Hay cosas que siempre merecen la pena. Las obras maestras,
por ejemplo. Hay cosas que secuestran tus sentidos, te roban las palabras y te
arrollan con pensamientos. Las obras maestras, por ejemplo. Hay cosas que te
marcan y te calan tan hondo como llegue el recuerdo. Las obras maestras, por
ejemplo. Hay muy pocas cosas que puedan y merezcan considerarse obras maestras. La gran belleza, por ejemplo.
Implacable e impecable en su perfección, la oscarizada película
de Paolo Sorrentino constituye uno de esos extraños, infrecuentes e
impresionantes casos en los que el ingenio, la sensibilidad y el buen criterio
convierten al arte en algo más que arte o, quizás, en lo que debería ser el
arte: una puerta al conocimiento interior, al (re)descubrimiento de la condición
humana, al replanteamiento de nuestras certezas, al viaje por el laberinto de
la existencia.
Hipnótica y apabullante tanto en la forma como en el fondo, La gran belleza es un constante recital de maestría lleno de imágenes y palabras
para el recuerdo. Los diálogos, los monólogos, los planos, las escenas, las
secuencias, las interpretaciones, las localizaciones, la música…todo en esta
película es merecedor de ser recordado. Y es que, dejando al margen cualquier
posible comparación con Fellini, Lynch o Malick, lo que ha hecho Sorrentino en
este film es algo tan personal como irrepetible, insuperable e inalcanzable. Así
de sencillo.
Partiendo de la inmersión en la lujosa, decadente y frívola
vida del escritor y periodista Jep Gambardella (monumental Toni Servillo) en una Roma donde lo
majestuoso y lo degradante se (con)funden perfectamente, La gran belleza es
una obra (de arte) que, más allá de lo cinematográfico, constituye una declaración de
amor al vacío, un brindis por la carencia y la pérdida,un triunfal viaje a
ninguna parte, una celebración de la ruina, una incontestable declaración del
estado de desengaño, un conmovedor elogio de lo imperfecto y lo inacabado, una
visita guiada por el jardín de la desolación, una reivindicación de la farsa ante el absurdo que nos rodea, una maravillosa crónica del
abandono, un orgasmo de derrumbe y derrota, una lección de sabiduría desde lo intrascendente, un fascinante misil contra los discursos imperantes en la sociedad y el arte actuales, una preciosa defensa de la
decadencia y la huida hacia delante como únicas opciones posibles ante un mundo
y una sociedad carentes de rumbo y sentido. Eso es La gran belleza, pero
también es una película que nos habla de la elegancia del fracaso, de la
honradez que cabe en “no querer ser”, de la decencia que demuestra aceptar y
renunciar a todo aquello que no somos ni llegaremos a ser, de la aventura de descubrir el truco a la vida, del cinismo como
sinceridad, de la filosofía de la desesperanza, de la felicidad que se puede encontrar entre lo que no podremos ser y lo que no queremos ser, de la vida como búsqueda febril
y frustrante, de la liberadora carencia de absolutos, de la valentía de no seguir
el guión, de la belleza de dejarse llevar.
Como dicen en la película, Flaubert quiso escribir un relato
sobre la nada y no lo consiguió. Sorrentino sí. Y lo ha hecho con una película maravillosa
que siempre merecerá la pena ver, disfrutar, recordar y pensar.
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