Se cumplen 200 años del nacimiento editorial de Frankenstein, obra que Mary W. Shelley regaló a la Cultura universal un 17 de junio de 1816 (fecha de escritura, que no de publicación, de la novela) en Villa Deodati, a orillas del lago Ginebra. Dejando al margen la curiosa y azarosa vida de su autora y cómo a una mujer tan joven y refinada se le ocurrió semejante monstruosidad (cuestiones ambas que están más relacionadas de lo que podría pensarse), creo que el gran magnetismo de esta famosísima obra, más allá incluso de ese grial que es el triunfo sobre la muerte, está en su protagonista, la criatura "fabricada" por Víctor Frankenstein.
Ese monstruo, indudablemente icónico pero devaluado hasta casi la caricatura en las diversas e innumerables adaptaciones del original novelesco, representa la quintaesencia del paria, lo marginado llevado a su paroxismo, la orfandad definitiva. Feo, culto, incomprendido, desubicado, freak, extranjero en cualquier tierra, víctima constante de prejuicios e infundios...todos los atributos de la criatura conforman un solo collage de los distintos parias que aún hoy podemos encontrar por desgracia en cualquier sociedad. Una abominación que resulta más humana que los humanos, pues su indudable anhelo de comprensión, aceptación, conocimiento y amor resulta tan absolutamente humano que es insaciable por una sociedad perdida entre la ciencia, la hipocresía y la superstición.
Por eso, por esa confrontación entre el deseo y la realidad, entre la necesidad y la frustración, entre la carencia y el rechazo, entre el marginado y la impermeable e insensible sociedad, se desencadenan el conflicto y la tragedia que hacen de la criatura de Frankenstein no tanto un monstruoso villano de novela gótica como un antihéroe trágico, víctima de ese fatum que es la condición humana. Él es un monstruo no por su origen sino porque la sociedad lo ve y lo trata como tal, rechazándolo, aislándolo, arrinconándolo hasta más allá de los márgenes que delimitan la "polis social", arrojándolo a una intemperie existencial donde sólo le espera la depresión, la locura y la muerte.
Así las cosas, pasados dos siglos desde que vino a este mundo, la novela de Mary W. Shelley sigue siendo brutalmente moderna no tanto por su indudable valor como simple ficción sino por su calidad como tétrica alegoría del ser humano en su búsqueda del sentimiento de pertenencia, de arraigo, de hogar emocional. Y es que, como los valleinclanescos espejos del callejón del Gato, Frankenstein o el moderno Prometeo, en el fondo, no es más que el reflejo deforme de una sociedad dispuesta a rechazar la disonancia, a castigar a cualquiera que lleve consigo el divino fuego de la diferencia.
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