A lo largo de ese viaje iniciático que es crecer, hay varios hitos con sabor a puerta cerrándose a nuestras espaldas, a mundo desvanecido como un sueño de no retorno, a guión tirado a la papelera, a Platón encendiendo la luz de la caverna, a Morfeo diciéndote "Bienvenido al mundo real". Momentos en que sabes que lo que dejas atrás es un jirón de ti que tarde o temprano será excusa para la nostalgia, la melancolía o la sonrisa condescendiente y cómplice al recordarlo. Son sucesos distintos e incluso distantes entre sí que te van cincelando, zarandeando, espabilando sin más pretexto que la madurez pero todos con un denominador común: ser la primera vez, algo lógico, porque el resto de ocasiones similares ya pisas terreno conocido. La muerte de un ser querido, el sexo, el rechazo en pleno enamoramiento, el primer y naif "sí", la quiebra de una relación, la emancipación, la obtención del primer trabajo, el desempleo, la mudanza, el matrimonio, el nacimiento de un hijo...se pueden citar varios.
Sin embargo, en este artículo, quiero referirme a uno de esos foganazos de la vida real que te asaltan en la niñez. Descartando el hit de cuando descubres cómo llegan los seres humanos al mundo, creo que en nuestra infancia hay un momento clave en el que de repente te sientes extraño en mundo que se parece mucho al que conocías pero al que percibes inhóspito, casi hostil, como si te acabaran de revelar el secreto de un maravilloso truco de magia. Ese instante en el que te despides de la magia, de la fantasía que hasta entonces había formado parte de tu forma de ver, entender y estar en el mundo. Instantes pueriles y prosaicos pero demoledores de toda ingenuidad y es que crecer no es otra cosa que asistir a la demolición de la inocencia. Sucesos como el hallazgo de la identidad real del ratón Pérez, Santa Claus y/o los Reyes Magos. Esos minutos con el eco de un desplome, de certezas devoradas por el sumidero de la realidad, de primicia cayendo y callando. Son momentos de una brevísima pero intensa orfandad existencial, de desconcierto que dura lo que tardas en cambiar esa infalible, inocente y fantasiosa lógica infantil por la sinapsis escéptica, cínica y pragmática de los "adultos". Un cambio de vías que sabe mal pero que es inevitable, porque en este mundo tan enrevesado tan perjudicial es el predominio de la inocencia...como el absolutismo del descreimiento. Y es que, pese a todo, necesitamos creer, autosugestionarnos, desactivar el piloto automático y participar deliberadamente en la farsa de la fantasía, en el ritual del engaño, en la fiesta de la posverdad, para recordarnos esa etapa llamada niñez a la que con el paso del tiempo idealizamos deliberadamente o no como un Camelot donde reinaba la felicidad, para oxigenarnos con esa ingenuidad que nos hacía carne de sonrisa e inmunes al mundo, para abrazar una mentira que nos reconforte de verdad. Por eso, participamos con entusiasmo en las entrañables conspiraciones que articulan el mundo infantil. Por eso y porque la vida, conforme pasan los años, nos enseña que es necesario asociarse con lo irreal para poder tener un refugio en el que sentirnos tan a salvo como esos peques despreocupados y equidistantes entre la ficción y la realidad cuya alegría es tan pura e incondicionada que la envidiamos, añoramos y preservamos con ahínco. De ahí que, incluso entre adultos, entre personas que hace tiempo dejaron la inocencia en el retrovisor, celebremos cosas como la noche del cinco y la mañana del seis de Enero con una ilusión que rivalice con la de los niños, porque sabemos que de vez en cuando es necesario e incluso urgente revestir de grial lo cotidiano, remontarse al momento en que el truco de magia nos maravillaba para poder afrontar luego ese mundo lleno de spoilers en el que nos guste o no tenemos que sobrevivir.
Ayer me enteré de que alguien muy cercano y muy querido por mí había descubierto (o le habían destripado, mejor dicho) que los Reyes Magos vienen de un oriente demasiado cercano al desengaño. Cuando me lo contó, me sentí durante unos segundos como cuando yo pasé por ese mismo trance...pero inmediatamente supe que lo importante de toda esa fantasía, de esa magia, de esa sorpresa no es el encantamiento en sí sino la felicidad que comporta y eso no depende de ningún ser imaginario: la felicidad es tan real como queramos que sea. Sólo hay que poner un poco de niño para darse cuenta de ello y lograrlo. Show must go on. Por eso, está en nuestra mano no ser ni reyes ni magos sino los abajo firmantes de recuerdos preciosos. Somos nosotros los que decidimos abrir la puerta a la alegría. Yo la dejaré abierta. Siempre.
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