"Lo dejo", "Me voy", "No puedo más", "Ahí os quedáis", "Dimito", "Renuncio", "Desisto", "Paso", "Yo me bajo aquí", "Que pase el siguiente", "No contéis conmigo", "Que lo haga otro", "Me piro", "Chao", "Nos vemos"... Dios se acaba de quedar sin jefe de prensa. El Papa Benedicto XVI se prejubila, por voluntad propia. El anuncio-renuncia, honesto, valiente e inesperado a partes iguales (la honestidad es un acto de valentía actualmente inesperable), ha conseguido, como no podía ser menos, un milagro: que nadie hable de política ni economía hoy.
Benedicto XVI ya no puede más, al menos con la Iglesia, y no me extraña. Tras ocho años de pontificado, deja el papelón a otro, porque, sinceramente, el puesto de Papa hace tiempo que dejó de ser el chollo proverbial que era para convertirse en una piñata, en una diana, en un puteo de baja intensidad, por toda la tela que tiene para cortar y la mierda que hay para limpiar. Eso desgasta a cualquiera, por muchas ganas que le pongas, como venía evidenciando el aspecto físico de Benedicto XVI en los últimos años, más cercano al del Emperador Palpatine que al de un hombre sano.
De todos modos, pese a la sorpresa, el hecho en sí no supone un hito histórico, en la medida en que antes que él ya hubo cinco Renunciatus: Clemente I, Ponciano, Silverio, Celestino V y Gregorio XII dejaron en vida el cargo (por diversas razones). No obstante, no deja de ser chocante cómo en una institución milenaria y tradicional como pocas alguien en su posición decide salirse del guión e ir por libre. Máxime si es un Papa que, de puro conservador, muchos pensaban que le tendrían que quitar del Vaticano con espátula.
Así las cosas, la noticia no es tanto que el Vaticano huele a casting como el incierto futuro de una institución/comunidad/religión que parece abocada a decidir entre colgar el cartel de "Cerrado por cese de actividad" o bien el de "Próxima reapertura". Veremos qué pasa...
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