lunes, 12 de diciembre de 2016

En tierra de Nadia

Engañar en beneficio propio es infame. Utilizar a un menor con fines lucrativos es repugnante. Rentabilizar económicamente una enfermedad es vergonzoso. Apelar a la solidaridad con intenciones espurias es canallesco. Por eso, para hablar de los "padres de Nadia", en los que convergen todas esas asquerosas prácticas, se me acaban los adjetivos.
 

El "caso Nadia" es un fenómeno ambivalente, un suceso de esos que sirven para mostrar lo mejor y lo peor del ser humano. Y esto, por desgracia, no es algo nuevo. Quizás lo reseñable en esta ocasión es la rapidez con la que se pasó de la alegría a la estupefacción, de la celebración a la repulsa, del orgullo al asco. La condición humana en un chupito. Realismo disparado a bocajarro.

Yo fui uno de los muchos que creyó en la historia. Por eso, me conmovió esa tragedia capaz de rebasar cualquier ficción. Por eso, me impresionó la subsiguiente avalancha de generosidad y empatía capaz de superar cualquier calificativo. Por eso, me repugnó el posterior descubrimiento de cuánta oscuridad cabe en el corazón de un padre y el silencio de una madre. Porque creí y como yo miles de personas más, entre ellas el es que uno de los periodistas más honrados, brillantes, comprometidos y honestos que hay en España: Pedro Simón, quien en el reconocimiento de su error hizo más por el Periodismo que muchas facultades y medios de comunicación de este país.

No me arrepiento de haber caído en la trampa porque eso significa que sigo creyendo en el ser humano, aunque cada vez tenga menos motivos para ello, y porque no hay mejores lecciones que las que acompañan a los desengaños. ¿Cuál es la que aprendido en este caso? Que la Humanidad no es ni buena ni mala: simplemente deambula en una tierra de nadie ajena a códigos legales, morales y religiosos. Es la tierra de la dulce Nadia pero también la de sus infames padres, Fernando Blanco y Marga Garau. Por eso, de esta moraleja, conviene no olvidarse.

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