Por la noche, la residencia era distinta. No había el intenso olor de los rosales que flanqueaban el jardín donde pasear los recuerdos raídos. Ni el cortante viento del páramo avivaba hasta la azotea de pizarra el frescor del césped recién regado. Ni sus lustrosos pasillos olían a la asepsia de la lejía. Ni el hilo musical animaba los murmullos del gran salón con melodías de los años cuarenta. Ni las caras de los residentes mostraban la química resignación de los medicamentos. Ni el director que soñaba con ser directora echaba cuentas en su despacho entre los gastos de los vivos y de los muertos. Ni la risueña recepcionista obesa hacía crucigramas en su escritorio mientras esperaba alguna visita. Ni el crematorio alentaba los muros del sótano con el calor del olvido. Ni la lánguida carretera que apenas partía la desolada explanada era transitada por coches que pasaban de largo. Por la noche, todo era distinto. La luna desangraba los colores de la fachada mientras la helada reptaba entre las ventanas enrejadas. Las cañerías gargareaban bajo el ladrillo un blues de ratas y detritos. El techo se impregnaba del olor a sudor y orín de quienes manchaban de sí mismos pijamas y sábanas. Los pasillos lloraban la orfandad de pasos bajo la incierta lumbre de las luces de emergencia. Las puertas de metal de las habitaciones sofocaban las gargantas quebradas y los corazones acelerados de quienes pesadilleaban a un lado u otro de la almohada. Y en el sótano sólo quedaba un mantillo de polvo y ceniza. Por eso le encantaba la noche. Porque él era distinto. Porque él, como la noche, sólo podía existir cuando el mundo cerraba los ojos. Porque él, como las pesadillas, solamente tenía cuatrocientos ochenta minutos para demostrar de lo que era capaz. Aquella noche, tocaba la habitación número 40, en la tercera planta. Como tantas veces antes, hurgó en el bolsillo de su bata y sacó el llavero. Inspiró una...dos...tres veces. Se colocó los auriculares en sus oídos. Subió el volumen y dejó que el Réquiem de Mozart fuera su única conciencia. Se humedeció los labios. Se caló la máscara. Sonrió y abrió la puerta. Al otro lado, en su cama, sobre un colchón raquítico, dormía sedada por las pastillas la señora Charlotte. Cerró con cuidado la puerta. Corrió el pestillo. Se quitó en silencio sus mocasines y se aproximó sigiloso hasta su cama. A sus noventa y tres años, la ardiente belleza de su juventud había quedado reducida a unas ascuas de piel y hueso. El látex de la máscara se humedeció con el aliento excitado. Inspiró una...dos...tres veces. Aproximó su mano hasta la boca de la señora Charlotte. Ella abrió los ojos y él apagó su grito.
Media hora más tarde, él salió de la habitación. Se quitó la máscara y una sonrisa triunfal emergió de las profundidades de su alma. Al fin y al cabo, ¿quién iba a preocuparse por una anciana senil y sin familia? ¿Quién iba a creer que el diablo lleva bata blanca, zapatos italianos y consume caramelos mentolados?
martes, 31 de octubre de 2017
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