Fue un político íntegro. Un estadista decente. Un súbdito superior a su Rey. Una persona cuyas virtudes hicieron que el pueblo le diera el aprecio, el reconocimiento y la justicia que le negaron quienes serpenteaban en el poder. Un hombre recto convertido en mito y referente. Un nombre con sombra luminosa y gigantesca. Así fue Tomás Moro, la histórica figura que dio pie a la excelente obra Un hombre para la eternidad (drama y película). Pero se podría decir exactamente lo mismo del mayor y mejor político que ha tenido la democracia española: Adolfo Suárez.
El hombre que tuvo el papelón de consolidar la democracia cuando ésta tenía muros de papel higiénico. El hombre que tuvo el papelón de navegar el Cabo de Hornos constitucional sin más mapa ni brújula que su conciencia y lealtad. El hombre que tuvo el papelón de bailar no ya con la más fea sino con todas las feas disponibles. El hombre que tuvo el papelón de enseñar a toda España, empezando por el Jefe del Estado y acabando por el ciudadano raso, qué significa ser un líder. El hombre que tuvo el papelón de dignificar lo que otros desconocían o menospreciaban.
A mí, nacido en 1980, los grandes éxitos de Adolfo Suárez me pillaron a toro pasado, pero, quizás gracias a eso, puedo valorar con más perspectiva y objetividad el enorme mérito que tuvo lo que hizo. Un mérito tan colosal y justificado que, para mí, convierte al resto de personajes de la llamada Transición, desde el Primero hasta el último, en comparsa parasitaria de este titán político cuya altura de miras, sensatez, valía e integridad lo convierten con todo merecimiento en el mejor representante oficial que ha podido tener España en el último siglo. Unas cualidades que igualmente convierten a Suárez en un espejo en el que deberían mirarse los políticos de entonces, de ahora y de después. Un espejo que, dicho sea de paso, la gentuza que ha pisado y pisa el Congreso de los Diputados ha convertido en uno digno del mítico "callejón del Gato".
Para mí, Adolfo Suárez camina ya dentro del terreno del mito. Es un Prometeo patrio que trajo el fuego de la convivencia y la libertad a una sociedad en pañales. Un mito que, como tantos otros, ha "necesitado" que lo extraordinario quede subrayado por castigos trágicos, crueles e inmerecidos: su caída en desgracia política y el azote de la enfermedad. Castigos que afrontó con la misma firmeza con la que afrontó la Transición o el 23-F. Y eso es algo al alcance de muy pocos: en la Antigüedad se las llamaba héroes.
Por eso, en su muerte, el mejor tributo que podemos rendir es conservar siempre en la memoria a alguien a quien sus enemigos políticos y la propia vida quisieron privar de recuerdo. Alguien que fue más Rey que el Rey. Alguien que demostró que otra España era posible. Que otra España es posible. Un hombre para la eternidad. Descanse en paz.
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