martes, 31 de octubre de 2017
Un Don Juan diferente
Tal es mi historia, señores; pagado de mi valor, quiso el mismo Emperador dispensarme sus favores. Y aunque oyó mi historia entera, dijo: «Hombre de tanto brío merece el amparo mío; vuelva a España cuando quiera»; y heme aquí en Sevilla ya...La espléndida cena apenas dejaba ver una porción vacía del ornado mantel en el que comían como insaciables carroñeros aquellos tres caballeros. La luz de las velas arrojaba fantasmas imposibles sobre las paredes de aquel salón ebrio de camaradería en el que el olor a vino, sudor y carne asada abrigaba anécdotas, bocados y eructos por igual. Tras años sin verse, mucho tenían que contarse y engañarse aquellos hombres que antaño competían por ver quién arrebataba más vidas y virginidades. Y así, mientras sus mentes relamían las heridas abiertas y las vaginas profanadas, llegó un nuevo brindis exaltado...en burla y memoria de un muerto: Mas yo, que no creo que haya más gloria que esta mortal, no hago mucho en brindis tal; mas por complaceros, ¡vaya! Y brindo a que Dios te dé la gloria, Comendador. En ese momento, un aldabonazo rompió la fiesta, quedando sólo en pie el silencio. Tras unos instantes de inquietud, los comensales volvieron a su onanismo nostálgico y retornaron a la placentera calma de sus historias de sangre, acero y semen...hasta que, de nuevo, un golpe tronó en las parades de la casa. Y luego otro. Y otro. Y otro más. El aire se volvió pesado, rancio y pestilente, como si el salón se hubiera tornado el vientre vacío y putrefacto de un cadáver. La sangre era un río helado por el que navegaba el miedo. Pasaron de siete ya los misteriosos golpes cuando el anfitrión, para calmar a sus dos inquietos invitados y tal vez a sí mismo, apuró un trago de vino y les instó a conservar la calma, achacándolo todo a una broma...que él estaba dispuesto a seguir al exclamar desafiante: ¡Señores! ¿A qué llamar? Los muertos se han de filtrar por la pared; adelante. Dicho esto, puertas y ventanas reventaron y por ellas se colaron decenas de muertos hambrientos de vida. Todo se resolvió muy pronto. El primero en morir fue el leal criado, Ciutti, a quien una ramera degollada había arrancado la nuca de un mordisco y con cuyas tripas jugaban risueñas dos niñas gemelas fallecidas por las fiebres hacía diez inviernos. El siguiente fue don Rafael de Avellaneda, a quien un viejo indiano había arrancado el esternón, convirtiendo su orlada pechera en masa deforme por la que se escurrían sangre y vísceras por igual, para regocijo de los asaltantes de ultratumba. Por suerte, su amigo, el capitán Centella, no pudo ver el triste final de su camarada porque para entonces una dama de la alta sociedad sevillana, fallecida al ser madre hacía tres años, degustaba sus dos globos oculares como si fueran exquisito caviar mientras un truhán sin media cara y un alguacil con un balazo que le salía por el ojo le arrancaban brazos y piernas con la facilidad de quien despiezaba un pollo asado. En cuanto al anfitrión, don Juan, vio cómo el apellido de los Tenorio se extinguía mientras el comendador Gonzalo de Ulloa hundía su huesuda mano en su columna vertebral, don Luis Mejía hincaba sus dientes limpios de carne en su mano diestra, don Diego trataba torpemente de arrancar el brazo izquierdo de su hijo y doña Inés sumergía por última vez su boca en su carnosa entrepierna hasta que la sangre salió disparada tiñendo de escarlata los roídos hábitos blancos de la que fuera novicia. Y así, mientras le arrancaban la vida, bajo el enjambre gutural de los muertos, don Juan Tenorio pronunció sus últimas palabras: ¡Ay, joder!
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