Vivimos en un gueto fuera del cual el silencio se desparrama en todas direcciones y estratos. Decimos y, por tanto, compartimos sólo lo que nos deja el silencio y aquello que somos capaces de hacer con el silencio, que, a menudo, suele ser lo mismo. Por eso, tan importante es lo que se dice y se sabe como lo que se sabe y no se dice y lo que no se sabe porque no se dice.
A nivel general, en lo que podríamos llamar "ámbito público", el silencio es consecuencia del siniestro juego de intereses creados alentado desde diversos lobbys u oligopolios como, por ejemplo, sucede en el ámbito de la política, la energía, los alimentos, los medicamentos, las armas, la diplomacia internacional, el medioambiente, etc. Ese silencio es, en su calidad de herramienta de manipulación masiva, al que combaten o sirven, según su grado de higiene moral, los medios de comunicación y algunos autores de libros del subgénero oficioso de "teoría de la conspiración". Ese silencio es el que afecta al ser humano como especie y el que juguetea con su futuro como un niño con plastilina.
A nivel personal, en lo que podría considerarse como "esfera íntima", el silencio es consecuencia de la nada inocente interacción entre miedos, inseguridades, traumas, cálculos y conjeturas sin más finalidad que no exponerse a la inestabilidad, al riesgo, a la moneda lanzada al aire. Ese silencio entendido como cortafuegos es nuestro verdadero interlocutor en toda relación personal en la medida en que ésta no es más que una negociación entre lo que decidimos esconder en el silencio y lo que decidimos sacar de él, un trueque entre el silencio propio y el ajeno donde la única ganancia es no salir perdiendo. Ese silencio es el que afecta al ser humano como ser social, sensible y sintiente y el que desempeña decisivamente un papel de moderador (cuando no juez) en nuestros afectos, emociones y decisiones.
Y ojo que no estoy hablando del silencio como efecto secundario de la dictadura de lo políticamente correcto sino como resultado de un deliberación personal que nada tiene que ver con los eufemismos ni las circunvalaciones retóricas sino con nuestra manera de estar respecto a los demás.
Por eso, del mismo modo que lo más importante de un iceberg está oculto, lo más relevante de todo lo que nos dicen o decimos es lo que se queda en el tintero mudo. Eso que, de saberse, podría cambiar, para bien o para mal, nuestra percepción de la vida o de los demás o de nosotros mismos o, incluso, constituir una realidad divergente a la vivida. Eso que, de conocerse, quizá cambiara el rumbo de nuestras decisiones, filias y fobias. Eso que, de salir a la luz, podría cambiar el mundo o nuestra forma de ser y estar en él. Dicho de otro modo: el silencio condiciona permanente y pasivamente buena parte de nuestras acciones. Es el
silencio el que nos hace decantarnos por una determinada opción política o por consumir un producto o por tener un tipo de relación con alguien o por construir una determinada imagen o prejuicio de alguna persona o idea. Yendo a algo más prosaico, imaginémonos nuestra vida cambiando todas las veces que dijimos "Sí" o "No" por un silencio o, al revés, reemplazando por un "Sí" o un "No" el silencio al que recurrimos ante esas disyuntivas, esos momentos en que nuestra existencia, ya sea en el plano profesional, social o sentimental, se expone al dilema de toda bifurcación sin retorno. ¿Cambiaría la cosa, verdad? Pues eso.
Así que termino con una reflexión que también me aplico: la próxima vez que escojamos callar algo o consentir el silencio de otro, mejor pensárselo dos veces, porque el silencio es el gran tirano de nuestro tiempo y somos nosotros los que lo alimentamos y perpetuamos...y, además, no hay nada más poderoso y liberador que una palabra dicha en su momento justo.
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