martes, 16 de enero de 2018

Junto al tablero azul

Fue en esa época en la que aún sigues siendo un niño y no lo sabes. En esa época en la que mi mente iba por un lado y mis hormonas por otro. En esa época en la que vivía en un cándido Mátrix a salvo del incierto campo de minas llamado madurez. En esa época en la que mi mundo giraba en torno a apuntes escolares, libros literarios, películas de culto y juegos de ordenador en disquetes de tres y medio. En esa época en la que mis tardes y noches orbitaban en torno a un pesado tablero de madera azul apoyado en dos caballetes azules en el medio de un cuarto azul con un flexo de luz blanca. En esa época estúpida, ingenua y feliz en la que creía que estudiar me abriría las puertas del paraíso laboral, que el esfuerzo me exiliaría de cualquier problema, que ser buena gente bastaría para tener una vida feliz, que ser romántico batiría cualquier coraza femenina, que tus seres queridos son tótems incuestionables y que en algún momento del futuro sería escritor. En esa época en la que uno creía en Dios, Guybrush Threepwood y el Atlético de Madrid. En esa época en el que la minicadena de la habitación se convirtió en una ecléctica y variopinta gramola donde programaba concienzudamente una lista de reproducción a modo de cajón de sastre en el que cabían el Adagio de Von Karajan, el Songs of distant Earth de Mike Oldfield, la banda sonora de El Cuervo, el Cross Road de Bon Jovi, las Mentiras del viento de Manolo Tena, La Flaca de Jarabe de Palo, el Load de Metallica...En esa época los "conocí" a ellos; a ella: Dolores O'Riordan y The Cranberries

La historia de mi adolescencia, el hilo musical de mi tránsito de la inocencia al cinismo no se entiende sin Zombie, Dreams, Linger, Ode to my family, Animal instinct, Promises, Just my imagination, When you're gone, Salvation o Ridiculous thoughts. No es postureo, es la verdad. Fueron innumerables las tardes y, especialmente, las noches de aquellos años en los que los grandes éxitos de The Cranberries me acompañaron mientras estudiaba o escribía. Por eso, la inesperada muerte de Dolores O'Riordan ayer me supo a aguacero, a hostión traicionero, a expropiación cruel, injusta e impune de una parte de mí. Y sí, han pasado muchos años desde aquellas veladas del tablero azul, pero el tiempo, que para estas cosas sí es muy sabio, ha dejado en pie dentro de mi banda sonora personal ese impresionante tema llamado Zombie, una canción que, sin exagerar, escuché durante decenas de horas. 

La singular voz de O'Riordan, la banshee de Ballybricken, con esa sensacional habilidad para combinar una potencia desgarradora, una sutileza casi confesional y unas reconocibles inflexiones vocales, fue en mi opinión el mejor recipiente para la música que hacían The Cranberries, cuyas canciones oscilaban entre el rock amargo y las baladas intimistas. A ello hay que añadir algo que no es en absoluto novedoso en el mundo artístico: el vínculo entre el drama y el genio. No se puede entender ni escuchar a esta artista de rasgos afilados y mirada punzante, líder icónica del citado grupo irlandés, ignorando una vida personal bastante tormentosa que derivó en una psique atormentada. Esto es así hasta tal punto que yo no sé si O'Riordan cantaba para exorcizar o compadecer las sombras de sus fans o las suyas propias. Quizá fueran ambas cosas. Lo que es seguro es que, al menos para mí, su voz nítida y dura tenía algo magnético, hipnótico, que conectaba con una parte muy profunda de ti. Y esto, creo, es de los mejores piropos que se pueden decir a quien tiene el coraje de compartir su música contigo. 

Por eso, ahora que su voz tiene el silencio de los cementerios y aún suenan los acordes de la desolación, creo que no hay más ni mejor que pueda decir que gracias, Dolores, por todas esas horas que me hiciste compañía junto al tablero azul. 

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