Afortunadamente, España nunca ha estado huérfana de mujeres ejemplares ni siquiera en el ámbito de las armas, el cual se percibe erróneamente como un coto reservado a hombres. Ahí están por ejemplo María Pacheco, líder de la rebelión comunera hasta 1522, Inés de Suárez, que hizo las Américas a hierro y sangre a mediados del siglo XVI, Catalina de Erauso, la famosa "Monja alférez" del Siglo de Oro, María Pita e Inés de Ben, quienes defendieron La Coruña contra Sir Francis Drake y su armada isabelina en 1589, Manuela Malasaña y Clara del Rey, muertas durante la sublevación del 2 de Mayo de 1808, Agustina de Aragón, heroína en la Zaragoza sitiada por los franceses hasta 1809, o Mariana Pineda, mártir de la resistencia liberal contra el absolutismo en 1831, por citar sólo algunos ejemplos. Sin embargo, este artículo no va sobre ninguna de esas apasionantes mujeres, sino de otra, quizá menos conocida, pero cuya vida transita a caballo entre la realidad y la leyenda...
Bienvenidos a la España del siglo XV que no era España pero estaba de lo más animada puesto que toda la península se encontraba en modo Juego de Tronos y la geografía patria era más un tablero de Risk que un remanso de paz. Enrique IV de Castilla, Trastámara según su linaje e impotente según las malas lenguas, ha muerto en diciembre de 1474 y la disputa de quién se queda con el trono ha derivado en una Guerra Civil (quien piense que la de 1936 fue la primera, mal anda) entre, por un lado, la princesa Isabel de Castilla, hermana del finado y apoyada por su marido, el príncipe Fernando de Aragón (sí, los futuros Reyes Católicos), y, por otro, Juana, la Beltraneja, discutida hija del monarca fallecido (con esto se habría forrado la telebasura de haber existido entonces) y apoyada por su tío y esposo, Alfonso V de Portugal. Así las cosas, las levas de hombres (uno por familia) sangran de varones y armas todas las tierras castellanas, incluso las más recónditas, aunque se trate de pequeñas poblaciones perdidas en las montañas leonesas, como la bucólica Arintero, donde el señor Juan García había tenido con su mujer Leonor siete hijas y cero hijos y acreditaba una edad en la que ya no se levanta arma alguna, con lo que le es prácticamente imposible cumplir con la llamada a las armas de Isabel. Deshonra, vergüenza, impotencia...el patriarca de Arintero está sumido en una melancolía que rima con depresión pero Juana, la mediana de sus siete hijas, se harta de ver a su padre así y se empeña en representar a los García de Arintero en la leva. Juan tarda poco en descubrir que es mejor no discutir con una mujer y acaba por instruir a su impetuosa hija en el arte de la guerra y aledaños
no tanto para que haga un papel digno como para que vuelva de una pieza. Y lo hace bien, muy bien, porque, tiempo más tarde, su hija, una Heidi leonesa reconvertida en Mulán castellana, ya unida a las huestes de Isabel y Fernando bajo el aspecto de un hombre y la identidad de Diego Oliveros, resulta crucial en la toma de la rebelde Zamora en febrero de 1475 al rendir junto a otros soldados una de las puertas de la ciudad. No obstante, no será hasta la célebre batalla de Toro (acontecida en las inmediaciones de Peleagonzalo) cuando la verdad de la "Dama de Arintero" salga la luz y comience así la leyenda puesto que, en un lance de la refriega, el jubón de Juana-Diego se rompe dejando visible un femenino pecho que fue el gran cotilleo en el campamento isabelino...hasta llegar el caso al mandamás militar, Fernando. Éste, en lugar de ponerse legal y letalmente estricto con Juana (que era lo que habría gustado a su esposa Isabel que veía en aquello del disfraz algo intolerable e incompatible con la vida), decide premiar la nobleza y el valor que ha demostrado la muchacha incluso en su alegato ante él ("Mi tierra os sirve tan generosamente que se está quedando sin varones y
tiene que enviar a sus mujeres a la guerra, no consintáis que se
despueble y libradla de los azotes de la guerra. No os pido que la
libréis de los justos tributos de dinero; libradla de los tributos de
sangre; haced que todos sus naturales sean hijosdalgo, y ello
engrandecerá el reino"). Así, Juana es liberada con honores de sus obligaciones militares y pone rumbo a su hogar colmada de privilegios para Arintero. El último trayecto de la historia antes de perderse por completo en la niebla de la leyenda. A poca distancia de Arintero, Juana se aloja en La Cándana en casa de unos familiares y allí se pierde su rastro puesto que se enfrenta a unos rufianes que iban en su busca (o en la de los preciados documentos que llevaba). ¿Murió? ¿Sobrevivió? ¿Escapó? No se sabe a ciencia cierta, puesto que el destino final de Juana terreno de habladurías y leyendas varias. Lo que está claro es que Arintero recibió los privilegios concedidos por Fernando...y que tuvo en Juana García su vecina más ilustre.
La pena es que, otra guerra fraticida, la de 1936, arrasó con Arintero, incluida la casa de los García, que fue reconstruida posteriomente. Por suerte, aunque los edificios se destruyan, la memoria permanece y, gracias a eso, quien visite hoy esa localidad en las montañas leonesas podrá leer una inscripción escrita en piedra, bajo la imagen de un caballero, que reza así: "Si quieres saber quién es/ este valiente guerrero/ quitad las armas y veréis/ ser la Dama de Arintero". De todos modos, para quien quiera conocer algo más de esta curiosa historia, puede consultar estos hipervínculos al Diario de León, Revista de Historia, la web Mujeres en la Historia, el blog Históriate, la novela La Dama de Arintero de Antonio Martínez Llamas o, incluso, un simpático vídeo de Los Lunnis.
En resumen: el caso de Juana García es uno de los muchos que nos deben hacer recordar que la valentía, la nobleza, el honor y el coraje no dependen del género sino del corazón; que las hazañas no son cuestión de sexo y que, por eso mismo, hay que poner a la luz a las mujeres que no merecen vivir a la sombra de hombres sino, en todo caso, hacerles sombra, como hizo la Dama de Arintero.
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