miércoles, 22 de noviembre de 2017

Sandy

El 22 de noviembre de 1963 Sandy sólo tenía ganas de llorar. Aquella mañana el mundo se le había roto. Y los colores, todos, se habían retirado como payasos fracasados dejado una huella de blanco y negro en todo lo que podían ver sus ojos. Y los sonidos, todos, se habían vestido con el pesado luto del silencio porque aquello era lo único que entendían sus oídos. Y los sabores, todos, se habían vuelto tan amargos que su estómago se tomó el día libre. Y las sensaciones, todas, se habían borrado de su piel convirtiéndola en un imenso folio helado donde escribir condolenicas. Y los pensamientos y los sueños y las inquietudes que agitaban febriles su mente de noria se habían esfumado como un eco fantasmal, dejando el sitio suficiente para que cupiera el vacío, el agujero, la herida, la nada, la muerte. Y así estaba ella, en el jardín, recostada junto al porche, escondida de un mundo cruel, manchando con la hojarasca el abrigo que le regaló su abuela por su cumpleaños, con los ojos llorosos, la nariz moqueando y sus manitas apretadas con rabia bajo sus guantes de lana. Porque, aquella mañana, Sandy había conocido la muerte y lo único que le preocupaba era llorar, llorar con toda la fuerza de quien apenas ha aprendido a leer y ya quiere entender la vida, llorar como si las lágrimas obraran milagros, como si la pena de una niña de seis años fuera capaz de hacer recapacitar a la muerte. Dentro, en la casa, sus padres no tenían tiempo de consolarla ni de explicarle nada ni de engañarla ni de distraerla: en la radio había muerto una persona, en el televisor había muerto una persona y en Dallas había muerto el presidente de su país. Pero, aquella mañana, a Sandy, lo único que le importaba era que había muerto su gata.

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