El último
día de su vida, la albóndiga conocida como Ray Holson se despertó a la una de
la tarde en un sofá de tres plazas y dos millones de gérmenes flanqueado por un
pequinés a medio castrar llamado “Pequeño Conan”, una yonqui a medio follar
llamada “Pequeña Cindy” y un porro a medio fumar llamado “Pequeño porro”. Más
allá, la suciedad y el desorden transformaban su casa en el vientre de un
camión de la basura. Jonás engullido por la mierda. Náufrago de su propio caos
y prisionero de un cuerpo que daba un nuevo significado a la palabra “sebo”, Ray
Holson se incorporó con tranquilidad, depositando con cuidado al pequinés encima de
las tetas marginales de aquella adolescente enganchada a las drogas y a los mentirosos
con sobrepeso. Paseó su desnudez sobre una alfombra de catálogos japoneses de
lencería hasta que encontró su chándal azul celeste con olor a infierno.
Convertido en un globo aerostático patrocinado por Adidas, fue a la cocina a
prepararse un café. Entonces ocurrió el hecho que cambiaría su vida: no quedaba
leche, al menos dentro del tetrabrik
donde debía estar. El tiempo se detuvo y el cerebro de Ray Holson se debatió
entre tres ideas: penetrar al pequinés, sacar a la yonqui a pasear o bajar a
comprar un paquete de leche. El portazo despertó al pequinés, que empezó a lamer,
y a la yonqui, que puso los ojos en blanco.
viernes, 23 de mayo de 2014
El último día de Ray Holson
La
coctelera anteriormente conocida como ascensor bajó seis pisos, abrió las
puertas y regurgitó a Ray Holson. Éste avanzó por el vestíbulo canturreando Smells like teen spirit como si tuviera
el oído que se cortó Van Gogh. En su cabeza empezaban a desperezarse planes que
iban desde la dominación mundial hasta la erradicación de la malaria en Nueva
York. Y, al salir a la calle, pasó. Pasó la vecina del octavo, Lindsay
Morrison, de noventa y seis años, en camisón y sin dentadura, con toda la furia
de una suicida en caída libre que se sentía estafada por la vida y la seguridad
social, aunque no en ese orden. Había decidido tacharse de la existencia.
En el
vecindario, sólo el pequinés lloró la muerte de Ray Holson.
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