domingo, 12 de noviembre de 2017
Los árboles y el bosque
No. Que no te engañe el título. Este no es un artículo sobre flora. Más bien es un artículo sobre fauna; sobre cerdos concretamente, pero no esos de los que se sacan jamones y demás productos como si fueran una mágica chistera de charcutería sino de los que son un manantial de marranadas difíciles de comer y digerir para cualquiera con un mínimo de estómago moral. Como la foto ayuda, imagino que ya sabes de qué y de quiénes estoy hablando. Sí. Este artículo surge a propósito de la inesperada primavera de depravados que ha llegado este otoño, de esa repentina floración de guarros, salidos, obsesos y miserables en plena época en la que muchos árboles hacen un fúnebre striptease desnudándose de hojas. Los yanquis tienen una poética expresión para el otoño: "the fall" y, ciertamente, estas semanas han sido para Harvey Weinstein, Kevin Spacey y otros ilustres del cine -se habla de Dustin Hoffman, Ben Affleck, Louis C.K., Brett Ratner y Matthew Weiner, entre otros- una auténtica fall (caída) que en algunos casos tiene pinta de perpetuo nocaut profesional. ¿Por qué entonces he titulado el artículo así? Porque creo que, con toda esta desagradable polémica, se están cometiendo dos errores de atención que casan bastante bien con el popular consejo "que los árboles no te impidan ver el bosque". Y es que, en mi opinión, este nauseabundo caos ha desviado la atención de ciertas personas hacia los árboles y no hacia el bosque.
Por un lado, está el tema del silencio de las víctimas. Es decir: hay gente que, una vez que se ha descubierto este estercolero, están más pendientes de debatir sobre el silencio de las personas afectadas por las cerdadas que por los hechos en sí o sus responsables. A mí, honestamente, me da igual si el silencio de las víctimas se ha mantenido imperturbado en el tiempo por un lógico bloqueo psicológico, tacticismo profesional, miedo laboral, culpa judeocristiana, fobia al "qué dirán", vergüenza con efecto retardado u oportunismo ventajista. A mí lo que me interesa es que ese silencio se rompa sin importar el cuándo y lo que me preocupa verdaderamente es quién causa ese silencio, porque en este sentido creo que no sólo hay que culpar al repugnante homo genitalis de turno que considera que su pene es un cetro al que rendir pleitesía sino que también merece una crítica esta sociedad (o, al menos, a una porción no pequeña de la misma) que trata a las víctimas de estos abusos como si fueran apestadas, cómplices o carne de condescendencia. Callar no siempre denota consentimiento y por eso hay que respetar la intimidad que ampara ese silencio con la misma rotundidad que hay que abrigar sin miramientos a quien tiene la valentía de quebrarlo voluntariamente. Dicho de otra manera: el problema no está en callar sino en lo que provoca ese legítimo mutismo; el problema no está en el armario sino en lo que te obliga a resguardarte en él. Por eso, mejor preocupémenos de poner el foco crítico en los culpables y no en quienes les culpan, incluso aunque lo hagan desde el oportunismo. Además, puestos a fijarnos en el silencio, me parece aún más escandaloso y grave el silencio de quienes, sin ser víctimas pero sí conocedores, prefirieron callar a pedir la voz y la palabra para dar la cara: eso sí que es grave y cobarde porque en ese silencio sí es el mejor cómplice para esos monstruos y el peor desamparo para sus víctimas. En definitiva: que las consecuencias no te impidan ver el problema.
Por otra parte, está el asunto de identificar en términos valorativos al artista y a su obra, dejando que la valoración de la persona se extienda o confunda con su trabajo. Esto quizá puede resultar bastante polémico o controvertido pero espero explicarme bien. Creo que es un error juzgar para bien o para mal un trabajo por quien lo hace del mismo modo que es un error valorar a alguien en lo personal por su desempeño profesional. Quiero decir: puede haber bellísimas personas cuyo legado profesional sea pura bazofia igual que puede haber excrementos antropomórficos capaces de dejar para la posteridad auténticas obras maestras de la misma manera que puede darse la circunstancia de que la valía humana y la profesional estén perfectamente alineadas, aunque esto último es algo infrecuente en un mundo lleno de matices y contradicciones. Estoy pensando por ejemplo en Kevin Spacey, un tipo netamente despreciable que sin embargo es un actor que ha dejado para la posteridad en varias ocasiones interpretaciones magistrales. ¿Qué hacemos con películas como American beauty o Se7en o La vida de David Gale? ¿Quemamos todas las copias que existan de ellas? ¿Quitamos a Spacey todos los galardones que ha recibido como actor por ser un "presunto" acosador sexual? No se trata de dejar que la obra exculpe al artista sino de saber colocar en compartimentos estancos lo personal de lo laboral. Yendo un poco más allá y trascendiendo el tema del escándolo sexual: para mí es un error dejarse llevar por filias o fobias personales o morales respecto al artista a la hora de afrontar su obra. Sería algo semejante, salvando las distancias, a culpar a los hijos por los pecados de sus padres. Por eso, me parece una estupidez dejar que la opinión o la impresión que tengamos de un artista nos influya a la hora de disfrutar o no de su obra, lo mismo que me parece una majadería ensalzar o vituperar a un artista como persona basándonos en su obra. Esto en España, por desgracia, se da mucho y desde hace siglos: lo de llevar en hombros o a rastras a un artista (ya sea escritor, actor, pintor, cineasta, etc) sólo por razones de afinidad o discrepancia política, intelectual o sexual. Por eso, por ejemplo, no puedo más que sentir profunda pena por aquellos que desdeñan la poesía y el teatro de Federico García Lorca por ser de izquierdas y/u homosexual (razones por cierto de las que se valieron unos hijos de puta para asesinarlo), igual que siento lástima por quienes ensalzan estratosféricamente la poesía de Miguel Hernández sólo por comulgar con sus ideas políticas. En EEUU, cuna de la polémica que propicia este artículo, también saben mucho de esto, valga como botón de muestra el deleznable macartismo. Creo que, en este ámbito, abstrarse del artista resulta decisivo para disfrutar incondicionadamente de su obra porque estoy convencido que, de conocer los vericuetos biográficos de célebres escritores, pintores o cineastas, a lo mejor caían unos cuantos pedestales y se elevaban otros. Si nos dejáramos llevar únicamente por la catadura moral del artista, habría libros que quitar de bibliotecas, películas que eliminar de filmotecas y cuadros que descolgar de museos. Al hilo de esto, si alguien está interesado en conocer entresijos biográficos de grandes artistas, recomiendo la lectura (bajo su responsabilidad) de estos libros Vidas secretas de grandes escritores, Vidas secretas de grandes maestros de la pintura y la escultura y Vidas secretas de grandes directores de cine. Volviendo al tema del artículo, yo soy partidario de que sólo la Justicia juzgue a los artistas cuando toque (ya está tardando en poner en su sitio a Weinstein y cía) y que sólo la libertad de pensamiento y expresión juzgue a sus obras. Por eso no soy especialmente partidario de boicots sociales o profesionales a ningún artista por cuestiones personales: si tiene que ser retirado de la circulación, que sea por la vía penal, no por la moral. Ahí está por ejemplo Roman Polanski, un director en activo bastante interesante que sin embargo jamás logrará quitarse de encima el sambenito de la infame pederastia. En definitiva: que lo personal no te impida ver lo profesional.
Y luego, por último, está el tema de quienes abordan esta polémica como un problema meramente sexual. No. Esto, por muy repugnante, vergonzoso y decadente que resulte, va más allá de lo genital, lo físico, lo sexual y las filias y las parafilias. Esto no tiene que ver tanto con el pene y lo que se hace con él como con el poder y lo que se hace desde él. Ningún abuso, sea de la clase que sea, se produce desde una posición de inferioridad sino desde una posición de superioridad. Por eso, me parece que todo abuso ejercido por quien se vale de su fortaleza física, profesional, jerárquica o social se merece idéntica reprobación, censura, denuncia y persecución social, mediática y judicial. ¿Acaso no te jode la vida igual un abuso sexual que uno laboral? Y ojo que tampoco es una cuestión de género porque lo mismo te puede amargar la existencia él que ella. Creo que este tema tiene más que ver con nuestra relación con el poder y con nuestra percepción del mismo, una percepción que a menudo roza la impunidad y la inmunidad no sólo porque la Justicia no haga su trabajo sino por herencia de una mentalidad anticuada, patriarcal y servil, alentada en parte por la religión, según la cual quien está arriba tiene toda la razón y el poder y el derecho y quien no está arriba tiene que agachar la cabeza y perpetuar así un vasallaje psicológico y funcional que no pocas veces deriva en un síndrome de Estocolmo social que se torna en paradigma dominante y del que se nutre la pervivencia de ciertas instituciones o prácticas. Es contra eso contra lo que hay que luchar, contra el mal uso y concepción del poder. En definitiva: que lo concreto no te impida ver lo global.
De todos modos, por desgracia, toda esta polémica no es nueva y menos en Hollywood; ahí está el escándalo de Roscoe Arbuckle para muestra de ello. Lo que sí espero y deseo, aunque sea ingenuo, es que estos desgradables sucesos sirvan de una vez por todas para que nadie se calle pero también para que nadie deje de ver el bosque por culpa de los árboles.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
"Handia": Entre Baroja y Malick
Recientemente he visto la película Handia, producción vasca que se estrenó a finales de octubre y cuenta la historia de Miguel Joaquín Eleicegui Arteaga, el llamado "Gigante de Alzo", sobrenombre que casi es un microcuento en sí mismo y que permite sintetizar lo que es la trama principal de este film: cómo un mozo de dicha localidad guipuzcoana tuvo en el gigantismo su principal penitencia pero también su pasaporte a la posteridad y la fama más internacional, ya que la celebridad de Miguel Joaquín (1818-1861) fue tan grande en su época (siglo XIX) como sus fenomenales dimensiones (casi 2,4 metros de alto y más de 200 kilos de peso), siendo objeto de atención incluso de las principales cortes europeas de la época.
He de reconocer que no vi Loreak, la aclamada anterior película de los responsables de Grande (así sería el título en castellano de esta cinta): Jon Garaño, Aitor Arregui y José Mari Goenaga. Y me arrepiento. Porque Handia es una narración que combina el costumbrismo preciso y entrañable de Pío Baroja (patente en estupendas novelas como Las inquietudes de Shanti Andía, Zalacaín el aventurero o La casa de Azigorri) con el buen gusto estético y la poética plasticidad de Terrence Malick (constatable en obras maestras como El árbol de la vida). Y eso, fusionar lo mejor de dos contadores de historias tan distintos como portentosos, no es algo al alcance de cualquier paisano. Todo en esta producción rezuma sensibilidad y preciosismo; es una magnífica muestra de artesanía cinematográfica que bien vale el precio de la entrada, aunque sólo sea por disfrutar de planos que, de ser pinturas, estarían en museos casi con toda seguridad.
Para mí, precisamente esa belleza formal y espiritual que hay en Handia disculpa el quizás excesivo metraje para contar una historia indudablemente curiosa pero que quizás en sí misma no dé para esas cerca de dos horas. Y es que, en el fondo, esta película no deja de ser un íntimo y agridulce "cuento real" que seduce progresivamente al espectador con su calidad estilística y humana hasta sumergirlo en ese ambiente casi mágico en el que tanto lo rural como lo urbano respira un aire finisecular (la segunda mitad del siglo XIX) y donde todo cambia antes de lo imaginado, incluso la suerte. Esa fortuna que, con su presencia y ausencia, marca la vida de los hermanos Martín y Joaquín Eleicegui, protagonistas del film.
Por poner una pega a este excelente drama y así no pecar de fanatismo, tal vez señalaría esa secuencia que muestra el encuentro entre el Gigante de Alzo y la niña-reina Isabel II, momento que, para no destriparlo, me limitaré a decir que me recordó a esa hilarante escena de El jovencito Frankenstein donde Igor dice un genial "Pues va a ser muy popular" y que creo que chirría con el tono dramático que baña esta estupenda producción. Cuestión de gustos supongo.
No obstante, y por rematar, he de admitir que Handia me ha gustado más de lo que pensaba. Es una de esas raras veces en que las altas expectativas se ven incluso superadas. Tal vez porque demuestra con talento que hasta las más absolutas grandiosidad y universalidad caben dentro de las pequeñas cosas. Y esta película, la del gigantesco Miguel Joaquín Eleicegui, está llena de esas pequeñas cosas.


Por poner una pega a este excelente drama y así no pecar de fanatismo, tal vez señalaría esa secuencia que muestra el encuentro entre el Gigante de Alzo y la niña-reina Isabel II, momento que, para no destriparlo, me limitaré a decir que me recordó a esa hilarante escena de El jovencito Frankenstein donde Igor dice un genial "Pues va a ser muy popular" y que creo que chirría con el tono dramático que baña esta estupenda producción. Cuestión de gustos supongo.
No obstante, y por rematar, he de admitir que Handia me ha gustado más de lo que pensaba. Es una de esas raras veces en que las altas expectativas se ven incluso superadas. Tal vez porque demuestra con talento que hasta las más absolutas grandiosidad y universalidad caben dentro de las pequeñas cosas. Y esta película, la del gigantesco Miguel Joaquín Eleicegui, está llena de esas pequeñas cosas.
domingo, 5 de noviembre de 2017
Apadrina un separatista
Olvídate de perros, gatos y niños del tercer mundo. La próxima temporada navideña el apadrinamiento estrella va a ser el que tenga por beneficiario a un separatista catalán. Sólo así me explico esta marejada de victimismo sobreprotector que rodea a los procesados por el "procés", especialmente desde que unos están en prisión provisional y otros huyendo de ella, y que presenta a estos tipos poco menos que como unos Gandhis a los que el pérfido Estado está tratando como si fueran Charles Manson. Resulta que, por un lado, hay quien clama por esta banda de gremlins como si fueran unos teletubbies que pacían tranquilamente en praderas catalanas hasta que sufrieron un rapto de las sabinas made in Spain. Y, por otro, hay quien reivindica hagiográficamente sus hazañas como si fueran unos émulos de William Wallace pero con cara de Puigdemont en lugar de Mel Gibson. El paso del "procés" al procesamiento ha abierto las puertas del despiporre. Porque despiporre es, por ejemplo, criticar a la Justicia por funcionar con la escrupulosidad, diligencia, velocidad y contundencia necesarias, hito este que por cierto debería ser analizado por Íker Jiménez porque es todo un fenómeno extraño en un país acostumbrado desde tiempos inmemoriales a que la Justicia funcione mal o directamente ni funcione. Para una pu*a vez que la Justicia actúa bien, le llueven las críticas: todo muy español. Igual que es un despiporre ignorar deliberadamente que lo que está haciendo el separatismo catalán desde hace meses no es otra cosa que transgredir conscientemente todas las líneas éticas, democráticas, prudentes, responsables y legales vigentes en cualquier país civilizado. Como es un despiporre creer que este vodevil a medio camino entre la astracanada de Muñoz Seca y el esperpento de Valle-Inclán se iba a finiquitar con un buenista "tranquilos, invita la casa". Como es despiporre alegar que todo esto no es más que una cruenta persecución ideológica por parte de un Estado opresor y totalitario alérgico a la disidencia. Pues mira no. Presentar a los procesados como los héroes de esta función es un error tan grave y obsceno como presentar a los violadores como víctimas.
Creo que buena parte del shock anafiláctico que padece estos días cierta parte de la población española se curaría abandonando esa ignorancia que es tan fértil para la demagogia y el garrulismo. Por ejemplo, cualquiera que sepa un mínimo de Derecho, o, al menos, de Derecho penal, sabe que la prisión provisional es una medida cautelar que está perfecta y legalmente habilitada para evitar, entre otras cosas, la comisión de más delitos, el entorpecimiento de la instrucción y/o la fuga del sujeto en cuestión, es decir, no es una medida que se toma "porque sí" sino que se recurre a ella cuando hay razones fundadas para creer que así se evitan males mayores, incluso para los propios "presuntos", que, de otro modo, podrían caer en el error de ver agravadas las calificaciones penales en su contra. Y si alguien duda de esto, que se dé un paseo por la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim para los amigos) y luego ya hablamos. Por tanto, la prisión provisional que ha puesto a Junqueras y cía en el sitio que legal y procesalmente les corresponde actualmente no es una medida exagerada y menos aún a tenor de los últimos acontecimientos, esos protagonizados por ese ridículo imbécil que se ha refugiado en el edén europeo para delincuentes de todo pelaje conocido como Bélgica, porque, las cosas como son, lo que ha hecho Puigdemont con su heroica huida ha sido poner blanco y en botella la prisión provisional como medida cautelar a imponer al resto de los no tan cobardes miembros del ex Govern.
Igualmente, peca de ignorante quien piense que lo que se está juzgando es una ideología. Si eso fuera así, tipos como Tardá, Rufián y demás séquito teratológico estarían camino del juzgado o del presidio y, sin embargo, están libres, para desgracia de la vista y el oído. No, aquí no se está juzgando si un tipo es republicano, independentista, cienciólogo, coprófilo o vegano; lo que se está juzgando es hasta dónde se ha pasado por el forro unas leyes una panda de cretinos jugando al totalitarismo de provincias cometiendo urbi et orbe unos (presuntos) delitos, para alegría de sus huestes y vergüenza de los demás. Eso es lo que se está juzgando: lo que han hecho, no lo que piensan. Punto. ¿Y qué es lo que han hecho? Lo siguiente: promover una independencia unilateral contraria a la Constitución de 1978 (ya que vas a delinquir, delinque a lo grande) al calor de un referéndum ilegal y chirigotesco en fondo y forma, alterando el orden público y la convivencia, amparándose en unas normas suspendidas o anuladas por el Tribunal Constitucional y escudándose tras una minoría de votos (que no de escaños), ninguneando así a más de la mitad de los catalanes, a la totalidad del resto de españoles y al ordenamiento legal vigente en toda España. Eso es, en síntesis, lo que han hecho estas bellísimas personas: pasarse por el forramen la democracia y la legalidad. Por eso, corresponde a la Justicia, y no al tertuliano, el cura, el taxista, el mesonero o la portera de turno determinar su responsabilidad y la "factura" a pagar. Punto. Alegar que esto es una caza de brujas ideológica es algo tan delirante como decir que a un pederasta se le persigue por sus gustos gastronómicos. Por eso, hablar de "presos políticos" no sólo es absurdo sino una vergonzosa falta de respeto para los represaliados políticos. Presos políticos hay en Rusia, Cuba, Venezuela, China, Corea del Norte...pero en España lo único que hay son políticos presos, aunque por desgracia sería necesario que hubiera muchos más (políticos en prisión) visto el nauseabundo nivel que ha alcanzado la corrupción en este país en las últimas décadas.
También demuestra una innegable ignorancia quien propone una solución política y dialogada a lo que es (presuntamente) una clara vulneración legal. ¿Qué hacemos con las leyes? ¿Las mandamos a la papelera? ¿Quemamos el Código Penal? ¿Y con los jueces? ¿Los enviamos a sus casas? Buscar una solución paccionada a los presuntos delitos cometidos es como sustituir a un cirujano por un homeópata para curar a alguien al que le han sacado las tripas de un navajazo.
Así las cosas, no me cabe duda que esta ola de amor y piedad en torno a estos inocentísimos hijos de su santísima madre que son Puigdemont, Junqueras, Forcadell y cía no puede concluir de otra manera que no sea con un masivo apadrinamiento de luchadores por la libertad del oprimido, reprimido y deprimido "poble" catalán. Yo, por mi parte, apadrinaré un separatista tan pronto como me haya emasculado sin anestesia, afiliado al PP y hecho socio del Real Madrid.
miércoles, 1 de noviembre de 2017
Honor y reputación
Fin. El Ministerio del Tiempo ha concluido. Y lo ha hecho con un capítulo nostálgico, entrañable, cómplice y autorreferencial; el complemento perfecto a ese otro desenlace, el del penúltimo capítulo, que, más allá del cierre de las principales tramas, fue un auténtico muestrario de calidad y calidez humana.
Finaliza así una producción que empezó teniendo espectadores y acabó por tener cómplices, partes indispensables de esta ficción a la que los contratiempos y las puñaladas domésticas han convertido en una epopeya casi subversiva contenida en una serie de culto y de culturas con proyección intergeneracional (e internacional gracias a Netflix). Una ficción que ha ido creciendo y arriesgando en cada paso sin prejuicios ni miedos, apoyándose para ello en el impagable pundonor de un sensacional equipo y el aliento de esa magmática, creativa y apasionada soldadesca llamada "ministéricos".
Foto: Tamara Arranz |
Tras 34 capítulos y tres temporadas, El Ministerio del Tiempo ha enseñado que hay otra forma de contar la Historia y contar historias; que la mezcla y el mestizaje tienen mucho de tesoro; que la dignidad no se negocia; que pocas cosas hay más poderosas que el talento puesto al servicio del esfuerzo; que derrochando coraje y corazón siempre se compite como el mejor; que "Olivares" a muchos ya nos suena más a dos formidables cracks que a cierto Conde Duque; que la narrativa transmedia está aquí para quedarse; que hay otras formas de consumir televisión; que los audímetros son como teléfonos de cabina; que el Arte puede estar a la vuelta de un fotograma; que el riesgo siempre merece la pena; que el entretenimiento puede ser un arma de divulgación masiva; que la Cultura puede ser trending topic; que el orgullo de ser español no está en iconos ni emblemas oficiales ni en argumentarios patrioteros destilados de propaganda inflamada sino en dos cosas que hoy parecen en extinción tanto en la esfera pública como en la privada: tener la valentía suficiente para ser honesto y tener la honestidad suficiente para ser valiente. Dos cualidades que brillan con luz propia en ese trasfondo ético, moral e íntimo que ampara las tramas y los personajes de esta excepcional serie.
Foto: Tamara Arranz |
Por si esto fuera poco, esta temporada, la tercera, además de realzar las virtudes de sus predecesoras, ha remarcado algo que creo que es muy importante y novedoso: que el significado está más allá de los significantes, que el concepto sobrevive a los nombres, que el espíritu trasciende lo particular. Por eso, las variantes en la configuración de "la patrulla", motivadas en parte por bajas en principio tan notorias como las de Julián y Amelia, han servido para enriquecer y ampliar lo que ya había, como quien añade nuevos matices a un cuadro pincelada a pincelada. Algo que, por cierto, los que conocemos tebeos de La Patrulla X, Los Vengadores o La Liga de la Justicia o series como Doctor Who, ya teníamos aprendido. Estar abierto al cambio es un buen remedio para evitar quedarte atrás. Y eso es una de las muchas lecciones que El Ministerio del Tiempo nos ha legado. Por eso, no cabe más que dar gracias a Aura, Rodolfo, Nacho, Hugo, Macarena, Jaime, Cayetana, Juan, Francesca, Susana, Julián, Natalia y ese estupendo y entrañable "etcétera" que ha consolidado a la serie como hito. El mismo agradecimiento debido a los hermanos Olivares, las hermanas Schaaff, Marc Vigil y todos y cada uno de los directores y guionistas que han hecho posible este milagro de la resiliencia contra viento y marea.
El Ministerio del Tiempo no es la serie que esta TVE merece pero sí es la serie que toda televisión pública necesita por su calidad, honradez, talento e interés. Lo que es seguro es que se trata de una producción que, pase lo que pase, no olvidaremos quienes ya la tenemos en un lugar privilegiado de esa videoteca que es el corazón.
Por eso, por todo lo vivido hasta aquí, por todo lo aprendido hasta hoy, por todo lo compartido hasta ahora, por todas las aventuras dentro y fuera de la serie de las que nos hemos sentido parte en estas tres temporadas, sólo queda la opción de poner la gratitud en la garganta y despedirla con esa proclama que empezó siendo de Spínola y hoy es santo y seña de los entusiastas tercios ministéricos: ¡Honor y reputación!
Ni truco ni trato
Noche de terror en el Metropolitano, donde se dieron cita todos los fantasmas que atormentan al Atlético esta temporada y que cualquier hincha rojiblanco puede recitar como una tabla de multiplicar. Ni truco ni trato: la nada, la impotencia, la incapacidad empíricamente demostrada. Y lo más preocupante y novedoso es que los pitos han salido de sus tumbas y comienzan a merodear por las gradas como lobos, espoleados por un 1-1 que sólo deja una estela de innegable decepción.
El Atleti quizá quiera pero es obvio que no puede: por eso, siendo honestos, tal vez no merezca pasar de ronda porque no ha hecho méritos ni a la altura de la competición ni a la de su propia historia reciente. Punto. Es como ese mal estudiante que hace los deberes tarde y mal. Y el equipo rojiblanco, hoy por hoy, tiene varios deberes sin hacer. De ahí este sabor a réquiem, este olor a desencanto, esta sensación de crepúsculo.
El Atlético se ha metido solo en un trance tan delicado que ya toda salida del mismo pasa por lo improbable, lo inverosímil, lo milagroso. Y eso es difícil de asumir cuando las expectativas eran fundadamente agradables. Pero es lo que hay: hipótesis, cálculos y conjeturas donde debería haber buenas noticias.
De nada sirve tener un estadio y una afición de Champions cuando la garra, la lucha, la intensidad, el coraje, la ambición caníbal, el corazón deja de ser la norma para ser una excepción, un simple espejismo, como el que se vio al comienzo de la primera parte y durante un buen trecho de la segunda, esa en la que el Atleti se volcó contra el mediocre rival sólo para comprobar que la fortuna sigue mirando al equipo madrileño con ojos de "contigo no, bicho". De nada sirve la efectista retórica del Cholo o las promesas de los estandartes rojiblancos cuando, por ejemplo, el equipo tiene menos puntería que un teletubbi o cuando ver un buen pase en el mediocampo es tan frecuente como encontrarse con Mónica Bellucci en el ascensor. No todo es cuestión de (mala) suerte. También influye el merecimiento. Y el Atleti, actualmente, no hace méritos para merecer otra cosa que no sean estos tropezones.
Así las cosas, a los aficionados sólo nos queda una salida de emergencia: hacer un salto de fe que ni los de Assassin's creed. Fe, sí, porque la realidad no devuelve ya las llamadas. Una situación muy desgradable que será aprovechada por los haters y trolls para seguir esparciendo mierda contra todo y contra todos. A mí el Atleti me enseñó desde niño que querer a tu equipo es innegociable, aunque duela, aunque la lógica te abofetee, aunque no se lo merezca, aunque te deje el ánimo por el suelo y el enfado por las nubes. Allá cada cual. Yo, en esta nefasta y oscura noche, seguiré teniendo como brújula dos palabras: ¡aúpa Atleti!
El Atleti quizá quiera pero es obvio que no puede: por eso, siendo honestos, tal vez no merezca pasar de ronda porque no ha hecho méritos ni a la altura de la competición ni a la de su propia historia reciente. Punto. Es como ese mal estudiante que hace los deberes tarde y mal. Y el equipo rojiblanco, hoy por hoy, tiene varios deberes sin hacer. De ahí este sabor a réquiem, este olor a desencanto, esta sensación de crepúsculo.
El Atlético se ha metido solo en un trance tan delicado que ya toda salida del mismo pasa por lo improbable, lo inverosímil, lo milagroso. Y eso es difícil de asumir cuando las expectativas eran fundadamente agradables. Pero es lo que hay: hipótesis, cálculos y conjeturas donde debería haber buenas noticias.
De nada sirve tener un estadio y una afición de Champions cuando la garra, la lucha, la intensidad, el coraje, la ambición caníbal, el corazón deja de ser la norma para ser una excepción, un simple espejismo, como el que se vio al comienzo de la primera parte y durante un buen trecho de la segunda, esa en la que el Atleti se volcó contra el mediocre rival sólo para comprobar que la fortuna sigue mirando al equipo madrileño con ojos de "contigo no, bicho". De nada sirve la efectista retórica del Cholo o las promesas de los estandartes rojiblancos cuando, por ejemplo, el equipo tiene menos puntería que un teletubbi o cuando ver un buen pase en el mediocampo es tan frecuente como encontrarse con Mónica Bellucci en el ascensor. No todo es cuestión de (mala) suerte. También influye el merecimiento. Y el Atleti, actualmente, no hace méritos para merecer otra cosa que no sean estos tropezones.
Así las cosas, a los aficionados sólo nos queda una salida de emergencia: hacer un salto de fe que ni los de Assassin's creed. Fe, sí, porque la realidad no devuelve ya las llamadas. Una situación muy desgradable que será aprovechada por los haters y trolls para seguir esparciendo mierda contra todo y contra todos. A mí el Atleti me enseñó desde niño que querer a tu equipo es innegociable, aunque duela, aunque la lógica te abofetee, aunque no se lo merezca, aunque te deje el ánimo por el suelo y el enfado por las nubes. Allá cada cual. Yo, en esta nefasta y oscura noche, seguiré teniendo como brújula dos palabras: ¡aúpa Atleti!
martes, 31 de octubre de 2017
Un Don Juan diferente
Tal es mi historia, señores; pagado de mi valor, quiso el mismo Emperador dispensarme sus favores. Y aunque oyó mi historia entera, dijo: «Hombre de tanto brío merece el amparo mío; vuelva a España cuando quiera»; y heme aquí en Sevilla ya...La espléndida cena apenas dejaba ver una porción vacía del ornado mantel en el que comían como insaciables carroñeros aquellos tres caballeros. La luz de las velas arrojaba fantasmas imposibles sobre las paredes de aquel salón ebrio de camaradería en el que el olor a vino, sudor y carne asada abrigaba anécdotas, bocados y eructos por igual. Tras años sin verse, mucho tenían que contarse y engañarse aquellos hombres que antaño competían por ver quién arrebataba más vidas y virginidades. Y así, mientras sus mentes relamían las heridas abiertas y las vaginas profanadas, llegó un nuevo brindis exaltado...en burla y memoria de un muerto: Mas yo, que no creo que haya más gloria que esta mortal, no hago mucho en brindis tal; mas por complaceros, ¡vaya! Y brindo a que Dios te dé la gloria, Comendador. En ese momento, un aldabonazo rompió la fiesta, quedando sólo en pie el silencio. Tras unos instantes de inquietud, los comensales volvieron a su onanismo nostálgico y retornaron a la placentera calma de sus historias de sangre, acero y semen...hasta que, de nuevo, un golpe tronó en las parades de la casa. Y luego otro. Y otro. Y otro más. El aire se volvió pesado, rancio y pestilente, como si el salón se hubiera tornado el vientre vacío y putrefacto de un cadáver. La sangre era un río helado por el que navegaba el miedo. Pasaron de siete ya los misteriosos golpes cuando el anfitrión, para calmar a sus dos inquietos invitados y tal vez a sí mismo, apuró un trago de vino y les instó a conservar la calma, achacándolo todo a una broma...que él estaba dispuesto a seguir al exclamar desafiante: ¡Señores! ¿A qué llamar? Los muertos se han de filtrar por la pared; adelante. Dicho esto, puertas y ventanas reventaron y por ellas se colaron decenas de muertos hambrientos de vida. Todo se resolvió muy pronto. El primero en morir fue el leal criado, Ciutti, a quien una ramera degollada había arrancado la nuca de un mordisco y con cuyas tripas jugaban risueñas dos niñas gemelas fallecidas por las fiebres hacía diez inviernos. El siguiente fue don Rafael de Avellaneda, a quien un viejo indiano había arrancado el esternón, convirtiendo su orlada pechera en masa deforme por la que se escurrían sangre y vísceras por igual, para regocijo de los asaltantes de ultratumba. Por suerte, su amigo, el capitán Centella, no pudo ver el triste final de su camarada porque para entonces una dama de la alta sociedad sevillana, fallecida al ser madre hacía tres años, degustaba sus dos globos oculares como si fueran exquisito caviar mientras un truhán sin media cara y un alguacil con un balazo que le salía por el ojo le arrancaban brazos y piernas con la facilidad de quien despiezaba un pollo asado. En cuanto al anfitrión, don Juan, vio cómo el apellido de los Tenorio se extinguía mientras el comendador Gonzalo de Ulloa hundía su huesuda mano en su columna vertebral, don Luis Mejía hincaba sus dientes limpios de carne en su mano diestra, don Diego trataba torpemente de arrancar el brazo izquierdo de su hijo y doña Inés sumergía por última vez su boca en su carnosa entrepierna hasta que la sangre salió disparada tiñendo de escarlata los roídos hábitos blancos de la que fuera novicia. Y así, mientras le arrancaban la vida, bajo el enjambre gutural de los muertos, don Juan Tenorio pronunció sus últimas palabras: ¡Ay, joder!
Interior residencia noche
Por la noche, la residencia era distinta. No había el intenso olor de los rosales que flanqueaban el jardín donde pasear los recuerdos raídos. Ni el cortante viento del páramo avivaba hasta la azotea de pizarra el frescor del césped recién regado. Ni sus lustrosos pasillos olían a la asepsia de la lejía. Ni el hilo musical animaba los murmullos del gran salón con melodías de los años cuarenta. Ni las caras de los residentes mostraban la química resignación de los medicamentos. Ni el director que soñaba con ser directora echaba cuentas en su despacho entre los gastos de los vivos y de los muertos. Ni la risueña recepcionista obesa hacía crucigramas en su escritorio mientras esperaba alguna visita. Ni el crematorio alentaba los muros del sótano con el calor del olvido. Ni la lánguida carretera que apenas partía la desolada explanada era transitada por coches que pasaban de largo. Por la noche, todo era distinto. La luna desangraba los colores de la fachada mientras la helada reptaba entre las ventanas enrejadas. Las cañerías gargareaban bajo el ladrillo un blues de ratas y detritos. El techo se impregnaba del olor a sudor y orín de quienes manchaban de sí mismos pijamas y sábanas. Los pasillos lloraban la orfandad de pasos bajo la incierta lumbre de las luces de emergencia. Las puertas de metal de las habitaciones sofocaban las gargantas quebradas y los corazones acelerados de quienes pesadilleaban a un lado u otro de la almohada. Y en el sótano sólo quedaba un mantillo de polvo y ceniza. Por eso le encantaba la noche. Porque él era distinto. Porque él, como la noche, sólo podía existir cuando el mundo cerraba los ojos. Porque él, como las pesadillas, solamente tenía cuatrocientos ochenta minutos para demostrar de lo que era capaz. Aquella noche, tocaba la habitación número 40, en la tercera planta. Como tantas veces antes, hurgó en el bolsillo de su bata y sacó el llavero. Inspiró una...dos...tres veces. Se colocó los auriculares en sus oídos. Subió el volumen y dejó que el Réquiem de Mozart fuera su única conciencia. Se humedeció los labios. Se caló la máscara. Sonrió y abrió la puerta. Al otro lado, en su cama, sobre un colchón raquítico, dormía sedada por las pastillas la señora Charlotte. Cerró con cuidado la puerta. Corrió el pestillo. Se quitó en silencio sus mocasines y se aproximó sigiloso hasta su cama. A sus noventa y tres años, la ardiente belleza de su juventud había quedado reducida a unas ascuas de piel y hueso. El látex de la máscara se humedeció con el aliento excitado. Inspiró una...dos...tres veces. Aproximó su mano hasta la boca de la señora Charlotte. Ella abrió los ojos y él apagó su grito.
Media hora más tarde, él salió de la habitación. Se quitó la máscara y una sonrisa triunfal emergió de las profundidades de su alma. Al fin y al cabo, ¿quién iba a preocuparse por una anciana senil y sin familia? ¿Quién iba a creer que el diablo lleva bata blanca, zapatos italianos y consume caramelos mentolados?
Media hora más tarde, él salió de la habitación. Se quitó la máscara y una sonrisa triunfal emergió de las profundidades de su alma. Al fin y al cabo, ¿quién iba a preocuparse por una anciana senil y sin familia? ¿Quién iba a creer que el diablo lleva bata blanca, zapatos italianos y consume caramelos mentolados?
Los otros monstruos
Al amanecer, ya sólo quedaba el silencio y el brillo húmedo del frío. Ya no había máscaras ni disfraces, ni estómagos llenos ni copas vacías, ni risas de hiena ni palabras de carrusel, ni miradas perdidas ni cuerpos encontrados, ni tacones en las calles ni pensamientos bajo el neón. Sólo quedaba en pie el miedo. Ya no había ni brujas ni vampiros, ni fantasmas ni asesinos, ni muertos ni revividos, ni criaturas imposibles ni improbables sinsentidos. Los monstruos de todos se habían vuelto a dormir en su cama de hueso a la sombra del escalofrío, allí donde anidan todos los temores que nos acercan al filo abisal del vacío que es la muerte. Sólo quedaban en pie los otros monstruos. Los que no necesitan ni máscara ni disfraz ni maquillaje. Los que no son hijos de ninguna ficción. Los que tienen carne y hueso y nombre y apellidos. Los que respiran. Los que viven. Son los otros monstruos. Los que son capaces de violar a una mujer, golpear a un anciano o abusar de un niño. Los que ríen convirtiendo las vidas en hilos. Los que hacen de la maldad estadísticas y datos fríos. Los que transforman el silencio en la crónica de un aullido. Los que rompen el mundo en llanto y grito. Los que envenenan el aire que respiro. Los que reparten el apocalipsis a domicilio. Los que desgarran sin pedir permiso. Los que convierten cuerpos en nichos. Los que quiebran sonrisas y destinos. Los que vacían el sentido. Y a éstos, a los otros monstruos no hay Halloween que los conjure porque el horror nunca espera.
domingo, 29 de octubre de 2017
Control + C, Control + V
Control + C. Control + V. Y así todo el rato. El Atlético lleva semanas instalado en un bucle de mediocridad. El partido contra el Villarreal fue una nueva y desgraciada muestra de ello. Analizar aquí los males que aquejan actualmente al Atleti sería repetirse más que una canción del verano y, sinceramente, no quiero. Como no quiero comentar el encuentro en sí porque básicamente volvió a ser más de lo mismo que llevamos viendo de un tiempo a esta parte: un equipo perdiendo puntos más por culpa de sus defectos que de las virtudes del rival de turno. Al menos el partido, sin ser bueno, no fue tan malo como los previos: en el país de los ciegos el tuerto es rey.
Lo único que tengo claro es que conforme pasan los partidos la realidad está más cerca de dar la razón a esa banda de haters oportunistas que llevan semanas trolleando sin piedad ni respeto ni memoria que de dar la razón a Simeone, cuyo discurso acrítico y optimista cada vez resulta menos verosímil en un contexto de creciente frustración y a quien parece que ya no le quedan conejos en la chistera para seguir haciendo magia con este equipo.
Para mí, la cuestión ya no sólo es la escandalosa falta de puntería ni el agujero negro que dejó en el mediocampo la retirada de Tiago ni la porosidad defensiva en momentos decisivos ni ese incomprensible automatismo que lleva a recular hacia la portería de Oblak sin haber sentenciado el partido ni la edad pesando y pasando por encima de la vieja guardia. La cuestión es que a un equipo que basa su razón de ser en competir no le pueden remontar como le están remontando equipos de toda condición. Tan sencillo y duro como eso. Sí, los jugadores rojiblancos compiten, pero no son lo suficientemente competitivos y, en algunos casos, ni siquiera competentes. Por eso el Atleti no está muerto pero se va desangrando camino de esas Urgencias llamadas Enero, con la esperanza de que los doctores Costa y Vitolo no lo reciban demasiado tarde para obrar un milagro digno de Lourdes.
Habrá quien ante todo esto siga recurriendo a la épica o a la retórica o al relativismo o al pataleo. Yo me seguiré dedicando a animar al equipo aunque me sienta como la orquesta del Titanic. Porque en esto consiste ser hincha del Atlético: en animar, animar, animar y volver a animar pese a todo y pese a todos. Algo que, por cierto, harían bien en recordar quienes ayer dimitieron como hinchas durante toda la primera parte.
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