Anda el mundo celebrando el primer cumpleaños del Papa Francisco, el jesuita latinoamericano que sucedió a Renunciatus VI. Doce meses en los que, gracias al ingenio y la habilidad retórica propia de los argentinos, el Papa ha disparado su popularidad ofreciendo urbi et orbe un cambio de imagen a una Iglesia muy necesitada de ello por haber estado demasiado tiempo enredada en complejas cuestiones teológicas, preocupaciones endogámicas y posturas inmovilistas o reaccionarias. Una operación estética que, para algunos, marca un viraje de rumbo, una nueva tendencia, una esperanza de renovación. Y es que son muchos los que creen que una variación en las formas provoca un cambio en el fondo. Un silogismo que resulta tan acertado como pensar que si Belén Esteban se opera de arriba abajo va a dejar de ser Belén Esteban (cosa que, por cierto, se ha demostrado falsa). Y es que ya lo dice el refrán: Aunque la mona se vista de seda...
Yo no voy a negar el mérito de la performance cosmética del Papa Francisco, quitando el maquillaje previo, eliminando impurezas y y maquillando a la Iglesia para mitigar el rechazo que sufría y sufre tanto por deméritos propios como por prejuicios ajenos. Pero, dicho esto, si alguien se preocupa por ir más allá del gesto y la palabrería desplegada por el Pontífice, descubrirá que, tanto en las grandes cuestiones como en los grandes problemas que debe afrontar la Iglesia, el Papa Francisco o no se ha mojado de verdad o, si lo ha hecho, ha sido por meterse en un decepcionante charco (como su vergonzosa e hipócrita declaración sobre la pedofilia...). Cambiarlo todo para que todo siga igual, como decían en El Gatopardo.
Así las cosas, el Papa Francisco parece haber apostado por una via superficial, buenista y populista como salvoconducto para un Pontificado agradable y sin turbulencias. O, dicho de otra forma, el jesuita argentino parece haber apostado por una postura comodona, efectista y cobarde destinada a deleitar sólo a los ya convencidos cuando lo cierto es que, si la Iglesia quiere dar un auténtico cambio, no debe dirigirse a los convencidos sino a quienes esperan de la Iglesia al más que buenas palabras y viejas respuestas, esto es, a quienes nos encantaría que la Iglesia abandone esa postura acomodada en la retaguardia y pase a liderar la vanguardia en la lucha contra las exclusiones y en defensa de quienes, por cuestión de edad, sexo, ideología, sexualidad o credo, son víctimas de la maldad humana. Hubo un tiempo, hace muchos, muchos siglos (21 para ser exactos), en el que la Iglesia fue perseguida y criticada por su valentía, por transgredir, por integrar sin miedo, por ser abierta, por atreverse a marcar la diferencia, por ir un paso más allá, por ser y no por parecer. ¿Qué ha quedado de esto? Pues, de momento,ha quedado un Papa que cae más simpático pero que cambiar, lo que se dice cambiar, no ha cambiado nada.
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