Testigo de cargo son tres cosas: una exitosa obra de teatro, una magnífica película y una estupenda miniserie de TV (al menos la de 2016).
La trama, tanto en el original de Agatha Christie como los guiones de Billy Wilder (película) y Sarah Phelps (serie) gira en torno a la ¿imposible? defensa del joven Leonard Vole que ha sido acusado del asesinato de la adinerada MILF a la que se beneficiaba y de la que se beneficiaba día y noche a escondidas de la pareja oficial del mozo; lo cual sirve de pretexto a la célebre autora para evidenciar las puertas traseras de la Justicia y exponer los claroscuros de la condición humana.
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Es lo mágico de las adaptaciones: que partiendo de una misma base de puede ofrecer resultados sensiblemente distintos pero igualmente válidos y disfrutables. Quien quiera simplemente disfrutar, la película de Wilder es una estupenda opción. Quien además quiera tener un puñetazo en el estómago al terminar, la miniserie de 2016 es ideal. Por eso me costaría decantarme por una en detrimento de otra: me encantó en su día la película y me ha encantado (y conmovido) la miniserie ahora que la he visto en Movistar 0.
Dicho eso, Testigo de cargo es interesante porque en el fondo está constantemente jugando con los prejuicios del espectador y su facilidad para dictar "sentencias" sobre hechos o personas dejándonos guiar por la pasión del momento, las conjeturas, los dimes, los diretes, el paradigma dominante y los meros indicios sublimados a la categoría de dogma. Un juego del que son conscientes hasta los propios personajes de la ficción, especialmente la inquietante pareja de los Vole, y que convierten a Testigo de cargo en una deliciosa hostia a la hipocresía y la frivolidad con la que gestionamos las presunciones y las impresiones.
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