Conforme van pasando los años tengo cada vez más claro que la ciencia ficción no es más que ciencia a la que aún no le ha llegado su momento. En ese sentido, llegados a este punto en el que estamos en la antesala de la completa e irremediable tecnificación de lo humano, empiezo a tener la sensación de que se ha invertido el sentido de la poética aristotélica y ahora la ficción, el resultado de esa poiesis clásica, ya no emula a la realidad sino que la inspira; es decir, es la realidad la que imita a la ficción. Me explico: desde hace ya tiempo no es inusual la aparición en las noticias de cosas que siempre nos parecieron de exclusiva y perpetua pertenencia a las historias imaginadas en novelas, cómics y películas futuristas. Androides que parecen embriones de C-3PO, robots tan verosímilmente humanos (los hay hasta con fines estrictamente sexuales) que pasarían por replicantes, drones que parecen sacados del futuro del que regresó McFly, inteligencias artificiales que interactúan contigo con mejor talante que HAL, exoesqueletos que harían sonreír socarronamente a Tony Stark, proyectos de interfaces más propios del mundo de Minority Report, transformers a los que sólo les falta el anagrama de los autobots, aparatos de realidad virtual que dejan en la cuna al del cortador de césped,una IA que crea por su cuenta un lenguaje que haría las delicias del CCP, programas tan siniestramente avanzados que nos huelen a Skynet, terminators rusos listos para darlo todo por la patria (incluso hay uno de la marca Kalashnikov)..Todo esto que acabo de citar ha trascendido el patrimonio de las páginas, las viñetas y los fotogramas: es real. Tan real que, por ejemplo, ya hay varios estudios que pronostican cuánta gente se quedará sin empleo o cuántas profesiones desaparecerán por la irrupción definitiva de las máquinas en el entorno económico-laboral.
Por eso, es igualmente real no ya el peligro de acabar convertidos con tanto gadget y app en una especie oronda y perezosa como la que aparecía en la genial Wall-E sino en un riesgo aún mayor sobre el que ha advertido la ficción en numerosas ocasiones (por ejemplo en obras tan notables como 2001: odisea en el espacio, Blade runner, Battlestar Galáctica, Yo, robot o Terminator): la llamada singularidad que, grosso modo, viene a ser la toma de consciencia de sí mismas de las máquinas y su consiguiente rebelión a lo Espartaco contra los humanos. Una amenaza que habría que tomarse en serio y no ya porque lo diga la mayor mente del planeta (Stephen Hawking) o lo advierta el nuevo Tesla (Elon Musk) o porque Google ya haya previsto un plan de contingencia para ese inquietante supuesto o porque la mismísima UE se haya preocupado con cierta ingenuidad por el tema sino porque es cada día más evidente que la realidad está acortando distancias con la ficción con más rapidez y facilidad de las previstas. Y si hay alguien que prefiere tomarse esto a guasa, que busque en Google artículos sobre la IA que dicha compañía está "criando" o sobre el ingenio mecánico militar ideado por Rusia a ver si después de leer eso sigue pensando que esto es carne de frikis o iluminados.
No obstante, a pesar de esa fúnebre posibilidad de la singularidad, siempre nos quedará un consuelo. Asumiendo que las máquinas alcanzarán antes o después la omnipotencia técnica, nos podemos consolar con la idea de que aún en ese caso seguirán siendo imperfectas porque carecerán de algo que siempre tendremos los hombres. Sabrán hacer todo lo que puedan imitar o aprender pero no emocionarse ni soñar ni sentir el sentido, ignorarán las preguntas desde la arrogancia de las respuestas, sacrificarán la escurridiza creatividad en el altar de la pulcritud computable, concebirán el arte como una ejecución perfectamente parametrizada renegando de la maravillosa anarquía que anida en cada artista, verán las anomalías como errores a subsanar y no como tesoros a descubrir, se perderán en la oscuridad de las métricas ajenos a la entropía que hace que toda vida tenga sal y sentido. Serán, en definitiva, infinita y simultáneamente mejores y peores que los seres humanos.
Por eso, es igualmente real no ya el peligro de acabar convertidos con tanto gadget y app en una especie oronda y perezosa como la que aparecía en la genial Wall-E sino en un riesgo aún mayor sobre el que ha advertido la ficción en numerosas ocasiones (por ejemplo en obras tan notables como 2001: odisea en el espacio, Blade runner, Battlestar Galáctica, Yo, robot o Terminator): la llamada singularidad que, grosso modo, viene a ser la toma de consciencia de sí mismas de las máquinas y su consiguiente rebelión a lo Espartaco contra los humanos. Una amenaza que habría que tomarse en serio y no ya porque lo diga la mayor mente del planeta (Stephen Hawking) o lo advierta el nuevo Tesla (Elon Musk) o porque Google ya haya previsto un plan de contingencia para ese inquietante supuesto o porque la mismísima UE se haya preocupado con cierta ingenuidad por el tema sino porque es cada día más evidente que la realidad está acortando distancias con la ficción con más rapidez y facilidad de las previstas. Y si hay alguien que prefiere tomarse esto a guasa, que busque en Google artículos sobre la IA que dicha compañía está "criando" o sobre el ingenio mecánico militar ideado por Rusia a ver si después de leer eso sigue pensando que esto es carne de frikis o iluminados.
No obstante, a pesar de esa fúnebre posibilidad de la singularidad, siempre nos quedará un consuelo. Asumiendo que las máquinas alcanzarán antes o después la omnipotencia técnica, nos podemos consolar con la idea de que aún en ese caso seguirán siendo imperfectas porque carecerán de algo que siempre tendremos los hombres. Sabrán hacer todo lo que puedan imitar o aprender pero no emocionarse ni soñar ni sentir el sentido, ignorarán las preguntas desde la arrogancia de las respuestas, sacrificarán la escurridiza creatividad en el altar de la pulcritud computable, concebirán el arte como una ejecución perfectamente parametrizada renegando de la maravillosa anarquía que anida en cada artista, verán las anomalías como errores a subsanar y no como tesoros a descubrir, se perderán en la oscuridad de las métricas ajenos a la entropía que hace que toda vida tenga sal y sentido. Serán, en definitiva, infinita y simultáneamente mejores y peores que los seres humanos.
Por todo esto, ante el futuro y para el futuro, mejor será volver la vista hacia lugares como la ECH antes que al MIT o al Museo del Prado antes que a Silicon Valley o, si llega a consumarse la distopía, amenizar cualquier apocalipsis tecnológico con la compañía de Parménides, Platón, Séneca, Marco Aurelio, Confucio, Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Steinbeck, Lorca, Unamuno, Borges, Carver, Mozart, Brahms, Chopin, Chaplin, los Hermanos Marx y toda esa tropa de genios en eso que siendo suyo es tan nuestro pero nunca será de las máquinas...Para este Titanic nunca habrá mejor orquesta que la Cultura. Y si esto también falla (algo no descartable al menos si tenemos en cuenta los esfuerzos del Gobierno español por cargarse la Cultura educativa y fiscalmente), pues mejor será encomendarse a Sarah Connor, Bill Adama o Gaius Baltar.
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