Hoy es el Día Mundial contra el Cáncer. Una conmemoración que puede parecer "innecesaria" para una de las enfermedades por desgracia más conocidas, comunes y devastadoras en nuestra sociedad. Ahí están las cifras para contarlo: en España, el cáncer afectó sólo en 2017 a cerca de 230.000 personas, está en el podio de causas de estancia hospitalaria, es el principal responsable de las muertes en hospitales (casi el 25%) y una de las primeras causas de fallecimientos en nuestro país. Así las cosas, resulta complicado encontrar a alguien que viva ajeno a esta maldita enfermedad. Todos conocemos a personas con cáncer y todos hemos perdido por el cáncer a personas cercanas y/o estamos cerca en lo afectivo de gente a la que esta enfermedad ha privado de un ser querido. Por eso, todos sabemos que el cáncer no es sólo lo que hace con tu cuerpo, ni tampoco con tu economía (agrava o aboca a la pobreza a cerca de 25.000 personas al año) o con la gente a la que quieres sino lo que hace con tu psique, que no es otra cosa que ponerla a prueba mientras revisas tu propio expediente biográfico, peritando tus hitos y fracasos, tus alegrías y tus penas, tus aciertos y tus carencias, tus oportunidades aprovechadas y tus oportunidades perdidas. El cáncer es quizás uno de los recordatorios más crueles de que vivimos colindando con el vacío, de que la muerte no sigue guiones, de que la existencia es una evaluación continua, de que diferir, postergar o retrasar algo es el atajo más corto a que se nos quede en el tintero, de que lo humano no es divino sino biológico, de que la vida no (te) espera. Dicho otro modo: es una de las más brutales actualizaciones del célebre memento mori latino con el que, en la Antigua Roma, un humilde siervo recordaba al triunfal general su condición mortal para atajar cualquier regodeo en la soberbia. Es, a pesar de las "esperanzadoras" estadísticas (el 53% de las personas con cáncer en España se cura), una de las principales encarnaciones de la Muerte y eso saca de nosotros los pavores más ancestrales del ser humano, de modo que no pocas personas ven en esta enfermedad un tabú, un motivo para el eufemismo o una razón para el temor reverencial, como si fuera la Santa Compaña. Y, no, no estoy escribiendo desde el postureo ni con un afán retórico porque yo no soy ajeno al cáncer: un familiar muy cercano y una buena amiga de mi familia han padecido esta enfermedad, la misma que ha roto el corazón a amistades a las que quiero. Así que no, esto no es un bla-bla-bla.
Hace no mucho, una persona a la que conozco bien fue diagnosticada de un cáncer complicado, adjetivo que puede resultar redundante pero que agrava ese frío que provoca el merodeo del Tánatos. Recuerdo que, al saberlo, tuve una reacción rara por lo siguiente. Siendo honesto, he de decir que se trata de la misma persona que, por un lado, me dio mi mayor y mejor oportunidad profesional, y, por otro y en última instancia, me perjudicó deliberada, injusta y profundamente en lo laboral y personal hasta tal punto que es casi imposible explicar mi Tártaro actual excluyéndola. Por eso, estos últimos años he tenido unos sentimientos más agrios que dulces cada vez que el recuerdo de esta persona ha roto mi terapéutico olvido. Pero, como la vida es experta en sorprenderte a base de zascas, al conocer que esta persona tenía cáncer lo primero que sentí fue pena por sus allegados y lo segundo fue compasión por ella. Sin hipocresías: lo sentí y lo siento así. ¿Por qué? Por un lado, porque sería aberrantemente inhumano no empatizar con cualquier individuo que esté atravesando un trance así y, por otro, porque creo que si finalmente el cáncer mata a esta persona (espero que esté dentro del 53% de supervivientes que citaba antes), habrá perdido la oportunidad de enmendarse, de rectificar, de afinar su biografía, de reparar todos sus errores, de mejorar, de desequilibrar su balanza biográfica en favor del lado de los aciertos. ¿Por qué comparto esta anécdota personal? Porque pienso que esta enfermedad tan extendida y cruel puede y debe hacernos reflexionar sobre lo que hacemos con nuestra vida cuando estamos sanos. Porque el cáncer no sólo es memento mori sino también, y quizá sobre todo, carpe diem, locución que no sólo invita a disfrutar de la vida antes de la muerte sino a no malgastarla, a aprovecharla, a hacer que nuestra vida cuente para nosotros y para quienes forman parte de ella, a lograr que nuestra vida merezca la pena de nuestra muerte. ¿Cuántos minutos, horas, días, semanas, meses, años desperdiciamos nuestra vida en cosas que no llevan a ninguna (buena) parte? Pues eso. Que la enfermedad sea un espejo en el que lamentarnos o reprocharnos sigue siendo uno de los grandes fracasos del ser humano. Si hay que irse de este mundo, que sea con la conciencia tranquila, la cabeza alta y la sonrisa en la cara.
Por eso, creo que sería estupendo convertir cada 4 de febrero en una celebración que invite al carpe diem, a la reflexión constructiva. Pero pienso que, aún mejor que eso, sería convertir cada Día Mundial contra el Cáncer en el homenaje a esas personas que, dentro y fuera de esta enfermedad, la combaten sin más propósito que el de hacer un mundo mejor...y para honrar a quienes perdieron esa batalla pero ganaron nuestro recuerdo.
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