El Mediterráneo es un mar en lo geográfico y un océano en lo cultural en
la medida en que sirve de nexo entre pueblos distantes en lo espacial
y/o lo temporal. El Mediterráneo es un lugar a medio camino entre lo
real y lo imaginado, entre la crónica y el mito, entre la verdad y la
leyenda. Pero el Mediterráneo es también y muy "recientemente" la mayor
fosa común de Europa y probablemente del mundo (más de 10.000 muertos desde 2014), un lugar donde en los últimos años mueren hombres o
esperanzas con tanta asiduidad y "facilidad" que dejó de ser noticia
para ser paisaje, un paisaje de pena inabarcable y fondo atroz en el que
la humanidad flota a la deriva mientras a su alrededor la
credibilidad de organizaciones supranacionales y gobiernos de toda
índole se hunde irremediablemente y la esperanza en el ser humano chapotea aparatosamente para no
ser un pecio más. El Mediterráneo se ha convertido en un horror
cotidiano, en una tragedia que llama diariamente a la puerta de nuestra
conciencia.
Por eso es no sólo agradecible sino también imprescindible que alguien se tome la molestia de agarrarte de la pechera y obligarte a mirar sin apartar la mirada. Eso es lo que hizo Jordi Évole en Salvados con "Astral", un documental impecable en la forma e implacable en el fondo que llenó los ojos de quienes lo vieron de salitre, espanto, sudor, vergüenza, pena y asombro. El programa, el programón del domingo, nos contaba la gesta (a las
cosas hay que llamarlas por su nombre) de unos activistas españoles (los de Proactiva Open Arms) decididos a arrancar de los brazos
de la muerte a centenares de refugiados que se lanzan al mar
Mediterráneo sin más equipaje que la fe; una fe ciega, injustificada y con frecuencia letal pero inflamada por la
desesperación de quien huye. Y es que los inmigrantes, los navegantes
del patíbulo, los parias flotantes, los desheredados de la suerte, las personas de rostros desencajados por el agotamiento y
la incertidumbre, huyen sin cobardía pero con temeridad. Se arrojan al mar escapando de una vida incendiada
por la injusticia y todas sus atroces ramificaciones. He ahí la gran
paradoja de los que migran confiando su aliento a unas embarcaciones
precarias siempre e inverosímiles con frecuencia: arriesgan su vida para
tener una. Un doble o nada, el Hades o el Olimpo, un salto al vacío
convertido en un horizonte de agua que tal vez nunca devenga en tierra
firme. Por eso adquiere aún más valor el trabajo de Open Arms, porque,
al igual que hacían los héroes clásicos, viajan al mundo de los muertos
para trastocar la cuenta de resultados. Una hazaña tan ejemplar que deja en miserable ridículo a todos los "solidarios de salón", esos que se llenan la boca de palabras grandilocuentes pero que a la hora de la verdad no tienen el coraje para hacer nada más que posturear.
Por eso es no sólo agradecible sino también imprescindible que alguien se tome la molestia de agarrarte de la pechera y obligarte a mirar sin apartar la mirada. Eso es lo que hizo Jordi Évole en Salvados con "Astral", un documental impecable en la forma e implacable en el fondo que llenó los ojos de quienes lo vieron de salitre, espanto, sudor, vergüenza, pena y asombro. El programa, el programón del domingo, nos contaba la gesta (a las
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Por todo ello, el Salvados del pasado domingo nos volvió a rescatar de la mediocridad aletargada en que vivimos para ofrecernos (una vez más) todo un encuentro con el ser humano en toda su grandeza y miseria al mismo tiempo que reconciliaba la televisión con la calidad y el periodismo con la decencia. Y todo eso en una noche en la que muchos españoles prefirieron dedicar sus pupilas a averiguar si Bisbal y Chenoa se daban o no un abrazo en lugar de dirigir la vista, la conciencia y la consciencia a ese sitio no tan lejano donde la humanidad flota peligrosamente a la deriva.
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