Hacía mucho que no venían. Hacía mucho que ella no venía. Tanto que aprendió a no echarlo de menos. Frente a Sonia, el Mediterráneo, hogueras ardiendo febriles hasta confundirse con la noche y un hormiguero de gente jovial alternando el fuego y el agua, el humo amaderado y la espuma salada; alguien a lo lejos toca una guitarra que apenas remonta una machacona canción de verano adelantado berreada por un grupo de adolescentes. En algún lugar de aquella marejada de siluetas recortadas por las llamas, están su marido Santiago, su no tan mayor Mario y su pequeña Carla disfrutando de la fiesta. Ella está sentada en la playa, dejando que las farolas del paseo y la luz de las hogueras la conviertan en una encrucijada de sombras, mirando sin ver, en silencio, ajena a los saltos y las danzas y los chapuzones que articulan el aquelarre laico de la Noche de San Juan. Sus pies desnudos se hincan suavemente en la arena, enraizándose en una agradable sensación que le permite bajarse del tren del tiempo, desentenderse del carrusel de los roles que articula su vida cotidiana...
La primera vez que estuvo allí pasando San Juan apenas alcanzaba en edad a su Carla. Fue con sus padres y su abuelo materno. Recuerda las carcajadas de alegría compartidas en familia, el cielo estrellado que parecía una fontana llena de deseos encofrados en monedas, el hipnótico llamear de los fuegos encendidos que devoraban palés y muebles viejos y la admiración por los muchachos que atravesaban las hogueras como héroes de cuento. Una época de trazos básicos y colores intensos en la que la inocencia impide que la felicidad prescriba; un tiempo en el que crees que hay realmente tanta magia que todo es posible con desearlo muy fuerte; unos años en los que las personas acopian sonrisas y sueños antes de descubrir que la vida sin ser un juego tiene mucho de azar. Sonia recuerda esa alegría sin adulterar, esas ilusiones sin fisuras ni puertas traseras, esa convicción de que todo irá bien siempre. Y se ve a ella, bailando en corro, flanqueada por sus padres, bajo los aplausos de su abuelo, desafiando el calor de una llamas que, como su mirada infantil e inabarcable, parecían espantar todos los miedos que anidan a la vuelta de la sombra. Una mirada que era toda una forma de ser y estar en el mundo y ante el mundo que ahora es un pecio más en el lecho silencioso de la identidad perdida.
Unos chavales, veinteañeros, corren a su lado, despertándola del trance melancólico y espolvoreando en su galope su despreocupación mientras se lanzan frenéticos hacia la orilla, desvistiéndose por el camino como si su ropa fuera made in napalm. Gritan y ríen con el grado de histeria propio que regala el alcohol a esos cuerpos que bordean su momento de gloria. Ella sonríe con una complicidad retroactiva que tiene mucho de envidia y poco de reproche. Los sigue con la mirada hasta que se convierten en unos retazos de espuma intrincados en la oscuridad y su memoria destapa una postal similar de otra noche, algo más cercana en el recuerdo, esta vez con esa otra familia que son los amigos, en la que aquel mar bañó cada centímetro de su piel con la misma calidez e insistencia que la boca y las manos submarinas de aquel chico, Miguel, su segundo o tercer novio, con el que compartió tantas cosas a escondidas que su evocación sabía a secreto. Apenas recuerda cómo empezaron a salir y menos aún por qué lo dejaron. Lo que sí recuerda es el placer juvenil del desafío, la adicción a contrariar los dictados, el ansia por ir contracorriente como forma encontrarse a sí misma, el gusto por dejarse llevar liberada de expectativas y cuadrículas, la obsesión por sentir y sentirse...cosas que ahora son unas de tantas en su lista de objetos perdidos. Rescoldos de una época sin más exigencia que la de convertirse en "una mujer de provecho". De provecho para quién o para qué, se pregunta.
Un chico de veintipocos se le acerca, caminando con garbo su torso desnudo y sus vaqueros deliberadamente envejecidos de los que cuelga ondeante una camiseta blanca. "Perdone, señora, ¿tiene fuego?". Sonia lo mira, volviendo al presente. Él repite su pregunta, remarcando la cortesía en su voz y mostrándole un cigarro impoluto. Ella ahora lo entiende y aunque mantiene la compostura está noqueada por ese "señora" directo al mentón de su espíritu joven. ¿En qué momento una mujer de cuarenta y dos años es una "señora"? ¿Cuándo caduca el plazo para sentirse tan joven como cualquier veinteañera? "No, lo siento. No tengo fuego". El chico se aleja con su sonrisa y cigarro en ristre y ella se queda pensativa porque, se dice, lo de menos no es que no tenga mechero sino saber qué ha sido del fuego, del auténtico fuego, de ese que ilumina los ojos y acelera el pulso, de ese fuego que hoy le parece tan remoto e inalcanzable como cualquiera de las estrellas que están azucarando el cielo nocturno de San Juan. Un fuego que con el paso de los años ha añorado hasta el punto de idealizarlo, de perfeccionarlo respecto a lo que en realidad fue, de investirlo como tabla de salvación de una vida que yendo a toda vela a ella le sabe a naufragio, a promesa rota, a ilusión varada en medio de ninguna parte. Mira su móvil y está tentada a enredarse en alguno de los muchos grupos de Whatsapp, de chatear con sus amigas en ese subgénero del sarcasmo que es el "humor de chicas", de cotillear con sus camaradas de generación para encontrar un placebo rápido. Pero no lo hace. Aprovecha y comprueba que no ha llegado ningún email de la oficina con nocturnidad y alevosía. No hay correos nuevos. Guarda el móvil y vuelve a mirar hacia el gentío que pulula entre las hogueras como un festín de mosquitos. Busca con la mirada a Santiago, su marido, o a algún bosquejo de sus Mario y Carla. No los ve pero no se inquieta. Santiago se ocupa. Confía en él. Al fin y al cabo es el otro abajo firmante de un matrimonio envidiado, el excelente profesional reconocido en su sector que al llegar a casa se desvive como esposo y padre para que todo esté "bien". Cuánta infelicidad cabe en esa palabra, piensa, cuánta resignación, cuánta incomprensión, cuánta soledad íntima, cuánto sacrificio hecho no para lograr la felicidad sino para espantar cualquier reproche o remordimiento, cuánta cobardía en ese confort que nunca tiene defectos en los ojos de los otros. Su mirada vuelve a desnortarse para colarse entre las bambalinas de la memoria y llega hasta un recuerdo que, por alguna razón, le duele...
Está caminando junto a Santiago, por ese mismo paseo que circunda a la playa. Mario ni siquiera ha nacido y llevan pocos aniversarios de boda en la canana. Falta poco para que se ponga el sol. Y también en el horizonte. Están charlando en uno de esos muchos diálogos cómplices, ágiles e inocuos en los que se ha cimentado su relación. Mientras caminan, parejas y familias de toda edad y tipo se escinden a sus lados, como si su matrimonio fuera la proa de un velero con viento de popa. De pronto, llegan hasta la altura de una pareja joven como ellos. Santiago los ignora como a cualquier perfecto desconocido pero ella siente cómo el mundo se va deteniendo paso a paso hasta llegar casi a suspenderse. Todos los sonidos desaparecen, hasta la voz de Santiago. Se miran. Se reconocen. Aquel hombre y ella. Héctor y Sonia. La realidad y el deseo. La decisión y el dolor. Una grieta trepa como hiedra por su ánimo y un rumor de terremoto crece en su interior a medida que sus pasos se acercan. En apenas unos segundos, tras la sorpresa inicial, se dicen con los ojos tantas cosas como pueden y necesitan decirse y, para cuando quieren darse cuenta, ya no son más que espaldas distanciándose hasta perderse. Poco a poco el mundo reanuda el concierto y la voz de Santiago emerge agradable. "Sonia, ¿estás bien?". Ella tiene la tentación de mirar atrás, un crimen fatídico en muchas mitologías, pero no lo hace. Mira a su marido y sonríe. "Sí, estoy bien, perdona". Y todo vuelve a fluir. Fue la última vez que vio a aquel hombre con el que una vez quiso pero no se atrevió a poner patas arriba su vida con aquel tipo atractivo en fondo y forma que le ofrecía sentir para ser en lugar de hacer para estar, con aquella salida de emergencia ante la asfixia de lo correcto, con esa tentadora escapatoria del "Sí, estoy bien". Mientras Santiago sigue hablando, una duda orbita por la cabeza de Sonia: ¿quién de los dos se arrepiente por lo que no pasó?
La primera vez que estuvo allí pasando San Juan apenas alcanzaba en edad a su Carla. Fue con sus padres y su abuelo materno. Recuerda las carcajadas de alegría compartidas en familia, el cielo estrellado que parecía una fontana llena de deseos encofrados en monedas, el hipnótico llamear de los fuegos encendidos que devoraban palés y muebles viejos y la admiración por los muchachos que atravesaban las hogueras como héroes de cuento. Una época de trazos básicos y colores intensos en la que la inocencia impide que la felicidad prescriba; un tiempo en el que crees que hay realmente tanta magia que todo es posible con desearlo muy fuerte; unos años en los que las personas acopian sonrisas y sueños antes de descubrir que la vida sin ser un juego tiene mucho de azar. Sonia recuerda esa alegría sin adulterar, esas ilusiones sin fisuras ni puertas traseras, esa convicción de que todo irá bien siempre. Y se ve a ella, bailando en corro, flanqueada por sus padres, bajo los aplausos de su abuelo, desafiando el calor de una llamas que, como su mirada infantil e inabarcable, parecían espantar todos los miedos que anidan a la vuelta de la sombra. Una mirada que era toda una forma de ser y estar en el mundo y ante el mundo que ahora es un pecio más en el lecho silencioso de la identidad perdida.
Unos chavales, veinteañeros, corren a su lado, despertándola del trance melancólico y espolvoreando en su galope su despreocupación mientras se lanzan frenéticos hacia la orilla, desvistiéndose por el camino como si su ropa fuera made in napalm. Gritan y ríen con el grado de histeria propio que regala el alcohol a esos cuerpos que bordean su momento de gloria. Ella sonríe con una complicidad retroactiva que tiene mucho de envidia y poco de reproche. Los sigue con la mirada hasta que se convierten en unos retazos de espuma intrincados en la oscuridad y su memoria destapa una postal similar de otra noche, algo más cercana en el recuerdo, esta vez con esa otra familia que son los amigos, en la que aquel mar bañó cada centímetro de su piel con la misma calidez e insistencia que la boca y las manos submarinas de aquel chico, Miguel, su segundo o tercer novio, con el que compartió tantas cosas a escondidas que su evocación sabía a secreto. Apenas recuerda cómo empezaron a salir y menos aún por qué lo dejaron. Lo que sí recuerda es el placer juvenil del desafío, la adicción a contrariar los dictados, el ansia por ir contracorriente como forma encontrarse a sí misma, el gusto por dejarse llevar liberada de expectativas y cuadrículas, la obsesión por sentir y sentirse...cosas que ahora son unas de tantas en su lista de objetos perdidos. Rescoldos de una época sin más exigencia que la de convertirse en "una mujer de provecho". De provecho para quién o para qué, se pregunta.
Un chico de veintipocos se le acerca, caminando con garbo su torso desnudo y sus vaqueros deliberadamente envejecidos de los que cuelga ondeante una camiseta blanca. "Perdone, señora, ¿tiene fuego?". Sonia lo mira, volviendo al presente. Él repite su pregunta, remarcando la cortesía en su voz y mostrándole un cigarro impoluto. Ella ahora lo entiende y aunque mantiene la compostura está noqueada por ese "señora" directo al mentón de su espíritu joven. ¿En qué momento una mujer de cuarenta y dos años es una "señora"? ¿Cuándo caduca el plazo para sentirse tan joven como cualquier veinteañera? "No, lo siento. No tengo fuego". El chico se aleja con su sonrisa y cigarro en ristre y ella se queda pensativa porque, se dice, lo de menos no es que no tenga mechero sino saber qué ha sido del fuego, del auténtico fuego, de ese que ilumina los ojos y acelera el pulso, de ese fuego que hoy le parece tan remoto e inalcanzable como cualquiera de las estrellas que están azucarando el cielo nocturno de San Juan. Un fuego que con el paso de los años ha añorado hasta el punto de idealizarlo, de perfeccionarlo respecto a lo que en realidad fue, de investirlo como tabla de salvación de una vida que yendo a toda vela a ella le sabe a naufragio, a promesa rota, a ilusión varada en medio de ninguna parte. Mira su móvil y está tentada a enredarse en alguno de los muchos grupos de Whatsapp, de chatear con sus amigas en ese subgénero del sarcasmo que es el "humor de chicas", de cotillear con sus camaradas de generación para encontrar un placebo rápido. Pero no lo hace. Aprovecha y comprueba que no ha llegado ningún email de la oficina con nocturnidad y alevosía. No hay correos nuevos. Guarda el móvil y vuelve a mirar hacia el gentío que pulula entre las hogueras como un festín de mosquitos. Busca con la mirada a Santiago, su marido, o a algún bosquejo de sus Mario y Carla. No los ve pero no se inquieta. Santiago se ocupa. Confía en él. Al fin y al cabo es el otro abajo firmante de un matrimonio envidiado, el excelente profesional reconocido en su sector que al llegar a casa se desvive como esposo y padre para que todo esté "bien". Cuánta infelicidad cabe en esa palabra, piensa, cuánta resignación, cuánta incomprensión, cuánta soledad íntima, cuánto sacrificio hecho no para lograr la felicidad sino para espantar cualquier reproche o remordimiento, cuánta cobardía en ese confort que nunca tiene defectos en los ojos de los otros. Su mirada vuelve a desnortarse para colarse entre las bambalinas de la memoria y llega hasta un recuerdo que, por alguna razón, le duele...
Está caminando junto a Santiago, por ese mismo paseo que circunda a la playa. Mario ni siquiera ha nacido y llevan pocos aniversarios de boda en la canana. Falta poco para que se ponga el sol. Y también en el horizonte. Están charlando en uno de esos muchos diálogos cómplices, ágiles e inocuos en los que se ha cimentado su relación. Mientras caminan, parejas y familias de toda edad y tipo se escinden a sus lados, como si su matrimonio fuera la proa de un velero con viento de popa. De pronto, llegan hasta la altura de una pareja joven como ellos. Santiago los ignora como a cualquier perfecto desconocido pero ella siente cómo el mundo se va deteniendo paso a paso hasta llegar casi a suspenderse. Todos los sonidos desaparecen, hasta la voz de Santiago. Se miran. Se reconocen. Aquel hombre y ella. Héctor y Sonia. La realidad y el deseo. La decisión y el dolor. Una grieta trepa como hiedra por su ánimo y un rumor de terremoto crece en su interior a medida que sus pasos se acercan. En apenas unos segundos, tras la sorpresa inicial, se dicen con los ojos tantas cosas como pueden y necesitan decirse y, para cuando quieren darse cuenta, ya no son más que espaldas distanciándose hasta perderse. Poco a poco el mundo reanuda el concierto y la voz de Santiago emerge agradable. "Sonia, ¿estás bien?". Ella tiene la tentación de mirar atrás, un crimen fatídico en muchas mitologías, pero no lo hace. Mira a su marido y sonríe. "Sí, estoy bien, perdona". Y todo vuelve a fluir. Fue la última vez que vio a aquel hombre con el que una vez quiso pero no se atrevió a poner patas arriba su vida con aquel tipo atractivo en fondo y forma que le ofrecía sentir para ser en lugar de hacer para estar, con aquella salida de emergencia ante la asfixia de lo correcto, con esa tentadora escapatoria del "Sí, estoy bien". Mientras Santiago sigue hablando, una duda orbita por la cabeza de Sonia: ¿quién de los dos se arrepiente por lo que no pasó?
La melancolía cierra su espectáculo de hipnosis cuando las voces de Mario y Carla revientan el trance con su alegría atropellada y jadeante. Van corriendo hacia ella, seguidos a duras penas por Santiago, que avanza pesadamente a zancadas pero con la satisfacción de "padre con el deber cumplido". Los tres tienen la ropa completamente salpicada por arena. Los pequeños caen sobre ella y la sepultan bajo besos y risas que apenas sí dejan oír lo que le quieren contar. Sonia se incorpora, los achucha a ambos y los interroga con sobreactuada sorpresa sobre lo que han hecho en las hogueras. Al poco llega Santiago, que coge a Mario como si fuera un peluche y empieza a pelearse con él, como dos cachorros jugando entre sí. Carla no para de darle detalles a su madre de lo muy contenta que está y de todo lo que ha pasado en la orilla. Su aguda voz apenas se sobrepone a las carcajadas y los gritos de su padre y su hermano. En ese preciso instante, Sonia la nota. Nota a esa felicidad incontestable, impecable y sin taras que reina en su familia. Esa felicidad que no admite dudas ni quejas ni hoja de reclamaciones. Esa felicidad que ha hecho de su familia un cuarteto digno de la portada de cualquier pretenciosa revista. Esa felicidad que emerge volcánica lo mismo en una playa levantina que un sofisticado piso madrileño. Esa felicidad que es el gran epitafio de la mujer que Sonia siempre quiso y querrá ser. Esa felicidad que es la tumba en la que esconder todo aquello que la haría saltar por los aires. Esa felicidad que condena Sonia a ser la Sonia que todos quieren pero no la que ella anhela ser. Esa felicidad que tanto le duele. Esa felicidad en la que Sonia ha asumido que arderá hasta que sólo queden cenizas, como las hogueras que celebra la gente en San Juan. Sonia ha vuelto a quedarse absorta, hueca. El cielo relampaguea con fuegos artificiales y bajo ellos todo son exclamaciones de ojos admirados. Los niños de nuevo saltan y corretean incansables por la playa y Santiago, agotado, se sienta a su lado. Le da un empujón cómplice y cariñoso. "¿Todo bien, mi vida?". Ella lo mira, saca la mejor de sus sonrisas y dice: "Sí, todo bien".
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