Para cuando amaneció, Jerónimo Peñazar ya tenía los ojos abiertos. Su cara, encallada junto al mirador que dominaba el ático, se convirtió en un farolillo de verbena low cost mientras el sol se encaramaba por el horizonte con la agilidad de un guiri asalmonado de cien kilos. Siempre le había gustado pensar que Dios ayuda a quien madruga, sin importar qué ocurría con los que tenían turno de noche. Aquel día tenía una agenda bastante completa: treinta y seis correos electrónicos por enviar, dieciséis llamadas telefónicas que hacer, cuatro reuniones presenciales a las que asistir, dos audioconferencias en las que participar, una videoconferencia en la que dejarse ver, asistir a la presentación de un libro sólo para intercambiar tarjetas de visita, declinar la invitación a una conferencia, humillar a un becario sólo por diversión de cabrón alfa, dejarse a medio beber cinco cafés, almorzar con su jefe para abrillantarse los egos, hacer cinco chistes sin gracia, comer en una hamburguesería con la secretaria postuniversitaria a la que quería ascender en la escala de personal adjunto a la cama, recoger el chaqué del tinte, llamar a su exmujer y enviar recuerdos a sus tres hijos, pasarse por el ginclub para hacerse una transfusión de Bloody mary, enviar un sms a su examante preguntándole por su pequeño bastardo de seis meses, pagar un cuarto de su sueldo a "La fabulosa Candice" (nacida Cándida) por descontracturarle los genitales, comprar kebab para cenar, sentarse a contemplar en su pantallón de plasma cómo el Real Madrid masacraba a un equipo de segunda división, escribir un par de tuits discutiblemente ingeniosos, teñirse las canas, untarse la pomada quemagrasa en el vientre y quedarse dormido desnudo escuchando a Frank Sinatra.
Dos horas más tarde, José Peñazar seguía allí. Solo. Junto al mirador de cristal tornasolado. En su sofisticado ático. Con el sol bronceando su cara y los ojos llenándose de ciudad esquizofrénica. Junto a su enorme cama deshecha, en la que un tanga granate había naufragado en una tormenta nocturna de alcohol y ADN. A dos pasos de su mesilla, en la que las llamadas y mensajes se apilaban en su smartphone como una partida de tetris. Quizás debería haber avisado en su trabajo. Quizás debería haber comunicado a alguien que se encontraba tremendamente indispuesto. Quizás lo habría hecho de haber podido. Quizás alguien a esas horas ya debería saber que una cabeza decapitada no iría a ninguna parte. Quizás alguien debería saber ya que la noche había traido consigo un inesperado cambio de planes.
viernes, 31 de octubre de 2014
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