Aquella mañana, mucho antes de que la noche terminara de desangrarse, las tazas del desayuno ya humeaban en el comedor. La casa olía a café, colacao, zumo de naranja, tostadas recién hechas y a un insistente olor dulzón. Sobre la mesa, toda la panoplia de cubiertos, recipientes y alimentos estaba perfectamente colocada, como los utensilios de un forense listo para hacer una autopsia. Aquella mañana, mucho antes de que las alarmas de relojes y móviles decretaran la muerte del sueño, Gabriel ya estaba perfectamente trajeado, peinado y aseado. La gomina de su pelo, sus dientes blanqueados y el betún de sus zapatos competían por absorber la mayor cantidad posible del brillo que arrojaba la mortecina luz que velaba al comedor. Aquella mañana, mucho antes de que las calles se llenaran de autobuses con niños y coches con padres, Gabriel había recorrido ya sigilosamente los dormitorios. En silencio, sin encender ninguna luz, como un animal habituado a las sombras, se había cerciorado de que todos seguían en sus camas: Verónica en la de matrimonio, los mellizos Carlos y Esteban en su menuda litera y la pequeña Jimena en la cuna. Aquella mañana, mucho antes de que la ciudad se llenara de ruido y colores, en la casa todo era silencio y penumbra. Sólo las gárgaras de las cañerías y el enjambre de la cabeza de Gabriel rompían el sepulcro. Aquella mañana, mucho antes de que los informativos inocularan las noticias que debían interesar, Gabriel ya estaba plenamente convencido de que ese día iba a ser especial.
Se acarició su barbilla recién afeitada. Miró la hora en su reloj. Se arregló por enésima vez el nudo de la corbata. Comprobó que la pantalla del teléfono móvil no presentaba ninguna novedad. Se humedeció los labios con la lengua. Escudriñó el silencio. Carraspeó. Se colocó los puños de la camisa. Miró hacia la puerta de la vivienda. Con sus ojos inquietos hizo inventario de todo el desayuno que había preparado y servido. Inspiró intentando meter dentro de sí más pausa que oxígeno. Volvió a mirar la puerta. Y su móvil. Y su reloj. Nada. Hurgó en su bolsillo. Sacó un caramelo de menta y empezó a masticarlo como quien intenta triturar el frenesí de una sangre que corría histérica por la ratonera de sus venas. En su cabeza, la tormenta. Ya no estaba aquella voz paternal, engolada y buenista que desde niño le empujó a llevar una vida como Dios mandaba y a dar parte en confesionarios de todo lo que hacía y pensaba y a buscar la constante aprobación de una moral que lo inundaba todo y a sentirse culpable por el vicio de vivir y a acudir a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar y a no tener sexo hasta después del matrimonio y a poner la otra mejilla ante todas las hostias del porvenir y a soportar con una sonrisa en la cara los cuchicheos y las chanzas a su costa y a tener todos los hijos con los que el Padre quisiera bendecir a su familia y a desterrar cualquier deseo, impulso o esfuerzo que no fuera "ad maiorem Dei gloriam" y a dedicar buena parte de sus ingresos, tiempo y pensamientos a consolidar su obra en la tierra y a perpetuar esta concepción de la vida en su mujer y sus tres hijos. Ahora, había otra voz. Una voz más recóndita, autoritaria y hostil. La voz que le había enseñado el auténtico camino para evitar el sufrimiento de un mundo podrido y sin esperanza. La voz que le había revelado el plan para brindar a los suyos el mayor regalo de todos. La voz detrás del olor dulzón.
Minutos más tarde, las tazas habían dejado de humear. El amanecer ya era un reguero de bronce derramándose entre los edificios. Sus sienes brillaban con el sudor. Su corazón centrifugaba dudas. Su mente se llenaba de reproches. Por eso, cuando llamaron a la puerta, una sonrisa se arqueó en su rostro. Por eso, cuando la policía y los paramédicos entraron como un torrente por el piso, les atendió con esa educación y templanza que más tarde llevaría a sus vecinos a comentar "Quién iba a pensar que él...". Por eso, cuando los cuatro cuerpos salieron por la puerta, su rostro no se había roto en despedida ni culpa. Al contrario. Estaba contento. La voz no le había engañado. Le prometió un día especial. Y así fue.
viernes, 27 de noviembre de 2015
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