carcajadas y los aplausos. Todo ello sin desmerecer la habitual y sencilla puesta en escena y la magnífica música en directo comandada por Javier Alejano.
Que El Brujo sale airoso de este colosal trance tiene una de sus mejores muestras en que, al finalizar la función, uno tiene las mismas dudas que al concluir la lectura de la novela: ¿De qué
trata "El asno de oro"? ¿Qué finalidad tiene? ¿Desnudar al ser humano de todas las vergüenzas que dan sentido a las palabras corrupción, fealdad, amoralidad o maldad? ¿Denunciar los vicios y perjuicios que, siendo antiguos, siguen hoy de actualidad? ¿Despojarnos de todo lo terrenal, lo mundano, lo fútil y lo accesorio para llegar a un estado de contemplación, de serenidad íntima, de equilibrio interior, de éxtasis intelectual y espiritual? ¿Mostrarnos cuál es la verdadera belleza de la existencia? ¿Revelarnos la clave para saber vivir? Quizás, por separado, ninguna de estas cuestiones sea suficiente para explicar o justificar la novela ni la adaptación teatral...pero, tal vez, consideradas todas ellas en conjunto, obtengamos la clave para entender el "por qué" y el "para qué" de El asno de oro. Lo cierto es que dar una respuesta contundente a todo esto. Ahí está el encanto de esta obra: en su
misterio, en lo que tiene de oculto y de descubrimiento, en lo que se puede entender pero no explicar. Quién sabe...puede que la solución esté, tal y como apuntan Apuleyo y El Brujo, en hallar y comer esas rosas capaces de tornar un asno en hombre, en saber encontrar y aprehender la verdadera belleza, ésa que nos libera de lo que no somos ni debemos ser, ésa que al hacerla parte de nosotros, nos hacer no sólo ser quienes somos de verdad sino ser mejores que muchos otros perdidos entre rebuznos y coces. ¿Qué es esa belleza? ¿Cómo y dónde encontrarla? Eso ya es tarea y aventura de cada uno.
De lo que no cabe ninguna duda tras ver la función es de que Rafael Álvarez, El Brujo, no es ningún asno de oro pero sí un artista que, como tal, vale oro. Y, por suerte, no es ni mucho menos la primera vez que lo demuestra. Ni será la última.
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