domingo, 26 de febrero de 2017

Oh, La La...Land

No dejar indiferente a nadie. Ése es el objetivo mínimo a cumplir por cualquier obra artística. Y La La Land lo ha conseguido. Tiene (muchos) fans y (no tantos pero sí muy bulliciosos) detractores porque no ha dejado varada en la indiferencia a los numerosos espectadores que la han visto antes de posicionarse respecto a ella, convirtiéndola así en uno de los grandes éxitos de la temporada cinematográfica (más de 300 millones recaudados); de los que alaban o critican por simple postureo y sin haber pasado por taquilla no voy a hablar porque sería una estupidez conceder tal relevancia a semejantes cretinos. Entiendo a quienes les haya encantado y respeto a quienes, por ejemplo, decidan salirse del cine a mitad de película, como ocurrió en la sesión a la que yo fui. Lo que ya no entiendo ni respeto es a esa gente que da caña a esta película sólo como reacción al halo de buenas críticas y comentarios que rodea a La La Land, porque no deja de ser una actitud intolerante y bastante mema (como la de todo hater).

Tras este preámbulo, al grano: no sé si los Óscar de esta noche serán una alfombra roja para esta producción pero, de serlo y acaparar los premios, no me extrañaría nada y no sólo porque esté nominada a catorce de ellos. Dejando a un lado su impecable brillantez técnica y sus guiños cinéfilos, La La Land es lo que es porque más que un musical al uso se trata, en mi opinión, de una (muy) buena película. Es decir, tiene todos los aciertos exigibles a un musical (canciones de esas que te acompañan durante días, números tan vistosos como bien ejecutados, etc) pero ninguno de sus errores (no me parece frívola ni banal ni redundante ni pretenciosa ni naif) y ese hueco que deja la ausencia de los fallos por los que transitan la mayoría de musicales es aprovechado con maestría por Damien Chazelle, director y guionista de La La Land, para articular un hábil y notable dramedia concebido como una declaración de amor en varios y simultáneos sentidos. Esta película es una declaración de amor a la ciudad de Los Ángeles, tanto la real como la imaginada como tierra de promisión. También es una declaración de amor al cine como artificio capaz de generar emociones, recuerdos y sueños reales. También es una declaración de amor a Hollywood como lugar donde la luz más esplendorosa y la oscuridad más abisal se conjugan en un eterno canto de sirena. También es una declaración de amor a la honestidad en tanto que aceptación madura de uno mismo y de la propia realidad. También es una declaración de amor a quienes son capaces de sacrificarlo todo al entender que nuestras metas, nuestros retos, nuestros objetivos en la vida son los que nos definen como personas. También es una declaración de amor a esas relaciones fallidas e imperfectas que (nos) cambian la vida. También es una declaración de amor al realismo entendido como una sinceridad sin adulterar ni edulcorar que nos permite hacer una disección precisa de la realidad para no acabar desnortados por ensoñaciones propias o asimiladas. También es una declaración de amor a la vida entendida como una canción de jazz en la que la magia viene del ingenio y la valentía para improvisar sobre la marcha. Y, también, es una declaración de amor a la innegable verdad de que una estrella necesita oscuridad para brillar, tanto las que están en el firmamento como bajo él.

Y todo ello encerrado en la historia de amor de Sebastian Wilder y Mia Dolan, dos jóvenes decididos a triunfar en lo suyo (el jazz él y la actuación ella) que se conocen y enamoran en plena lucha por sus respectivos sueños. En este sentido, hay quien critica el desenlace de la película por apartarse de un canónico y previsible final feliz. A mí me parece un acierto. La vida real no sigue ningún guión y en ella toda decisión conlleva unas consecuencias, siendo la principal de ellas la renuncia a todas esas cosas o personas que conforman nuestras "biografías alternativas". Por eso, La La Land es honesta y profundamente realista (lo cual crea un interesante y sorprendentemente efectivo contraste con todo el inverosímil artificio de las escenas propias de un musical). No podemos exigir ser felices pero sí aspirar a serlo y eso, precisamente, lo que hacen los dos protagonistas. Si para ello tienen que hacer sacrificios, los hacen, aunque les duela, aunque les desgarre, aunque queden marcados para siempre. Se podrá discutir dónde ponen el centro de gravedad de su felicidad (ellos en su plena realización profesional-personal) pero no su rotunda honestidad, coherencia y entereza a la hora de tomar decisiones y afrontar sus consecuencias. Además, al contrario que otras opiniones que he leído/escuchado, a mí no me cabe duda de que Sebastian y Mia llegan donde llegan gracias a haberse conocido y apoyado y querido en un momento crucial de sus vidas; como tampoco dudo de que estos chicos se quieran y se querrán para siempre; un amor melancólico sí pero lo suficientemente imposible como para anidar en su memoria y afecto hasta que todas las luces se apaguen.

Además de todo lo dicho (que es para mí lo más importante y singular de esta película), La La Land merece la pena por tener un puñado de buenas canciones de las que tarareas durante varios días después, tres escenas musicales de mérito incluso para quienes no nos gustan los musicales, un guión sencillo pero sólido, un ritmo y un tempo excelentes, una estética que conjuga lo clásico y lo cool de una forma ejemplar y luego dos actores que sencillamente están extraordinarios echándose encima todo el peso de la película y bordeando la perfección en tal difícil tarea. Lo de Ryan Gosling (que es casi ya un concepto en sí mismo) vuelve a ser un recital y un viaje de sólo ida hacia el complejo de inferioridad para cualquier hombre: su presencia, su carisma, su magnetismo son tan apabullantes que hay que estar mentalizado de que cualquier mujer mentalmente sana quiere un Ryan Gosling en su vida y que tú, pobre mortal, nunca lo serás.

De todos modos, para mí, lo que termina de revelar nítidamente que La La Land es una película muy, muy especial está en su epílogo. No sólo por su incuestionable perfección técnica ni por allanar el sistema límbico del espectador con una  soberbia maestría sino porque es cine en toda su pureza, magia y esplendor. Ese momento en que Sebastian ve a Mia entre el público y todo en él se remueve y tambalea por dentro mientras el reloj parece detenerse y el resto de las personas desaparecer, ese momento en el que el pasado, el presente y el deseo colisionan en dos miradas, ese momento en el que Sebastian piensa, dude, decide y asume, ese momento en que se acerca al piano con toda la fuerza de gravedad de la vida sobre él, ese momento en que sentimos todo el peso del mundo y del dolor y del amor sobre los dedos que lentamente arrancan del piano los primeros acordes de "su canción", ese momento en que todo es hablarse sin palabras y la música es la antesala de la magia es lo mejor que se ha hecho en cine desde el prólogo de Up. El broche final de este making of de los sueños de esta "pareja" es puro arte y, ya sólo por eso, merece la pena ver esta película. 

No sé si se llevará todos los Óscar a los que está nominada pero ojalá lo haga por todo lo que nos hace sentir y por todo en lo que nos hace creer, porque La La Land pone luz en la oscuridad como muy pocas otras obras del séptimo arte.
 

1 comentario:

Perfida Canalla dijo...


Pues a mi me dejó un tanto plof. El final ( y no quiero hacer spoilers) me hizo pensar...

Por cierto soy Pérfida
Un saludo coleguita