Sic transit gloria mundi. Esta locución latina debió pasársele ayer a Juan Carlos I, Rey 1.0 de la democracia española, cuando vio que el único monarca presente en los fastos conmemorativos del 40 aniversario de las primeras elecciones en libertad fue su hijo Felipe VI, cuyo papel en la Transición fue de privilegiado extra pero no de protagonista, como su padre.
Dejando a un lado que, en mi opinión, el gran artífice de la evolución hacia la democracia, la Constitución, la concordia y demás bla-bla-blá fue Adolfo Suárez (el gran monarca civil del régimen constitucional de 1978) "hacer la cobra" protocolariamente a Don Juan Carlos (el Primero de su nombre, que dirían en Canción de hielo y fuego) no deja de ser un feo urbi et orbe difícil de disculpar contra quien fue sin duda uno de los nombres propios de esos años en los que España se sentía como una clase de infantil cuyo profesor se ha ausentado. Antes de seguir y como aviso para navegantes diré que no me considero monárquico y que el Rey Emérito no me parece mejor que Borbones como Fernando VII, Isabel II o Alfonso XIII pero sí he de reconocer que supo gestionar bien su oportunismo, su astucia y su "campechanía" para erigir y mantener su regio chiringuito...al menos hasta que empezó a tropezar con elefantes africanos y rubias centroeuropeas. En lugar de marcarse un "Amadeo de Saboya", Juan Carlos I jugó muy bien sus bazas en aquella España que parecía un Poniente con patillas, jerseys imposibles y pantalones acampanados. Y, estrictamente por eso, por esa notoriedad en una etapa crucial, debía estar entre los presentes homenajeados ayer en el Congreso. No se trata de una cuestión de filias o fobias, sino de reconocer lo obvio. Es como organizar una reunión conmemorativa de Curro Jiménez y no invitar a Álvaro de Luna, por poner un símil con sabor patanegra.
Dejando a un lado que, en mi opinión, el gran artífice de la evolución hacia la democracia, la Constitución, la concordia y demás bla-bla-blá fue Adolfo Suárez (el gran monarca civil del régimen constitucional de 1978) "hacer la cobra" protocolariamente a Don Juan Carlos (el Primero de su nombre, que dirían en Canción de hielo y fuego) no deja de ser un feo urbi et orbe difícil de disculpar contra quien fue sin duda uno de los nombres propios de esos años en los que España se sentía como una clase de infantil cuyo profesor se ha ausentado. Antes de seguir y como aviso para navegantes diré que no me considero monárquico y que el Rey Emérito no me parece mejor que Borbones como Fernando VII, Isabel II o Alfonso XIII pero sí he de reconocer que supo gestionar bien su oportunismo, su astucia y su "campechanía" para erigir y mantener su regio chiringuito...al menos hasta que empezó a tropezar con elefantes africanos y rubias centroeuropeas. En lugar de marcarse un "Amadeo de Saboya", Juan Carlos I jugó muy bien sus bazas en aquella España que parecía un Poniente con patillas, jerseys imposibles y pantalones acampanados. Y, estrictamente por eso, por esa notoriedad en una etapa crucial, debía estar entre los presentes homenajeados ayer en el Congreso. No se trata de una cuestión de filias o fobias, sino de reconocer lo obvio. Es como organizar una reunión conmemorativa de Curro Jiménez y no invitar a Álvaro de Luna, por poner un símil con sabor patanegra.
Yo no voy a entrar en el entretenido juego de las especulaciones y conjeturas sobre quién activó el protocolo "Contigo no, bicho", pero...me parece que si se hizo el esfuerzo de honrar ayer en el Congreso a los descendientes de personajes tan letalmente siniestros y cuestionables como Santiago Carrillo o Dolores Ibárruri (a quienes Satán tenga en su averno), mayor esfuerzo debía haberse hecho para encontrar encaje a alguien que hizo más por la democracia que esas dos personas que acabo de citar. Y, remarco una vez más, no soy ni "juancarlista" ni especialmente partidario de la monarquía como sistema político (salvo que estemos hablando de los extraordinarios Reyes Católicos, quienes para mí son hasta el momento los mejores gobernantes que ha tenido esta tierra). Esto no va de mojar la cama con la bandera tricolor ni de hacer lo propio con el nocturno discurso de Nochebuena ni de si tu color preferido es el rojo o el azul. Va de ser coherente.
En ese sentido, no deja de ser incongruente que, en una celebración destinada a subrayar la concordia y a refrescar esa ingenua memez de que en España cabemos todos, se prescinda deliberadamente de la figura de quien, por conveniencia personal o no, fue uno de los impulsores de esos seísmos que desembocaron en el establecimiento y la consolidación de la democracia en un país propenso a las tiranías oficiales u oficiosas de distinto signo político. Aún a estas alturas de la película habrá quien quiera negar ese mérito a Juan Carlos I porque, dependiendo de qué lado de la trinchera se trate, lo vea como un taimado traidor al Franquismo o como un rey franquista e ilegítimo porque "no lo votaron" (será porque la Constitución de 1978, aprobada en referéndum por los españoles, dedica su título segundo a la cría de abejas). En España somos muy así: distraernos con lo que hay atrás y/o en los márgenes mientras nos desentendemos de lo que hay delante. Y lo que hay delante, en este caso, es un Rey que, antes de su sonrojante decadencia, supo al menos no hacer nada que entorpeciera el advenimiento de una nueva etapa que rompiera esa inercia blanquinegra y decimonónica que intoxicaba a España.
En fin. Que es bastante patético que Juan Carlos I se sienta hoy como si fuera el Iker Casillas de la Transición porque del mismo modo que se mereció todos y cada uno de los reproches por sus "juancarladas" el Rey que vio nacer la Constitución de 1978 se merecía ayer algo mejor que sentirse como una víctima del "Reservado derecho de admisión". Pero esto es España, país que un día encumbra masivamente a un cetáceo con dicción de cavernícola en un talent show musical y tiempo más tarde lo desdeña como si fuera la prima campestre de Leatherface...
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